[En las próximas dos entradas terminaré la serie de textos de Sergio Gozzoli en que aborda la decadencia de nuestras sociedades desde su perspectiva sociobiológica, que tiene sus méritos representa un baluarte de sentido de la realidad, de frente al idealismo barato y buenista que domina actualmente. En la última parte del libro "Las Raíces y la Semilla" los textos alcanzan su mayor intensidad y el autor presenta la esencia de sus conclusiones.]
Enfermo de sus utopías igualitarias y progresistas, de sus supersticiones finalistas y deterministas, de sus necias creencias universalistas y antropocéntricas, tan ridículamente ufano en su provincialismo cultural, que lo ha convencido de que “su” sociedad sea todo el mundo, que “su” tiempo sea toda la historia, que “sus” problemas sean la preocupación fundamental de los dioses, el hombre occidental de hoy se dirige a los trágicos desafíos del futuro psicológicamente desarmado, físicamente inadecuado, intelectualmente miope.
Camina
–sobre piernas que el bienestar ha vuelto perezosas, con un corazón
reblandecido por hipócritas moralismos, con la vista corta por culpa del
optimismo- hacia una cresta más allá de la cual hay un precipicio.
Va
–patéticamente inerme y confiado- hacia un vacío
que lo espera sólo para engullirlo.
En
realidad, bien mirado, ya camina en
el vacío. La sociedad que ha construido es la más monstruosa y al mismo tiempo
la más frágil entre las realidades que la historia ha conocido: una amalgama de
potencia tecnológica e infelicidad interior,
de presuntuoso optimismo y de sofocante inseguridad,
de superficiales conquistas y radicales renuncias.
Considerémoslo
bien de cerca, este hombre en su sociedad, y pongámoslo de frente, usando pocos
parámetros esenciales, al hombre del pasado.
El
de hoy es un ser parcial, incompleto, sustancialmente inexpresado: el hombre del pasado, en su realidad del mundo
campesino o artesanal, debía saber
construir su propia casa; debía poseer
alguna noción de hidrografía, para no correr el riesgo de desaparecer con su
casa a la primera inundación; debía conocer
algo de la ciencia veterinaria o al menos de zootecnia, para defender el
patrimonio constituido por sus bestias; debía
saber arrancar un diente a su hijo porque no había dentistas a la vuelta de
la esquina; debía saber manejar una
espada, para proteger la vida y los bienes de los suyos; debía saber enseñar a leer y escribir a sus hijos porque no había
escuelas; en resumen, todos los
recursos físicos, intelectuales y espirituales, todas sus potencialidades estaban –una por una y todas juntas- llamadas a
expresarse y desarrollarse por el desafío coercitivo de las necesidades
prácticas cotidianas; comparado con él, el hombre actual – con su alta
especialización sectorial, fuera de la cual no sabe hacer otra cosa y
con la mayor parte de sus energías disipadas en rellenar formularios, hacer
colas, hacer las cuentas de los impuestos, ocuparse de facturas, recibos,
firmar, interpretar incomprensibles pólizas de seguros- es verdaderamente un homúnculo.
Pero
el hombre actual es también un ser sin reales poderes y responsabilidades privadas
[…] defenestrado por las interferencias de los poderes públicos hasta en el último
rincón de su mundo familiar […] es sólo un esclavo en libertad vigilada.
Es,
en definitiva, también un ser profundamente inseguro, infeliz y solitario: el
hombre del pasado gozaba de certezas unificantes, que le daban la serena
estabilidad interior de quien es parte de un todo; estaba protegido de la
desesperación, porque sabía que debía aceptar el dolor, el
sufrimiento, la muerte de manera “natural”; y el temor del demonio, o de la
cólera divina, absorbía íntegramente la carga de angustia que genéticamente
el hombre lleva dentro; en comparación, el hombre actual
–que no poseyendo ya certezas es zarandeado como un corcho a la deriva en el
oleaje de la opinabilidad, y no pudiendo descargarla sobre el diablo está
obligado a vivir su angustia en la más mínima palpitación como temido signo de
infarto, en cualquier dolor de estómago como inquietante síntoma de cáncer- es
sólo un fugitivo con el corazón en un puño.
Pero
volvamos a la sociedad del hombre actual, a lo que constituye “su mundo”.
Agitado
por las tormentas de la crónica inestabilidad social y lacerado por todas sus
contradicciones morales y culturales, este mundo es capaz sólo de disimular el espantoso vacío sustancial
con declaraciones de principio proyectadas hacia el futuro: puesto que ninguna de sus afirmaciones y promesas ha sido
efectivamente y plenamente realizada –es natural puesto que son irrealizables- entonces se engaña a la
paciencia del hombre de hoy pidiéndole, siempre, que espere un poco más.
Y en
efecto para el hombre actual los medios de comunicación, la droga, el bienestar
material han sido hasta ahora suficientes, por lo menos en el Norte “avanzado”,
para adormecer en genérico descontento cualquier impaciencia real, para
contener en rebeldía esporádica cualquier auténtica rebelión, para aplazar continuamente
cualquier ajuste de cuentas.
Pero
aunque no haya un ajuste de cuentas –antes o después- con los hombres, lo habrá –más antes que
después- con las cosas: es decir con
la realidad. Se pueden hacer trampas durante mucho tiempo, también vivir de
ello, pero no al infinito.
El
juego puede durar mientras se trate de convencer a los hombres de que se puede
eliminar la violencia en la sociedad simplemente aboliendo la pena de muerte;
que se puede eliminar la locura simplemente haciendo desaparecer los manicomios;
que se puede eliminar la prostitución renunciando a regularla. Pero cuando se
pretende que las diferencias entre individuos y grupos sean canceladas por un
enunciado de principios que las declara inexistentes sobre el papel, o que se puedan evitar las guerras sencillamente predicando la paz, o que se pueda
exorcizar la agresividad del hombre con la simple proclamación “oficial” de su bondad natural y la atribución de las
maldades de los individuos a las “perfidias” de la sociedad –como si las
sociedades, en vez de ser creaciones humanas, fueran la inalienable herencia de
malignas divinidades- cuando se pretende mimetizar la inquietud de frente al
futuro del planeta tras optimismos de
principio con desvaríos sobre emigraciones interplanetarias en masa, con
todo ello se condena inexorablemente al hombre a medirse con adversarios que le obligarán a
descubrir sus cartas y exigirán un ajuste de cuentas conclusivo: la realidad de las cosas, las leyes de la
naturaleza biológica, la prepotencia de las fuerzas cósmicas.
Y no
será un encuentro con armas paritarias, porque por parte del hombre no se
presentará un guerrero armado de humilde conciencia de la realidad, de sereno
orgullo: el monstruo aplastará sin esfuerzo al niñato caprichoso, a la
sufragista histérica, al burguesucho presuntuoso, al profeta delirante.
Será
ciertamente, en verdad, un combate bastante breve, puesto que las sociedades guía de la actual humanidad cada vez son
más pobres en aquellos tipos humanos “superdotados” que permitieron a los grupos
de progenitores salir victoriosos contra los desafíos del hambre, del frío y
del miedo en la era glacial. En efecto –más allá de los factores de “bloqueo”
de la selección natural que hemos considerado y operan en las sociedades
avanzadas- hay otro que nunca será valorado suficientemente: es la riqueza convertida en el único factor de
competicion social, la riqueza que aniquila el héroe e instrumentaliza el
genio, el freno que bloquea cualquier válida selección natural en el mundo
moderno.
Es
la riqueza convertida en el Fin por antonomasia –con el bienestar elevado a
modelo de vida- la transgresión suprema
del orden natural de la vida en sociedad de los hombres. Es el afán de riqueza
y bienestar, es el absurdo predicar del derecho a la felicidad individual prometida y garantizada por el bienestar de
la riqueza, la “dementia” que destruye la armonía natural, que viola las leyes naturales, que vulnera el equilibrio natural.
Por
culpa de esta “transgresión” y de esta “subversión” el eje de las ventajas selectivas
se desplaza en perjuicio de los genotipos humanos más elevados y maduros, más
nobles y más “necesarios” para la supervivencia del grupo. Cuando la
superioridad de la inteligencia y del carácter no está asociada a un mayor
poder, cuando esta superioridad no es garantizada por una más amplia
transmisión de genes, ni se presenta como estímulo de “reproductividad
preferencial” entonces muere y se desvanece toda posibilidad de real elevación cualitativa del entero cuerpo
social. Al contrario, esas “reservas” de recursos humanos, constituidas por las
auténticas élites “naturales”, las únicas que podrían guiar y salvar sociedades que caminan ya en el borde del
precipicio.
Sergio Gozzoli
Sergio Gozzoli