El defecto fundamental de la mujer no es la
injusticia sino la sed de poder
Francesco Lamendola
Para
Schopenhauer, autor de un libelo de diecisiete capítulos sobre “El arte de tratar a las mujeres”, el
defecto fundamental de la mujer es la injusticia, porque siendo más débil que
el varón, para prevalecer no puede recurrir a la fuerza, sino que debe recurrir
a la astucia.
Esta nos
parece una tesis bastante débil, por lo menos por dos razones. La primera es
que, en cualquier contienda, cada uno lucha como puede y con las armas que
tiene; sería muy distinto, y algo mucho más interesante, preguntarse porqué la
relación entre el hombre y la mujer deba degenerar sistemáticamente en una
confrontación que debe terminar con un vencedor y un vencido. Pregunta incómoda,
pero que valdría la pena plantearse, en vez de declarar que la mujer se sirve
de una estrategia basada sobre la astucia. Sería también interesante
preguntarse si la relación de la mujer con las demás mujeres está basada
esencialmente en un espíritu de competición; porque si así fuera –como creemos
y hemos sostenido otras veces- entonces habría que reflexionar sobre la
enraizada tendencia agresiva y prevaricadora de la mujer, independientemente de
que se encuentre de frente a un varón o a otra persona de su sexo.
La segunda
razón es que la falta de sentido de la justicia no es, nos parece, una
consecuencia del uso de medios taimados en la lucha sino, acaso, es la causa:
el sentido de la justicia o se posee o no se posee. En el primer caso se tiende
a actuar siempre lealmente con el prójimo y también con el adversario; en el
segundo se tiende a un comportamiento taimado y desleal, para alcanzar el objetivo
prefijado. Por tanto, si la mujer está privada del sentido de la justicia o lo tiene
en medida insuficiente, ello no deriva de su presunta “debilidad” de frente al
sexo masculino. ¿Quién dice, además, que la mujer sea más débil?
¿A nivel
físico? Para nada: se ha observado repetidas veces, por ejemplo cuando una
caravana de emigrantes debía pasar el invierno en el corazón de las montañas,
sin provisiones y sin la posibilidad de alimentar el fuego (como sucedió en la
trágica expedición Donner, diezmada por el hielo en Sierra Nevada en 1846-1847),
que las mujeres conseguían sobrevivir más que los varones, demostrando poserr
un físico más robusto y adaptable, aunque generalmente menos musculoso: pero la
musculatura no es sinónimo de la fuerza global.
¿A nivel moral? También aquí se podrían
citar muchos ejemplos para mostrar que, en tema de fuerza de ánimo y capacidad
de afrontar las más duras adversidades de la vida, la mujer, hablando en
general, está mucho más dotada que el hombre y se las sabe arreglar mucho
mejor. Es ella el sexo fuerte, no el masculino.
Por tanto habría que darle la vuelta al
razonamiento de Schopenhauer (en verdad no puede decirse que haya dado lo mejor
de sí mismo como pensador en este librito, aunque también es pueril acusarlo de
misoginia, sólo porque hablaba de las mujeres sin temor reverencial o, como
dicen los psicoanalistas, sólo porque tuvo una relación difícil con la madre).
La mujer siendo el sexo fuerte no teme medirse con el hombre. Sabe que en
paridad de condiciones muy probablemente terminará venciendo, también porque el
varón, en su inmensa ingenuidad, considera poco decoroso querer prevalecer
sobre una criatura débil e indefensa, y a menudo baja las armas resignándose a
a la derrota por pura caballerosidad.
Sobre la falta
de sentido de la justicia, puede que Schopenhauer, no obstante lo ilógico de su
razonamiento, haya dado en el clavo cuando llega a sus conclusiones; quizás la
mujer adolece más que el hombre de esta falta, considerando la extremada
desenvoltura con que la mujer pasa por encima de las promesas más apasionadas y
reconstruye la propia vida tras las separaciones más dolorosas, con una falta
de escrúpulos y de remordimientos que dejan estupefactos a muchos hombres (es
inútil apuntar que también algunos hombres muestran el mismo comportamiento, sin
embargo estamos convencidos de que no es típicamente masculino, mientras sí es
típicamente femenino).
Si mantener
las promesas o considerar sacro un juramento es índice de sentido de la
justicia; si lo es aborrecer las malas acciones, como conquistar la confianza
de otro ser humano y luego usarlo según la propia conveniencia, dejándolo
cuando ya no sirve, entonces este defecto es ciertamente más típico de la mujer
que del varón. Y ello se puede observar tanto en las relaciones de la mujer con
el hombre, como en las relaciones de la mujer con las otras mujeres, y
particularmente con las que parecían ser sus amigas más íntimas.
Lo repetimos:
hay también hombres que se comportan así con sus amantes, con sus amigas y sus
amigos, sin sentir remordimientos ni vergüenza: pero esta no es la norma, por
lo menos para un verdadero hombre; para un hombre de verdad, comportarse así es
inconcebible. Cuando actúa de tal manera, quizá también recurra a calumnias, murmuraciones
e insinuaciones para atacar a sus adversarios, y todo ello significa que en él
está presente una fortísima componente femenina. Y como es evidente, no se
trata de la mejor y la más digna de admiración.
De
cualquier manera, no nos parece que la injusticia sea el defecto esencial de
las mujeres, aun siendo ciertamente uno de sus defectos más marcados; y siempre
con las debidas excepciones, como demuestra el caso de la Antígona de Sófocles
que arriesga la vida en su desafío contra una ley moralmente injusta, para dar
dignos honores fúnebres al cuerpo del hermano Polínice. Pero Antígona es,
precisamente, la excepción que confirma la regla.
No. El defecto fundamental de las mujeres es a
nuestro parecer la firme, tenaz, aunque generalmente bien disimulada, voluntad
de dominio, de ejercer un control sobre los demás, de imponer su paso y el
ritmo que ellas deciden, recurriendo a todas las estrategias posbles para
alcanzar este fin. El disimulo, la ocultación, la mentira, la traición a la
palabra dada, son por ellas utilizadas –sin el menor escrúpulo y con rarísimas
manifestacones de arrepentimiento- en la medida en que pueden conducir al resultado deseado.
La mujer, más
que el hombre, está devorada por una abrasadora sed de poder: expresión que hay
que tomar en su significado más amplio y general, no sólo en el campo de la
política. Aunque por otra parte los ejemplos de Zenobia, de Marozia, de Isabel
de Inglaterra, de Golda Meir e Indira Gandhi, sólo por nombrar algunas,
muestran suficientemente cúan lejos de la verdad están los que afirman que el
genio de la mujer no es esencialmente político o, en cualquier caso, lo es en
medida infinitamente menor que el del hombre.
El poder
político es sólo un aspecto, es verdad que el más aparente, pero en nuestra
opinión no el que más a fondo llega e impregna la vida y la sociedad. Si nos
preguntamos quién tiene el poder en muchísimas parejas, en muchísimas familias,
en muchísimas oficinas, en muchísimas instituciones, sean públicas o privadas,
se terminará constatando cómo la mujer, actuando de manera menos llamativa y evidente,
pero mucho más sutil y determinada que el hombre, ha conseguido conquistar
posiciones de absoluta preeminencia, que a menudo son prácticamente
inexpugnables. La gran mayoría de las mujeres no aman una relación de paridad:
desean prevalecer. Pero son lo bastante listas para no dejarlo ver, por lo cual
actúan con extremada habilidad para disimular su objetivo, que es el de
conquistar una posición de poder, generalmente afectivo, desde la cual imponer
a la otra parte –hijos, maridos, amigos, amigas, colegas, amantes, etcétera- la
línea de conducta más ventajosa para ellas. En particular reservándose la
posibilidad de concederse o negarse cuando y cómo lo desean y sin que a la otra
parte le sea reconocido un análogo derecho.
Así, lo que ellas ni conceden ni perdonan a los
demás, se lo reservan para ellas mismas con total tranquilidad y, casi se
diría, con total inocencia, si fuese posible usar sin sonrojarse la palabra en este
contexto; consideran natural, e incluso un deber, que los demás se adapten con
paciencia a todos sus humores, a su avanzar y retroceder; pero no aceptarían
nunca, ellas, tener que adaptarse a comportamientos análogos por parte de los
demás.
La mayor parte de las mujeres están
acostumbradas a no conceder nada, ni siquiera una sonrisa, sin que haya detrás
un cálculo preciso, y siempre cuidando de que cualquier mínima concesión por su
parte tome la forma de un don generoso que los otros, si fuera por ellos, no se
merecerían; así son propensas a retirar en cualquier momento todos aquellos
gestos o comportamientos que han generado esperanzas o expectativas en los
demás, y siempre con el mismo fin: evitar el ponerse en la posición de “deber”
algo a alguien, evitar dejarse apresar en esquemas que se puedan preveer y
menos aún dar por sentados.
En resumen, la mujer quiere ser siempre la
que lleve la batuta en el juego, en cualquier juego, también en los que no quiere
participar: porque raramente será tan directa que diga “no” y basta; muy
probablemente mantendrá a los otros en la duda, dejando entreabierta la puerta
tras de sí, sin decir de manerta categórica ni sí ni no. Lo que en los demás, y
especialmente en el varón, juzgaría una intolerable descortesía, por su parte
lo hace tranquilamente, y se sorprendería mucho si alguien le hiciera notar
cúan ensordecedoras sean sus inesperadas desapariciones y cuán invasivas sus
entradas, igualmente repentinas.
No hay nada de pérfido, de diabólico, en todo esto;
y no hay nada de misógino en decir tales cosas. Las mujeres no son pérfidas o
diabólicas porque persiguen el poder: probablemente lo hacen por un instinto
ancestral, que tiene que ver con la maternidad y con la responsabilidad de
proteger a los hijos y de asegurar la colaboración del padre.
Cierto,
como todos los instintos también este habría que tenerlo controlado con la
razón y con la voluntad, para evitar que llegue más lejos de lo que es necesario
y justo, terminando por volverse destructivo, en el sentido de que llega a
entrar en conflicto con los mismos objetivos que son su razón de ser.
Por ejemplo, una madre excesivamente celosa y
posesiva terminará por inducir a los hijos a alejarse de ella; pero no del modo
que es justo y natural, como los aguiluchos que cuando llega el momento
levantan el vuelo y se van del nido; sino de manera negativa, con acritud y con
ásperas recriminaciones por ambas partes.
Lo mismo vale
para el instinto de la mujer que quiere retener consigo al propio hombre, el
padre de sus hijos: si el juego se ve demasiado claramente, el hombre siente
que se ahoga, se siente manipulado y encerrado en una jaula y termina, antes o
después, por escapar de una relación que al final le parecerá una auténtica
prisión.
La verdadera
habilidad de la mujer está en perseguir sus finalidades de poder sin dejar que
se note demasiado, es más sin que se vea mínimamente; de una mujer así se dice
que tiene estilo, clase, etcétera.
Es casi inútil
observar que la verdadera mujer de clase no es simplemente la que consigue
disimular sus juegos de poder, sea en la pareja, en la familia o en el ambiente
de trabajo, sino la que logra mantener su propio instinto de poder dentro de
unos límites razonables, y a construir con las otras personas relaciones
basadas en la medida de lo posible sobre la confianza, la justicia, la sinceridad
de los sentimientos.
Sólo una mujer
de este tipo conseguirá encontrar receptividad en personas de calidad, sean
hijos o maridos o amigas o cualquier otro: porque lo similar atrae a lo similar
y la tendencia a manipular funciona como catalizador de otras tendencias, no
precisamente nobles, en el ánimo humano: la tendencia a comportarse de manera
taimada, a intrigar, a engañar, a instrumentalizar al otro.
En
breve, se cosecha lo que se ha sembrado; y querer ejercer un control egoísta
sobre el otro no puede más que producir los frutos amargos de la falta de
armonía y la infelicidad, que dejan tras de sí largas secuelas de decepción,
rencor e incluso deseos de venganza. El tipo femenino mejor no es, por tanto,
el que no conoce el instinto de dominio y de manipulación sobre los demás, sino
el que lucha victoriosamente contra sus excesos y consigue transformar en
virtudes admirables las que, de otra manera, se revelan inevitablemente como
defectos más bien graves.
Sólo este tipo
fermenino “superior” puede ser una madre amorosa, sin ser sofocante; una hija
afectuosa, sin estar sometida; una colega de trabajo disponible y generosa, sin
perder su personalidad; y una compañera leal y apasionada del hombre.