"Hubo un tiempo en que el pensamiento era divino, luego se hizo hombre, y ahora se ha hecho plebe. Un siglo más de lectores y el Espíritu se pudrirá, apestará"

Friedrich Nietzsche

martes, 27 de diciembre de 2011

DEMOCRACIA (8)


[Esta es la última entrada del año en este blog y también la última de la serie dedicada a la democracia. En esta primera fase he insistido mucho en Massimo Fini porque deseaba especialmente dar a conocer el autor y colgar esta serie de escritos suyos sobre la democracia. Seguramente seguiremos ocupándonos de él en el futuro pero también hay que variar y dar espacio a otros autores igualmente interesantes.]

Feliz Año Nuevo y un saludo a todos.  

Massimo Fini


Pensar que la Historia terminará simplemente porque el hombre de ha dado un cierto tipo de organización política y social es ante todo ridículo e infantil, precisamente a la luz de la Historia. Casi todos los regímenes políticos han pensado lo mismo. […]

También la democracia liberal, no obstante los delirios de inmortalidad de sus forofos, tendrá un fin como todas las construcciones humanas, por naturaleza caducas. En particular las políticas que se han demostrado bastante más frágiles y transitorias que las religiosas, justamente porque, a diferencia de éstas, se deben medir con la dura realidad y no con la metafísica. Escribía en 1684 Lord halifax, uno de los padres del parlamentarismo: “Nada hay nada más cierto que el hecho de que todas las instituciones humanas cambiarán y con ellas las llamadas bases del gobierno. El derecho divino de los reyes, los derechos irrevocables de la propiedad o de las personas, las leyes que no pueden ser revocadas y modificadas, no son más que expedientes para vincular el futuro”. Pero el futuro no es hipotecable. ¿Porqué precisamente la democracia que, en términos históricos, es una recién nacida, sobre cuya solidez nada se puede decir aún, debería tener un destino distinto y ser el sistema definitivo? El transcurso del tiempo ha visto desfilar, por limitarse a lo que tenemos más cerca, las comunidades tribales, los antiguos imperios mesopotámicos, la polis griega, la Roma republicana e imperial, el feudalismo, la monarquía absoluta y la parlamentaria. Algunas de estas formas de organización han durado miles de años y parecían indestructibles. Pero la última que a llegado tiene la presunción de haber dicho la última palabra.

La idea de que la democracia represente la finalidad y el fin de la Historia no es sólo infantiul e ingenua. Es paranoica. El “Fin de la Historia” sería la historia del fin, la muerte del hombre, un Edén de cementerio. Con permiso de los liberaldemócratas también la democracia irá, antes o después,  al cubo de basura de la Historia, y ésta terminará únicamente cuando el último hombre haya desaparecido de la faz de la Tierra.

Pero incluso quien, en Occidente, no delira al estilo de Fukuyama, de Bush y de sus infinitos compadres y –abandonando el optimismo historicista- no cree que existan “leyes de la Historia” o que la Historia tenga una finalidad (es la posición, entre otros, de Popper) considera sin embargo que la democracia sea de todos modos “el mejor de los sistemas posibles” o por lo menos el mejor de los conocidos hasta la fecha. Pero esto no se puede sostener, ni históricamente ni conceptualmente. Si se admite como Popper que la Historia no tiene una finalidad y que no existen leyes ineluctables que van en la dirección de una constante mejora d ela condición humana, no hay ninguna garantía de un progreso lineal y nada impide que lo que a nuestros ojos de occidentales, incansablemente a la búsqueda de lo mejor, aparece como una evolución, sea en cambio lo contrario. Y justamente la tan cacareada democracia liberal es una demostración y un ejemplo.

Si miramos las cosas objetivamente, sin dejarnos deslumbrar por nobles y abstractos principios, descubrimos que en la relación gobernantes-gobernados la democracia liberal, respecto –pongamos- a la monarquía absoluta, ha empeorado la situación del mismo pueblo al que ha otorgado formalmente la titularidad del poder. Porque puede suceder que el rey por derecho divino o semidivino, gracias a que tiene el puesto, por así decir, asegurado, defienda al pueblo contra las aristocracias y las oligarquías que lo oprimen, como hicieron los Tudor y los Stuart que durante un siglo y medio se opusieron a los grandes latifundistas que, husmeando el incipiente capitalismo, querían cercar los propios terrenos rompiendo el régimen de campos abiertos (open fields) que sostenía el delicado equilibrio del mundo agrícola, salvando millones de campesions de la miseria y del hambre en las que precipitaron inmediatamente, convirtiéndose en carne de cañón para las fábricas, en cuanto la revolución parlamentaria de Cromwell, que preanunciaba la democracia, dio el visto bueno a los enclosures.

La oligarquías democráticas en cambio, justamente porque están en feroz y permanente competición entre ellas por el mantenimiemto del poder, están obligadas a pensar antes que nada, si no exclusivamente, en su propia supervivencia. Y su principal enemigo como hemos visto es el pueblo.

jueves, 22 de diciembre de 2011

DEMOCRACIA (7)

[Este texto, junto con el siguiente que colgaré en pocos días, concluye el ciclo de Massimo Fini dedicado a la democracia. Naturalmente son sólo extractos pero capturan lo esencial del pensamiento del autor. En mi opinión representan una descripción precisa de las democracias actuales y son críticas difícilmente refutables. Otra cuestión es si otros sistemas son mejores, pero ver con claridad el verdadero rostro de la democracia es importante, porque de entrada nos quita las anteojeras de la propaganda democrática, que condena como ilegítima e inmoral la voluntad de cambiar el sistema, y tira a la basura la pretensión, frívola y totalitaria, de superioridad moral, de las democracias occidentales, hasta el punto de considerarse las únicas con derecho a utilizar la guerra, llamándola con otro nombre y negando a los demás incluso el derecho a defenderse.]



Massimo Fini

Extraído de "Súbditos. Manifiesto contra la democracia" 

La democracia liberal, como hemos dicho, no es, en sí misma, un sistema totalitario –es sólo un régimen opresivo como los demás- pero se ha revelado, más que el ineficaz marxismo, más que los fascismos, el contenedor ideal, el más adecuado, del más totalizador sistema productivo que haya existido nunca y en el cual vivimos. Sartori define el totalitarismo “la destrucción de todo aquello que es espontáneo, independiente, diferenciado y autónomo en la vida de la colectividad”. El industrialismo, vestido de democracia, todo nivela y homologa, todo racionaliza, materializa y cuantifica según la razón económica, absorbe todo en sí mismo, incluso los antagonismos y los antagonistas más recalcitrantes, reprogramándose continuamente, con una extraordinaria capacidad camaleónica y mimética, tan parecida al sistema institucional que es su envoltorio.

En este nivelamiento naufraga nuestra identidad. También porque en la sociedad premoderna y predemocrática el hombre de ayer encontraba precisamente en los lazos y límites que delimitaban su vida la propia individualidad y subjetividad; el de hoy, democráticamente liberado de aquellos vínculos, tecnológicamente liberado de aquellos límites territoriales y lanzado al mundo global, pierde cualquier punto de referencia. Es anónimo y está solo. Pero no por ello es más libre y dueño de su destino. Ya en 1959 notaba el sociólogo americano Wright Mills en La Élite del Poder, tratando de la condición de los comunes ciudadanos en la democracia: “Se dan cuenta de que viven en una época de grandes decisiones, pero ninguna decisión depende de ellos”. Y efectivamente decisiones, políticas, económicas, tecnológicas, científicas que tienen un peso determinante en nuestra vida se toman en lugares institucionales, conceptuales, geográficos, lejanísimos de nosotros, en algún punto indefinido de la globalización, fuera de cualquier control por nuestra parte.

Pero esta es la razón más superficial de nuestra falta de libertad. Si fuera solamente una cuestión de multinacionales, de un “trust” de “cerebros” que guía el tinglado, de alguna Trilateral o “Spectra”, las cosas serían más simples. Pero el hecho es que el hombre moderno, nacido con el liberalismo, el individualismo, la democracia, se ha convertido en rehén del mecanismo industrial, tecnológico, productivo y económico, que él mismo ha creado y que se les ha escapado de las manos a los mismos aprendices de brujo que pretenden gobernarlo. Un mecanismo que se autoregula exclusivamente en función de su propio crecimiento, indiferente a la condición humana. No son las oligarquías, nacionales e internacionales, políticas y económicas, las que lo guían, éstas son solamente las que se benefician día a día y las moscas que acompañan una carroza que va por su cuenta.

El individualismo liberaldemocrático ha terminado entonces produciendo un sistema que, en una superposición de pautas, se ha vuelto justamente contra el individuo. […] El hombre no se ha aislado de la masa sino que ha entrado en ella enteramente. Pero no para participar en la sociedad, sino para sufrirla de la manera más miserable. El hombre no ha estaso nunca tan condicionado, hasta en sus últimas fibras, como en la actual sociedad democrática de masas, de la cual forma parte como simple engranaje en el omnipotente mecanismo che la gobierna, prescindible y reeemplazable como los objetos que produce, sin dignidad y sin honor. El homo democraticus está masificado sin formar parte de una comunidad, es single sin ser individuo, está solo sin ser libre.

De acuerdo, la democracia no será la democracia, más bien se parece peligrosamente a su contrario, pero es el único régimen en el cual el ciudadano tiene por lo menos el derecho y la satisfacción de poder expresar sus ideas, las que sean, con tal de que renuncie a hacerlas valer con la violencia.

También esto es verdad sólo hasta cierto punto. Algunas ideas, por ejemplo las fascistas, nazis, xenófobas, antisemitas, totalitarias y, en algunas democracias, comunistas, son delito aunque uno se limite a expresarlas o a organizarse para hacerlo. Como también es delito, o sujeto a una censura social tan violenta que equivale a una prohibición, hacer “revisionismo” sobre algunos hechos históricos sobre los que se funda la legitimidad y la superioridad de las Democracias que resultaron victoriosas en la Segunda Guerra Mundial. Lo cual además de una violencia, es un sinsentido. […] La Historia es por sí misma revisionista. Cada generación tiene el derecho de mirar los eventos del pasado con  sus propios ojos y dar su propia interpretación. Y también esta profunda hostilidad, si no algo peor, hacia el “revisionismo histórico” es un signo del delirio democrático, que pretende congelar la Historia en la democracia.

En realidad, mirando bien las cosas, la democracia acepta sólo las ideas que están dentro de la ideología y los esquemas mentales democráticos. En esto no se diferencia sustancialmente de otros regímenes semiautoritarios. Por ejemplo de una teocracia de tipo islámico. He estado en el Parlamento de Teherán en la época de Jomeini, y he asistido a debates muy acalorados entre posiciones netamente enfrentadas. Cualquier idea era admitida siempre que respetase la regla básica de la teocracia, según la cual el poder político está sometido al religioso -o coincide con él-, y la ley lo está a las normas del Corán.

La democracia no se comporta esencialmente de manera distinta: acepta cualquier idea con tal que no sea antodemocrática, y no la ponga por tanto radicalmente en entredicho. La convicción de los teóricos de la democracia es que este régimen puede ser  reformado y perfeccionado pero no tiene alternativas. Ni ahora ni nunca. Popper, en particular, sostiene lo que él llama un piecemeal social engineering, es decir un “reformismo a trocitos”, en pequeños pasos, precisamente porque considera inaceptable un cambio radical, una catarsis violenta. Popper la llama “sociedad abierta” pero en realidad es una sociedad cerrada, exactamente como todas las demás, porque hipotiza precisamente el mismo “poder sin fin” de un régimen político, algo que según el mismo Popper caracteriza los regímenes totalitarios.

domingo, 11 de diciembre de 2011

DEMOCRACIA (6)


[Reanudamos la serie de textos de Massimo Fini dedicados a la crítica de la democracia.]

Massimo Fini

Extraído de "Súbditos. Manifiesto contra la democracia"


La democracia es un método, una serie de reglas y de procedimientos […] puesto que no tiene contenidos, fines, valores en sí mismos, no siquiera los de libertad o igualdad, y se preocupa sólo de que el mayor número posible de ciudadanos participe en las decisiones colectivas, el respeto de los procedimientos se convierte en fundamental para las democracias liberales. Es todo lo que, podando aquí y allá, le queda. […]

Naturalmente en el tiempo estas reglas pueden ser cambiadas, pero siempre siguiendo los procedimientos formales y constitucionales vigentes en ese momento. Es decir las reglas no pueden ser cambiadas “estando en marcha”. De otra manera se precipita en el arbitrio y colapsa todo el andamio liberaldemocrático. El respeto de los procedimientos es “La última Thule” de la democracia, sin esto no hay democracia. Ni siquiera esa pálida sombra, que va de fictio iuris en fictio iuris, a que se ha reducido.

Pero las oligarquías han conseguido romper también esta “barrera del sonido”. Escribe Norberto Bobbio: “Una cosa es la constitución formal y otra la constitución real y material”. ¿Qué es esta ‘constitución material’ que salta de repente después de tanto hablar de leyes, de normas, de procedimientos, de ‘reglas del juego’ sagradas e inviolables? Es la que las oligarquías se crean violando día tras día la Constitución formal, es decir las famosas ‘reglas del juego’. Y cuando se viola la Constitución formal para sustituirla con un bricolage creado por las oligarquías sin el consenso de los ciudadanos, sin que se les haya dado siquiera la posibilidad de expresarlo, la demicracia no es ya democracia. Es un fraude. […]

¿Qué es lo que queda entonces, al final, de la democracia? El cansino rito de las elecciones, repetido cada cuatro o cinco años, en el que se nos imponen candidatos que no elegimos y representantes que no nos representan. Escribe Kelsen: “Se podría creer que la particular función de la ideología democrática sea mantener la ilusión de la libertad” y se pregunta cómo es posible “una tal escisión entre ideología y realidad”. También nosotros nos lo preguntamos.

Pero las elecciones no tienen la función de elegir representantes que se seleccionan en otro lugar. Tienen otras, mucho más importantes. La primera es legitimar el poder de las oligarquías, perpetuándolo. Es la misma función que en el Medioevo tenía la unción del rey, para consagrarlo y por tanto legitimarlo.

La segunda es presentar un aparente recambio de las clases dirigentes con métodos pacíficos y así garantizar la paz social. Hay en efecto un único aspecto en el cual la democracia ‘real’, la de las oligarquías, es coherente con las premisas de la ideal: el rechazo de la violencia como método para dirimir los conflictos políticos, sociales e individuales. […] Este objetivo se alcanza con las elecciones en el ámbito de la competición política, y el rigor de la ley para los conflictos privados.

Si las oligarquías democráticas no usan la fuerza bruta para ejercitar el poder es porque no tienen ninguna necesidad de ello. Tienen el monopolio de la violencia legal, por medio del estado que han ocupado arbitrariamente. Es por tanto del máximo interés para ellas que la situación permanezca pacífica para no turbar el sereno disfrute de sus privilegios.

De frente a los abusos y los atropellos de las oligarquías (entre los más comunes está el de favorecer, de todas las maneras y en cualquier ocasión, a los propios adeptos en perjuicio de los otros, premiando la fidelidad al grupo sobre el mérito) el ciudadano individual está inerme. No puede recurrir a la violencia –tiene las manos atadas por la ley- y está solo. Es la primera vez que el individuo se encuentra en una situación de tal impotencia de frente a las oligarquías. En época premoderna cada cual formaba parte de manera natural de un grupo, de la familia ampliada, de un clan, de una orden, de una corporación, de una comunidad, que constituían una parcial disuasión, dique y defensa contra los abusos y los atropellos de los varios poderes, legítimos o arbitrarios. En aquellos tiempos el monopolio de la violencia por parte del Estado no era tan absoluto, el derecho era en buena medida consuetudinario (la codificación, la reglamentación de la vida del individuo en todos sus aspectos es una obsesión burguesa y democrática) y existían amplios márgenes de autodefensa privada que era más eficaz porque el individuo no estaba aislado […] También el noble sabía que no podía superar ciertos límites con su propio campesino (menos aún con el de otros) con el cual vivía, además, codo con codo.

En democracia sin embargo el ciudadano single, enredado en las leyes, convertido en inofensivo, y aislado, está completamente sin defensas de frente a la prepotencia de las oligarquías […]

Mientras pisotea la libertad de la persona, haciéndole creer que tiene más de la que tuvo jamás en el pasado, porque puede escoger entre varias marcas de frigorífico, la democracia no realiza ni siquiera la voluntad de la mayoría. Entre una y otra se insertan las oligarquías, las que realmente tienen el poder, anulando ambas. No somos más que súbditos.

domingo, 4 de diciembre de 2011

EL PODER PEDAGÓGICO DE LOS CUENTOS


Maurizio Blondet

El mundo interior es lo que distingue el hombre de cualquier otro animal, basta observar los monos en la jaula del zoo para comprender que escrutan constantemente, tensos hasta el ímite, “el mundo externo”: cada pequeño movimiento, el ruido de una bolsa de cacahuetes, el plátano en la mano de un niño los vuelve hiper-activos, miran alterados para todas partes, lanzan gritos saltando, incontenibles.

Están literalmente “fuera de sí”, absorbidos por el exterior que estimula sus sentidos excitados.

Pero el mundo interior no es menos doloroso. Al contrario, de allí vienen todos nuestros terrores arcaicos. Allí hacen su aparición esas criaturas que plantean las preguntas de frente a las cuales querríamos huir.

¿Por qué también yo moriré?

¿Qué sentido tiene todo esto?

¿Por qué el dolor me ha alcanzado?

¿No hay escpaatoria a todo esto?

El mundo interior es el descubrimiento de la propia soledad radical. Pero explorarlo es tarea propia del hombre, y los cuentos son la única guía básica en este bosque primordial. Enseñan a vencer contra los orcos y las brujas que nos esperan en las vueltas inevitables que da la vida humana. Y dan esperanza: tú también, sastrecillo que presumes de haber matado siete moscas, puedes vencer al dragón y conquistar la princesa durmiente que, en días muy lejanos, era llamada Psique.

Puedes estar junto al Gato con Botas: esta inquietante criatura que, en otra y más arcaica metamorfosis, acompañó Tobías hijo de Tobit a pedir lo suyo, y se llamaba Rafael.

Este Rafael tenía en efecto las botas de siete leguas, porque junto a él Tobías recorrió a pie en dos días el camino a Ecbatana, al menos 300 kilómetros; y cuando el demonio que mataba los maridos salió de Sara, mientras Tobías gozaba de la primera noche con la esposa aquél ser persiguió al demonio hasta Egipto y lo encadenó.

Una criatura mágica, que indicó a Tobías cómo capturar el pez con cuya hiel, corazón e hígado se puede curar a un ciego y expulsar un demonio asesino.

Es una vieja historia, narrada muchas veces, de muchas maneras distintas, y sin embargo siempre igual.

Es inútil decir que es inverosímil.

Ese pez que cura inverosímil se convirtióp en “verdadero” muchos siglos después, cuando sus secuaces se reconocieron entre ellos con el signo del Pez, Ichtyos. Le vieron devolver la vista a los ciegos y expulsar los demonios, y vieron su corazón partido.

Mas para el niño son cuentos, es inútil preguntarse en seguida si son verdaderas, si el deseo será concedido.

Por ahora, basta saber que el Mago, que se llamaba Merlín y en tiempos mucho más primordiales se llamó Wotan, o más bien Ouranos(1), se hace escurridizo e invisible, parece que no está ahí, y al final el héroe del cuento descubre que ha estado siempre a su lado, le ha indicado el camino, lo ha auxiliado y sostenido en cada momento.

Esto narran los cuentos.

Cada cual decida por sí mismo, con los años, si son falsos o verdaderos: te dejan libre, mientras te introducen en el mundo interior –en el cual vivirás como hombre- y en sus territorios.

Pero la pedagogía iluminista no quiere. Quiere que el niño esté absolutamente dentro de la “realidad” y que no se escape, que no sueñe; que se convierta en un ciudadano y a lo mejor en un operador de Bolsa, un hombre con los pies en la tierra, que no espera nunca la ayuda del Mago(2).

Así quieren a nuestros niños, los pedagogistas. Aun a costa de hacer de ellos hiperactivos que se bloquean en el pensamiento, unos enfermos. Yo sospecho que los padres de la pedagogía iluminista lo sabían perfectamente, pero han vetado de todos modos los cuentos por el motivo que podemos intuir: para impedir que los niños lleguen ni siquiera a hipotizar Rafael con botas de siete leguas, que no oigan nunca hablar del Mago siempre invisible pero que, quizás, te está indicando el camino.

En el fondo, nadie es tan realista y secularizado como los monos en el zoo:

¡Qué mago ni que puñetas, traed los cacahuetes! ¡Agarra el plátano! ¡Todos ls plátanos! ¿A cuánto estánlos plátanos hoy? ¡Tres mil cacahuetes para mí! ¡No, a mí, ocho mil! ¡Enseguida!

Con gestos descompuestos, con gritos, saltando, meándose por la excitación…exactamente como los brokers en Wall Street, como los magnates del vapor, como los listillos del barrio, como los políticos del zoo parlamentario.

Gente con los pies en la tierra. Que no cree en fantasías.

NOTAS

(1) Increíblemente la pedagogía iluminista (por lo menos en Francia) aconseja a los jóvenes profesores, durante su formación, evitar cualquier relación afectiva con sus slumnos. Mientras que la misma neurología dice que un niño que no está involucrado emocionalmente no es capaz de aprender nada.

(2) Ouranos en griego es el cielo estrellado: palabra antiquísima que en sánscrito suena Varuna (Uaruna), el Omnisciente, el primer y más alto dios.