[A partir de la próxima semana empezará el ciclo de textos tomados de "Sobre el Problema de una Tracición Europea" de Adriano Romualdi. Serán unas diez entradas y serán publicadas concadencia semanal, con algún texto intercalado de otros autores. Esta semana tenemos un artículo sobre las nuevas generaciones de jóvenes y adolescentes, víctimas de un modelo educativo y social que les hace ser esclavos mientras creen ser más libres que nadie.]
DOMENICO SAVINO
EL ÚLTIMO TABÚ
NOTA: El artículo parte del comentario de un suceso en Italia. Un
chico que agredió a otro y prendió fuego a sus cabellos. A raíz de esto los
medios empezaron a hablar de agresión neonazi porque el agresor exhibía el
símbolo de la esvástica.
Si un periódico como el Corriere
della Sera dedica una página completa al chaval de 14 años que ha quemado el
pelo de un coetáneo, evocando el espectro de la “pista neonazi” entonces algo
realmente no funciona.
No tiene nada que ver el neonazismo
con ese estúpido adolescente.
No porque falten las referencias o
porque los hechos no sean de alguna manera reales, sino porque en vez de
descargar las culpas sociales de tanta estupidez gratuita sobre el fantasma del
“hombre del bigote”, estas vestales del periodismo deberían mirarse en el
espejo y preguntarse si la inaudita carga de violencia que está plagando la psique
enferma de un número cada vez mayor de jóvenes y adolescentes es debida al
infernal “nacionalsocialismo de vuelta”, o al contrario se debe al mundo
paradisíaco al cual, como siervos necios, cantan periódicamente sus alabanzas.
Deberían preguntarse si por
casualidad esa educación devastante, por culpa de la cual nunca se les pone
frenos a los niños, en nombre de la dignidad y el respeto de la creatividad
infantil, nunca se les dice “no”, nunca se les impide hacer lo que quieran,
nunca se les regaña o abronca, castiga o –pardiez, si es necesario- corregidos
con un sano cachete, esa educación no es la causa primera y el origen de todos
o muchos de estos males.
Deberían preguntarse –estas
virgencitas de la información- si además de este círculo perverso, que hay
quien todvía se empeña en llamar educativo, hay que buscar las raíces, en vez
que en el doctor Goebbels, en un cierto fondo de permisivismo y libertinismo,
en el cual estamos y hemos sumergido a esos chavales.
Hay que preguntarse si años y años de
dibujos animados japoneses, kilos y kilos de figuras de monstruos e imágines
espectrales e infernales, horas y horas de series y películas con muertos y
coitos a repetición, además de pornografía a espuertas en cada quiosco, tienen
algo que ver con la violencia que se difunde.
Porque nos habían enseñado que
enseñar la violencia a los niños sirve para exorcizarla. Lástima que se les
haya olvidado leer el capítulo sobre los efectos emulativos de la violencia. Y
aquí estamos…
Nos habían contado también que la
pornografía era liberadora y reduciría el nivel de violencia de las relaciones
humanas y sexuales.
Y en cambio hasta un niño puede
comprender (y en efecto lo entienden, desgraciadamente) que a fuerza de
machacarse con masturbaciones, después alguno intenta transformar en realidad
sus sueños eróticos y si la chica de turno no consiente, lo que hay que hacer
lo han aprendido en las películas que deberían exorcizar la violencia.
Tanta estulticia no es casual, sino
la consecuencia final, científicamente buscada, de un proceso, que tiene como
intérprete quien hace de la disolución de los individuos y del cuerpo social el
propio insidioso proyecto de construcción de un “mundo nuevo”.
Está claro para todo el mundo que
los modelos educativos y comunicativos no son para nada el fruto casual de la
libre elaboración teórica de los individuos, sino el producto seleccionado de
líneas culturales claramente identificables.
Esta contra-educación tiene el
objetivo final de eliminar en la estructura misma de la formación de la
personalidad el principio, esencialmente paterno y viril, de autoridad, para
convertir los individuos en esclavos, esclavos ante todo en el alma. Autoridad
–tengámoslo presente- tanto soportada como ejercitada, anulando por
concecuencia el principio de la responsabilidad y por tanto toda posibilidad de
cultivar en el espíritu de las personas la libertad de las propias decisiones,
la fuerza de vivirlas y proponerlas.
Todo ello para implantar un modelo
pseudo-educativo de tipo matriarcal, en el cual el niño absorbe casi por vía
parenteral cada cosa del mundo que le rodea, simplemente viviendo las
experiencias, sin filtro, sin fatiga, sin contrastes y sin esfuerzo, sin
aceptación y por tanto sin rechazo: enorme y anormal feto, que nunca llega al
final de la gestación, y así destinado inevitablemente a nacer a la voda
lacerando con violencia el contenedor amniótico pseudo-uterino, formado por la
civilización de las madres, de las abuelas, de las maestras, de las
catequistas, de las profesoras, de las educadoras, las asistentes sociales, las
pediatras, que se han esforzado para que –único valor- el “nenazo” no se
convierta en un violento. Este “modelo líquido” encuentra en la modalidad del
“parto en el agua” una especie de signo.
Nacido sin esfuerzo, de aguas en
aguas, el “niño de agua dulce” crece en el acuario de la vida que ha sido
preparado para él, nutrido abundantemente con todo tipo de alimentos, sin poder
probar jamás el sabor acre del mar abierto.
Está claro que la violencia, en
estas condiciones, se convierte en algo necesario, porque para quien la
ejercita aparece como mayéutica y liberadora: bien lo saben los que proyectan
estos modelos educativos y comunicativos, pero saben también que. Mientras la
violencia se descargue sólo a nivel individual, en vez de hacer entrar en
crisis el sistema, lo refuerza.
Después de la violencia, en efecto,
todos piensan que es evidentemente necesario inculcar en los “niños de agua
dulce” ulteriores dosis de dulzura, explicando que la violencia hay que
achacarla al resurgir de una agresividad ancestral que debe ser domesticada,
por culpa de la supervivencia del “modelo autoritario”.
Al final, de dulzura en dulzura
llegamos a una especie de “diabetes pedagógico”.
De esta manera los creadores de la
“matriz de agua dulce” usan el instrumento, por ellos mismos generado y
alimentado, para reforzar la propia hegemonía cultural, culpando al modelo
antagonista las consecuencias que la misma matriz genera.
Realmente una técnica genial y
diabólica.
Por tanto aquella violencia no hay
que condenarla por sí misma, porque manifiesta pradójicamente un anhelo
opuesto, el de una resistencia, en la cual el individuo encuentre ante todo en
la lucha, es decir en la capacidad de confrontarse con lo que le es extraño y
adverso, la identidad de sí mismo, la capacidad de ser señor y dueño de sí,
hasta el punto de vencerse y de donarse totalmente a la muerte para no
responder a la violencia con la violencia: es la tipología del asceta, que
habiendo vencido por dentro la batalla contra sí mismo, se deja dominar por la
violencia, para no permitir que lo asimile. Es la figura del Cristo que se deja
desgarrar por la violencia y la impotencia de los hombres; no tiene necesidad
de mostrar con una ostentación de potencia la propia omnipotencia.
Aparentemente vencido por la violencia, él mismo la vence, atravesando su fruto
extremo –la muerte- y resurgiendo.
En cualquier caso la violencia
inquietante que se extiende es una señal, más allá de una condena moralista, un
problema serio, un grito desesperado de vida auténtica: es en cierto sentido un
modo extremo y primordial de nacer a la vida, de afirmar una existencia autónoma,
de volver a ser salvajes, como se debería ser un poco cuando se es niño, libres
de trepar, ensuciarse, arañarse las rodillas, tirar piedras y jugar a la
guerra, para ser de mayores hombres libres y ciudadanos. En cambio, ocupados
por todo tipo de lecciones, catequesis, entrenamientos, cursos, actividades
extraescolares, cumpleaños, los niños se deforman, se vuelven obesos, asumen
las mismas, pérfidas expresiones y miradas de sus obscenos y modernos cartoons, multiplican los caprichos como
una forma impotente de rebelión pero –ay- no encuentran la orilla.
Nadie está dispuesto a enfrentarse
con ellos, a tomarles en serio: nadie les grita, les reprende, les corrige, les
zurra, si es necesario.
Se les contenta o ignora, más a
menudo se les chantajea.
Algunos enferman, se vuelven
anoréxicos, se encierran en sí mismos.
Otros, al contrario, viven para el
vientre y se vuelven bulímicos.
Otros deciden de alguna manera
convertirse en salvajes de mayores, echarse al monte desde el punto de vista
del modelo de perfección en el que se les obliga a vivir: se convierten en una
banda.
Lo padres, para liberarse de ellos
y vivir su vida, sus amistades, sus transgresiones, les han dado, después de la
televisión, el instrumento perfecto: el teléfono móvil.
Con él ya desde pequeños los
chavales se construyen un mundo paralelo, cuya existencia los padres descubren
quizás cuando van a retirar del depçosito de cadáveres los efectos personales
de sus hijos algunos años después.
Allí, en las llamadas y los
archivos de esos móviles, descubren las obscenidades de sus hijos, la cara
oscura de sus monstruosas “caras de ángel”.
Y se desesperan.
Es lo que ha sucedido en tantas
historias terribles que hemos leído en los periódicos y recientemente el
bárbaro crimen de Lorena Cultraro, la muchacha de catorce años de Agrigento
asesinada por sus coetáneos, porque quizás estaba embarazada de una de ellos,
al cual estaba quizás pidiendo ayuda para “resolver el problema”.
Lo que significa que también ella
era parte de ese mismo mundo.
Con catorce años muchas chicas
probablemente ya han estado con más de un chico y se preguntan qué hacer con
esa vida nacida desntro de un cuerpo, cuerpo que los jóvenes están
acostumbrados a usar como una riñonera que se rellena y se vacía según las
necesidades y las ganas.
Nadie les ha enseñado a “sentir” el
cuerpo: si les duele algo (y muy a menudo niños y chavales ya sufren dolores de
cabeza) tienen disponible enseguida un analgésico, el mismo que toma la mamá,
incapaz de sostener los mil papeles que está obligada a asumir en esta
sociedad, delicia de libertades.
Estos progenitores, a la deriva,
confundidos, malsanos en el cuerpo y más a menudo en el espíritu, ésos que
hablan de la psicología de sus hijos sin entender de ella un pimiento, ésos que
repiten de memoria las letanías de su juventud fracasada y las actualizaciones
que ven en televisión, ésos que por primera vez en la historia han copulado con
autoconciencia, tenido hijos con autoconciencia, elegido con autoconciencia,
elaborado, discutido, sometido a crítica, a análisis y autoanálisis, al final
son los que han confiado a la televisión, a la escuela, a las instituciones el
cuidado de sus hijos.
Por sus frutos los conoceréis: son
los hijos de la primera generación moderna, los hijos de las flores y de la
contestación, los hijos de la primavera del Concilio y del 68, los hijos de
este espíritu de modernidad que estaba llamado a rejuvenecer y cambiar el
mundo.
Y en efecto el mundo lo han
cambiado: teleguiados, como les ha sido sugerido por aquéllos que les han
utilizado para abatir el “viejo mundo”.
Este es el nuevo mundo, el mundo de
ellos, ésta es su “revolución”.
Son ellos la primera generación producida
por la programación psíquica, ellos mismos incapaces de darse cuenta de que ese
modelo cultural, de relación, educativo y social que han tomado como base para
su ostentada modernidad, está centrado en el método de la persuasión taimada,
de la reiteración continua de ese mismo modelo y está orientado a la creación
de mentes y psicologías de esclavos, tan refinado que incluye un aespecie de
servofreno, capaz de activarse para oponerse a cualquier forma solar,
consciente, libre y determinada del existir.
En resumen a cualquier Autoridad
verdadera.
Y es precisamente partiendo de esta
“trama de conciencia” inconsciente y lunar que comprendemos cómo a veces basta
una nadería para activar en la psique individual o de grupo el “relámpago” de
locura destructiva, de frente al cual no se puede oponer más que una estúpida
desesperación o la retórica vacía de alguna homilía en los funerales.
Los padres lo experimentaron en
aquellos años de plomo y heroína.
Los hijos en estos años de plástico
y cocaína.
Y no pensemos que se trata de una
casualidad: quien elabora estos modelos sabe -repito- que la elaboración de la
violencia, del luto, de la sangre en el interior de una matriz sirve para
nutrir la matriz misma. Porque de ello se trata: detrás de la moderna
pedagogía, la cultura dominante, la psicología dominante está precisamente el
diseño de forjar una matriz psíquica que responda constantemente a precisos
estímulos emocionales, manteniendo la conciencia en un perenne estado de
excitación y vibración, sintonizada en ciertas frecuencias, estimuladas
continuamente con imágenes, sonidos, emociones, símbolos, palabras, gestos,
estilos: toda una colección de pulsiones, incluso activables a distancia, de
manera más o menos subliminal.
Entre la exasperación mediática de
los partidos, la violencia en los estadios, el luto y la condena de esta
violencia y su representación en un ciclo continuo, se trata del mismo mecanismo de reproducción que existe
entre la imagen obscena, la violencia sexual, la condena de la violencia. Todo
dentro de este circuito se vuelve multiplicativo.
Esa misma matriz está al mismo
tiempo programada para rechazar como opresivo cualquier tipo de regla, de
norma, ley, ethos.
¡No escucharéis a ninguno de los maitre à penser que para frenar la
violencia habría que impedir la proyección de determinadas películas, impedir
que ciertos programas sean ofrecidos a chavales y adultos (“adulto y con su consentimiento” es la frase clave), que habría que
prohibir ciertos programas demenciales, inhibir cierta información escandalosa!
Aún menos alguien admitirá que si
se quiere realmente reducir la difusión de la violencia sexual, se debe dejar
de excitar continuamente a la gente con desnudeces cada vez más húmedas, con
imágenes cada vez más refinadas, detalles fetichistas, sonidos jadeantes,
provocaciones cada vez más frecuentes, por todas partes: desde la cerveza, al
yogur, al station wagon, hay siempre
un muslo, un glúteo, un seno, un pectoral, una mirada asesina, un respiro
entrecortado, una lengua que te acaricia el hipotálamo. Quien tiene el poder de
control sobre las matrices culturales sabe que su poder está estrechamente ligado
a la expansión del “foeminino”,
porque actuando sobre los impulsos primarios en ausencia de personalidades
estructuradas, lúcidas y volitivas se manejan los movimientos del ánimo, como
se mueven los hilos para manejar una marioneta.
Por esto la matriz genera y graba
en las mentes como valor supremo el de la libertad, entendida como libertad de
gestionarse a sí mismo, que en la acepción vulgar quiere decir esencialmente el
propio cuerpo: en una palabra libertad es sustancialmente libertad de gozar de
todos los placeres, especialmente de todo placer sexual, en cuanto primordial.
Ahí está todo Freud: es inútil,
además de injusto, poner trabas a lo que es incontenible, el subconsciente. Por
tanto la libertad no puede tener límites, ni siquiera los que derivan de la
aberración de los propios abusos.
De esta manera se domina a las
personas, haciéndoles creer que son libres.
Y esto empezando por las familias.
Hasta un cierto momento la cosa parece funcionar: si prestamos oídos a los padres,
sus hijos son todos genios y angelitos.
No necesitan que se les corrija,
comprenden, son responsables, bien en el colegio, se divierten, están bien, son
felices. Las mamás hablan con ellos, son amigas. Los papás en su mayor parte no
están, o si están, son inútiles, son “mammos”. Ninguna mancha, ninguna sombra,
ningún problema.
Todo es fluido, dulce, hasta el
punto de que los padres se convierten en cómplices de los hijos: los defienden
contra los profesores si éstos les regañan.
El método hasta el inicio de la
pubertad (por lo demás cada vez más precoz) parece funcionar. Lástima que sean
precisamente los años decisivos…
Este funcionalismo evita ante todo,
a padres y educadores, asumir las dimensiones del conflicto generacional y es
por ellos aceptado porque por lo menos durante la infancia parece más simple y
eficaz en las relaciones con los chicos: pero también se basa en un código
implícito, el del chantaje sutil, del premio/sanción, como sucede en el
adiestramiento de los perros. Resultado: tras el aparente buenismo de los
padres y superiores se desarrolla la más tiránica forma de relación
interpersonal.
Pero en cuanto pueden los chavales
se escaquean: a menudo, aparentemente, fingen seguir el juego, pero solo para
recibir los premios y evitar las sanciones, construyendo en otra parte una
identidad opuesta.
Desprogramados metodológicamente y
por tanto científicamente a la aceptación de cualquier forma de orden
constituido, de manera que quien ose proponer de forma clara, directa,
transparente, un principio o una regla sea rechazado impulsivamente, siguen su
condicionamiento y se rebelan cuando el progenitor empieza a ser percibido, aun
de una manera “suave”, como conflictivo: suavemente ellos se retiran, desaparecen
en su mundo, donde viven toda la libertad y las transgresiones para las que han
sido educados.
Programados para absorber casi por
ósmosis cualquier impulso inconsciente que se les transmita a través de una
serie de códigos y símbolos teledirigidos, a menudo los chavales tienen una sola
salida para liberarse de esta jaula de bondad que les rodea: hacer exactamente
lo que los otros jamás se esperarían, vioalr en el propio cuerpo o en el de
otros el dolor de una opresión suave que se soporta y la impotencia de
rebelarse a los propios “superiores/opresores”.
El asesinato, la violación, la
sexualidad desviada, los maltratos, la violencia gratuita, son el signo
simbólico, como la autodestrucción del propio cuerpo, con la droga, la anorexia
o la bulimia, o la velocidad…es lo mismo.
Es de todos modos un modo de
evadirse, desaparecer, regresar a la amniótica relación que libera de la
responsabilidad.
El hecho es que sin conflicto no
hay crecimiento: la violencia gratuita no es más que una forma de conflicto
desviado.
A medida que el tiempo pase y las
generaciones programadas de esa manera vayan creciendo, la necesidad imperiosa
de violencia se difundirá, en edades más tardías y también más tempranas: es
decir llegará a edades cada vez menores, y no sólo adolescentes o jóvenes sino
también jóvenes maduros.
En todos aquellos episodios en que
la violencia sirve como marca de la propia existencia, buscar una clave externa
y encontrarla en una esvástica prueba que no se ha entendido nada o –más
probablemente- la mala fe. En la sociedad en la cual está prohibido prohibir y
cualquier ethos ha sido abolido en el
nombre de la reivindición progresiva de espacios de libertad cada vez más
amplios, no hay que asombrarse si alguien decide interpretar la propia libertad
incendiando el cabello de un coetáneo. ¡Qué nazismo ni qué ocho cuartos!
Paradójicamente, si el nazismo se
convirtiese para alguno de estos pequeños monstruos una razón de vida nos
podríamos hasta alegrar.
Esa violencia por lo menos sería
comprensible, de alguna manera estaría al
menos “nobilitada” por una visión del mundo.
Al contrario, en el caso del chaval
de catorce años el nazismo tiene que ver sólo como un ulterior exhibicionismo,
para mostrarse a sí y a los demás como malote
de un modo más extremo.
Sin embargo, la violencia gratuita de
la cual capas de jóvenes cada vez más amplias se nutren, no puede aparecer
suficiente en sí misma ni siquiera a las
mentes enfermas de quienes la cometen. También ellos podrían sentir la
necesidad de validar el impotente delirio de depravación de sus corazones
refiriéndose a una instancia superior, de ligar sus gestos a una “visión del
mundo”.
Ese estúpido chaval de Viterbo, que
se nutre de manera fetichista con imágenes y símbolos probablemente descargados
de Internet y de los cuales no conoce el significado, es el testigo viviente de
que el límite de la transgresión ha superado lo que los inmoralistas tolerantes
habían imaginado.
Creían ellos saciar el abismo de la
conciencia arrojando a los ojos de los chicos las imágenes de cuerpos
maltratados, la pornografía de imágenes cada vez más extremas, el uso cada vez
más precoz de sustancias capaces de alterar el estado de conciencia. Se
equivocaban.
Será inevitable que en la mente de
las personas y sobre todo de los chavales aparezca cada vez con mayor frecuencia
la necesidad de alguna forma de orden, de estructura, que reintegre el caos de
la disolución inducida y de las conciencias líquidas, de manera que
acostumbrados a la transgresión como método, podría suceder que el mecanismo se
activase contra sus mismos creadores, donde no estaba previsto, y que se
dirigiese a la última transgresión que queda: el nazismo.
Es éste el último tabú, capaz de
seducir con su mitologías y sus oscuras pero deslumbrantes simbologías un
entero mundo juvenil, en búsqueda de una transgresión extrema a la “libertad
del caos”.
Y he aquí que la fascinación oscura
de la Orden Negra, el ángel de la muerte con su espada flamígera como el
símbolo deslumbrante y vengador de una vida que parece insoportable y estúpida.
La Orden Negra, alguna forma nueva
de Orden Negra quizás pigmentada de otra forma, podría parecer el refugio, el
lugar acogedor en que el instinto encuentra un camino y la violencia gratuita
adquiere en el laberinto hipnótico del subconsciente una cierta forma de significado
y satisfacción.
Esto debería sin embargo asustar a
quienes tienen las palancas con las que manipular el mundo y las conciencias.
Poe ello surge una duda: que la evocación
actual de la Orden Negra, mucho más allá de sus dimensiones reales, sea el enésimo
recurso de quien, gnósticamente, sabe que no puede seguir existiendo más que
nutriéndose de las larvas de conciencias atrofiadas y erosionadas, a través de
espectros que resurgen continuamente para perpetuar el propio “Orden Caótico”.
Que, en resumidas cuentas, la
enfatización de un espectro, el nazi, sirva para desviar las contradicciones
del propio sistema, descargando las propias culpas y así purificando el propio
mundo de toda responsabilidad en la violencia.
Tengan cuidado éstos de no
exagerar, de no llegar al punto en que esta sociedad aparezca tan podrida a
muchas personas como en los tiempos de Weimar. Estos aprendices de brujo, que
no evoquen fuerzas que luego no consiguen controlar.
O al menos que después no se hagan
las víctimas.