"Hubo un tiempo en que el pensamiento era divino, luego se hizo hombre, y ahora se ha hecho plebe. Un siglo más de lectores y el Espíritu se pudrirá, apestará"

Friedrich Nietzsche

lunes, 24 de junio de 2013

EL MERCADO DEL TRABAJO O CÓMO LOS HOMBRES SE VUELVEN MERCANCÍA


[Antes de empezar ciclos nuevos, publicaré algunos breves artículos de Massimo Fini sobre temas variados.]
  
Massimo Fini


Il Gazzettino, 31 marzo 2012

  


Hoy se habla tranquilamente e impunemente de “mercado del trabajo”. Ni siquiera los sindicatos se escandalizan de que el hombre (sus energías físicas e intelectuales) sea considerado una mercancía. Pero antes de la Revolución industrial, en la sociedad de campesinos y artesanos, el hombre no había sido nunca una mercancía. Es el diverso modo de pensar, de concebir y de sentir al trabajador lo que marca la diferencia entre las sociedades llamadas “tradicionales” y la que se afirma con la Revolución Industrial. El señor, el maestro artesano, el amo del taller no consideran a sus dependientes una mercancía ni ellos se sienten tales. Las relaciones son tan totalmente entrelazadas, complejas y personales que el valor económico de las recíprocas prestaciones está englobado en ello y no puede ser separado. El feudatario puede considerar el siervo de su casa incluso una propiedad suya, pero siempre como una persona, no como cosa, objeto, mercancía. La actividad del dependiente está incorporada en su persona.



Cuando con la Revolución Industrial se separa conceptualmente y ficticiamente el trabajo (esto es la energía humana) de la persona que lo realiza y se objetiviza aquél, entonces el trabajo se convierte efectivamente en una mercancía que puede ser comprada y vendida, o también considerada caducada como todas las demás, y que como las otras está sometida a los mecanismos y las reglas del mercado. Entre ellas está, muy actual en tiempos de “despidos por motivos económicos”, la llamada “productividad marginal del trabajo” que es el valor añadido al producto por la incorporación de un trabajador más.



En la actual economía si este valor es nulo o insuficiente, al trabajador antes o después se le expulsa y tiene que buscarse otro sitio, donde su productividad marginal sea remunerativa. ¿Qué habría sucedido en la economía tradicional si en un campo, del cual diez personas vivían, alguien se hubiera dado cuenta de que el trabajo de dos de ellos era superfluo, siendo suficiente el de los otros ocho para mantenerlos a todos? ¿Habrían expulsado a los dos a patadas? De ninguna manera.



Se habrían dividido el trabajo entre los diez, aprovechando el mayor tiempo disponible para ir al bar, jugar a los bolos, cortejar a la futura esposa. A aquellos hombres les importaba satisfacer sus necesidades; cuando éstas estaban cubiertas, tanto mejor si repartiéndose el trabajo entre muchos se podían dedicar a otra cosa. Era gente generalmente ligada por vínculos de parentela y de cualquier manera por relaciones estrechísimas, que estaban juntos sobre la base de un proyecto existencial común donde “lo económico”, mientras la subsistencia estuviese garantizada, tenía una importancia secundaria respecto a los demás elementos de la vida. (P. Fitoussi, “El debate prohibido”).



Hoy somos unos “esclavos asalariados”, unos objetos, unas mercancías. No dependemos ya de hombres sino de empresas que dependen de bancos que dependen del dinero. Y en conjunto dependemos todos, también las moscas de los caballos que tiran del carro; piensan que son ellas quienes lo conducen y simplemente son quienes sacan tajada, en la más despiadada de las dictaduras y sin que ello provoque la menor inquietud; la dictadura de un mecanismo anónimo, sin rostro al que se llama “mercado”, es más “los mercados”.

lunes, 10 de junio de 2013

CARTA DE ÁLVARO OBREGÓN A SU HIJO






[El texto de esta semana no es una traducción porque - afortunadamente - mejicanos y españoles nos entendemos todavía en la misma lengua. Se trata de una carta del militar y político Álvaro Obregón, que participó en la Revolucion Mejicana y fue presidente de Méjico, dirigida a su hijo y fechada en el año 1928, el mismo año en que murió asesinado. Leyendo estas pocas líneas podemos observar la caída abismal que hay desde esta forma de hablar a los hijos a las necedades de la pedagogía moderna, y comparar una paternidad digna con la larva actual del "mammo". No es que haya grandes revelaciones en estas palabras, al contrario; son cosas básicas que siempre ha sabido casi instintivamente cualquier padre de recto criterio. Pero hoy en día parecen de otro mundo, y a la multitud de los necios le faltará tiempo para decir que son discursos "antiguos", "superados"... también esto da la medida de la decadencia actual de nuestra sociedad, que parece querer formar sólo niños mimados.]  

Cajeme, Sonora, junio 27 de 1928.

Sr.Humberto Obregón.

México, D.F.
Mi querido hijo Humberto:
  
Este día reviste gran trascendencia en tu vida porque marca la fecha en que llegas a la mayoría de edad, produciendo este acontecimiento la transición de mayor importancia en la vida del hombre. Hoy asumes, por ministerio de la ley, el honroso título de ciudadano y te substraes de la patria potestad que a tu padre ponía en posesión de la dirección de tus actos; asumes por lo mismo, toda la responsabilidad de tu futuro, sin que esto signifique -por supuesto- que yo me considere relevado de la constante obligación que los padres tenemos para aconsejar y apoyar a nuestros hijos. Y he querido, con motivo de esta fecha, darte algunos consejos derivados de los conocimientos adquiridos con mi experiencia y con el conocimiento del corazón humano, que la intensidad de mi vida me ha permitido adquirir y del privilegio que del destino he recibido al permitirme actuar en todas las clases sociales que integran la familia humana.
  
No pretendo incurrir en el error tan común en los padres, de querer transmitir su propia experiencia a los hijos; si la juventud es tan hermosa, lo es precisamente porque carece de esa experiencia. La experiencia no es sino el resumen de todas las rectificaciones que el tiempo, al transcurrir, viene haciendo del bello concepto que de la vida y de nuestros semejantes nos formamos, desde que entramos en posesión de nuestras propias facultades.

Lo primero que necesitan los hombres para orientar sus facultades en la vida, y para protegerse y defenderse de las circunstancias que le son adversas y que por causas ajenas a su voluntad convergen sobre su voluntad, es clasificarse.

Clasificarse ha sido uno de los problemas, cuyo alcance, son muy pocos los que saben comprender. Tú debes, por lo tanto, empezar por hacerlo y voy a auxiliarte con mi experiencia.
  
Tú perteneces a ese grupo de ineptos que integran, con muy raras excepciones, los hijos de personas que han alcanzado posiciones más o menos elevadas, que se acostumbran desde su niñez a recibir toda clase de atenciones y agasajos, y a tener muchas cosas que los demás niños no tienen y que van por esto, perdiendo la noción de las grandes verdades de la vida y penetrando en un mundo que lo ofrece todo sin exigir nada, creándoles una impresión de superioridad que llega a hacerles creer que sus propias condiciones son las que los hacen acreedores de esa posición privilegiada. Los que nacen y crecen bajo el amparo de posiciones elevadas, están condenados por una ley fatal, a mirar siempre para abajo,porque sienten que todo lo que les rodea está más abajo del sitio en que a ellos los han colocado los azares del destino, y cualquier objetivo que elijan como una idealidad de sus actividades, tiene que ser inferior al plano en el que ellos se  encuentran.
  
En cambio, los que pertenecen a las clases humildes y se desarrollan en el ambiente de modestia máxima, están destinados, felizmente, a mirar siempre para arriba porque todo lo que les rodea es superior al medio en que ellos actúan, lo mismo en el panorama de sus ojos que en el de su espíritu, y todos los objetivos de su idealidad tienen que buscarlos siempre sobre planos ascendentes.
  
Y en ese constante esfuerzo por liberarse de la posición desventajosa en que las contingencias de la vida los han colocado, fortalecen su carácter y apuran su ingenio, y logran en muchos casos adquirir una preparación que les permita seguir una trayectoria siempre ascendente. El ingenio, que no es una ciencia y que, por lo tanto, no se puede aprender en ningún centro de educación, significa el mejor aliado en la lucha por la vida y sólo pueden adquirirlo los que han sido forzados por su propio destino a encontrarlo en el constante esfuerzo de sus propias facultades. El ingenio no es patrimonio de los niños o jóvenes que han realizado ningún esfuerzo para adquirir lo que necesitan.
  
El valor de las cosas, lo determina el esfuerzo que se realiza para adquirirlas y cuando todo puede obtenerse sin realizar ninguno, se pierde la noción de lo que el esfuerzo vale y se ignora el importante papel que éste desempeña en la resolución de los problemas importantes de la vida, y el tiempo que nos sobra, nos aleja de la virtud y nos acerca al vicio. Y éste es el otro factor negativo para los que nacen al amparo de posiciones ventajosas.
  
Todos los padres generalmente recomiendan a sus hijos huir de los vicios. Yo he creído siempre que existe un solo vicio, que se llama "exceso" y que de éste, deben todos los hombres tratar de liberarse. Yo conozco casos de muchas personas que de la virtud hacen un vicio, cuando se han excedido en practicarla. Procura siempre no incurrir en ningún exceso y nadie podrá decir que tengas un solo vicio.
  
El objetivo lógico de todo hombre que se inicia en la lucha por la vida, debe encaminarse a obtener todo aquello que le es indispensable para la satisfacción de sus propias necesidades. Obtener lo indispensable y hasta lo necesario resulta relativamente fácil para un hombre honesto, que no practica ningún exceso que le reste su tiempo y le mengüe los ingresos de su trabajo. Cualquier esfuerzo encaminado a realizar estos propósitos, estará siempre justificado y es  siempre reconocido por todos nuestros semejantes, pero si se incurre en el error, tan común desgraciadamente, de caer bajo la influencia de lo superfluo, todo sacrificio resultará estéril, porque el mundo de lo superfluo es infinito, no reconoce límites y son mayores sus exigencias mientras mayor satisfacción se pretende darle.
  
Es lo superfluo el más grande enemigo de la familia humana, y a este imperio de la vanidad se ha sacrificado mucho del bienestar y de la tranquilidad que los hombres disfrutarían, si a sus imperativos hubieran logrado substraerse, y se ha perdido mucho del honor que en holocausto a lo superfluo se ha sacrificado.
  
De todas estas verdades, solamente pueden librarse los que, teniendo un espíritu superior, llegan a constituir las excepciones de las reglas que siempre se refieren a los casos normales. Si tú logras constituir una de esas excepciones, tendrás que aceptar que has sido un privilegiado del destino, logrando así para honor tuyo y satisfacción de tu padre, librarte de los precedentes establecidos y podrás crearte una personalidad propia, cuyo mérito lograrás sin esfuerzo que todos reconozcan.
  
Éstos son los deseos de tu padre y lo serían de tu madre, si a ella el destino no la hubiera privado de la infinita ventura que una madre debe experimentar cuando su hijo primogénito llega a su mayoría de edad, sin haberles dado a sus padres un motivo de rubor o pesar como es el caso tuyo.
  
Gral. Álvaro Obregón.
   


sábado, 1 de junio de 2013

LA CULTURA SUPERIOR



[Volvemos a Massimo Fini, autor que ya conocemos, con algunos de los breves artículos que publica regularmente en periódicos italianos y en internet.]

Massimo Fini

Il Fatto Quotidiano, 14 de Enero de 2012

La cultura superior. Se mea sobre los cadáveres de los enemigos muertos, se mea sobre los prisioneros, después de haberlos desnudado, escarnecido, fotografiado, llevado por ahí en una carreta para ridiculizarlos, se mea sobre sus símbolos religiosos. Mean los soldados de la cultura superior, casi como una purga simbólica de la podredumbre a la que pertenecen, pero no saben ya combatir. Por eso el más potente, moderno, sofisticado, tecnológico, robótico ejército que haya entrado nunca en escena, después de diez años de ocupación está perdiendo la partida en Afganistán y se ve obligado a mendigar del enemigo una ‘exit strategy’ cualquiera para enmascarar la vergonzosa derrota. Que además, y antes, de militar es moral.

Los Talibanes son feroces y crueles en la batalla, ciertamente, pero no se mean en los enemigos muertos, no se mean encima de los prisioneros y los tratan, mientras conservan este status, con respeto y, si son extranjeros, como huéspedes. Pueden matar, y matan, pero no torturan. Han conservado el sentido de sí mismos y de la dignidad, propia y de los otros; valores pre-políticos, pre-religiosos, de los cuales la cultura superior se ha vaciado completamente. Han intentado corromperlos de todas las maneras, a los Talibanes, pero no lo han logrado. Sobre la cabeza del Mullah Omar, su jefe indiscutible, hay una recompensa de 25 millones de dólares, pero en diez años no se ha encontrado un solo afgano dispuesto a traicionarlo por una cifra que es enorme en sí misma y casi inconcebible en esos lugares. En la cultura superior hombres ricos y potentes se venden por una estancia en un hotel, por un alquiler, un viaje en avión, por una nota de gastos mientras las mujeres, mujeres libres no oprimidas por la necesidad, se dejan comprar por 1.000 euros o poco más.

La CIA ha llegado al ridículo de ofrecer a los ancianos jefes tribales afganos, que tienen muchas mujeres, el Viagra. A estos niveles se ha rebajado la cultura superior. Los occidentales están siempre listos para acusar a sus enemigos de cometer violaciones (en el caso de los Talibanes algo ridículo, excluido precisamente por su fobia hacia el sexo)

Pero no dejan de proyectar, como se dice en psicoanálisis, su propia sombra. Si los Talibanes son sexófobos, los occidentales son sexomaníacos, pero no por un exceso de virilidad, sino por todo lo contrario, por impotencia, por extenuación; y se ven obligados a volar a Phuket para sacar, violando niñas, de su miembro flojo, además de meados, una gota de esperma.

Los occidentales, ahogados en la manteca del bienestar, ya no están acostumbrados al combate en sentido propio. El sudor y la ferocidad del cuerpo a cuerpo les produce horror, la vista de la sangre, si no es en la televisión, les hace desmayarse. En cuanto pueden sus soldados evitan el combate. Usan casi exclusivamente cazas y bombarderos contra un enemigo que no tiene ni aviones ni defensa antiaérea y por tanto está inerme. Y si en algún caso se ven envueltos en un encuentro a corta distancia, y sufren las fuertes pérdidas que, todos los días, infligen a los demás con la conciencia tranquila, lo sienten como una afrenta, como una deslealtad, una cobardía, algo de lo cual indignarse, un acto ilegítimo e inmoral. Para la cultura superior en cambio es moral que aviones-robot ataquen y maten teleguiados desde diez mil kilómetros de distancia, por pilotos que no corren ningún riesgo, ni siquiera el de ensuciarse los zapatos. En el otro lado hay, por el contrario, hombres, armados casi sólo de su propio coraje, de la feroz determinación a defender sus propios valores, justos o equivocados que sean, y que por esto se implican totalmente.

El presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, ha dicho: “”Si pudiese haría combatir sólo robots para ahorrar las vidas de nuestros soldados”. Pero el combatiente que no combate pierde cualquier legitimidad, cualquier dignidad y honor.

Esta es la cultura superior. Y yo me meo sobre ella.