Massimo Fini
Este es el primero de una pequeño ciclo de textos dedicados a la crítica de la democracia.
El rebelde de la A
a la Z: entrada “democracia”
La democracia
representativa, la democracia liberal, la “democracia real”, en la que
concretamente vivimos, es una parodia, una ficción, un fraude, una estafa. Es un
ingenioso sistema para dar por culo a la gente, y sobre todo a la pobre gente,
con su consentimiento.
Porque no es la
democracia, sino un sistema de minorías organizadas, de oligarquías políticas y
económicas estrechamente entrelazadas, ligadas a menudo a organizaciones
criminales y en parte ellas mismas criminales, que oprimen al individuo
aislado, el que se niega a afiliarse, a someterse a un humillante vasallaje, a
besar chanclas, es decir justamente aquel hombre libre del cual el liberalismo
quería valorizar la capacidad y el mérito, sus potencialidades y que sería el
ciudadano ideal de una democracia. Si de verdad existiera. En lugar de ello se
convierte en la víctima designada.
Acerca de todo ello
la escuela elitista italiana de principios del siglo XX (Vilfredo Pareto,
Gaetano Mosca, Roberto Michels) ha escrito palabras definitivas. Objeciones y
críticas a la democracia representativa que tras ellos ninguna alquimia
jurídica ha conseguido rebatir.
Escribe Gaetano
Mosca en La Clase Política: “Un centenar de sujetos que actúen siempre
al unísono y de acuerdo unos con otros triunfarán siempre sobre mil que no
tengan ningún acuerdo entre ellos”. El voto del ciudadano individual,
libre, no afiliado, se diversifica y se dispersa, justamente porque es libre,
mientras las estructuras de los partidos eligen primero los candidatos y luego,
con coaliciones, también los elegidos (en el sistema mayoritario o el
proporcional con listas de preferencias preordenadas no tienen ni siquiera que
tomarse esta molestia: los elegidos se escogen directamente desde arriba) […]
Con las
elecciones, falseadas desde el principio porque las minorías organizadas
prevalen sobre la mayoría de los ciudadanos considerados uno a uno, las
oligarquías políticas se adueñan ante todo del Estado y de las Instituciones a
través de las cuales ejercitan un poder formalmente legal, pero sustancialmente
arbitrario, por la manera en que se ha obtenido, origen de ulteriores abusos. En efecto, las
oligarquías pueden actuar en una vastísima area gris, ni legal ni abiertamente ilegal,
y por tanto inaferrable, de abusos y atropellos contra los cuales el ciudadano
carece de defensa a causa de su
indeterminación jurídica y porque está aislado. Piénsese, por dar dos ejemplos,
en todo el sistema de clientelas organizado por las oligarquías con el cual
favorecen a sus adeptos y secuaces, con perjuicio y mortificación de los demás,
o -especialmente en Italia- en la ocupación de las televisiones estatales por
los partidos.
Por último, los
miembros de las oligarquías pueden operar en la sombra, completamente fuera de
la ley o en conflicto con ella, esto es de manera inequívocamente criminal,
seguros de la impunidad que les da el entramado de intereses que unen el mundo
político, económico, financiero, bancario, periodístico y sus allegados que,
conjuntamente, constituyen una verdadera clase de privilegiados; es más la
única clase que queda en circulación tras la èrdida de significado de las
viejas categorías de derecha e izquierda y, sociológicamente, la homologación
de la población en una indistinta clase media. […]
Las democracias
son por tanto aristocracias enmascaradas. Pero con importantes diferencias
respecto a las aristocracias históricas. Ante todo aquéllas eran declaradas. En
segundo lugar los miembros de las aristocracias auténticas debían poseer
cualidades específicas y cumplir algunas, y precisas, obligaciones.
Limitándonos al feudalismo europeo, el noble es aquél que sabe manejar las
armas (y para ello era necesario un largo y fatigoso adiestramiento), que debe
defender el territorio y administrar justicia en su feudo. Las aristocracias ocultas,
las oligarquías democráticas no poseen cualidades específicas, pre-políticas.
La clase política democrática está formada por personas cuya característica
distintiva es únicamente, y tautológicamente, la de hacer política. Su
legitimación es totalmente interna en el mecanismo político que las ha
generado. El oligarca democrático es un hombre sin cualidades- Su única
cualidad es que no tiene ninguna. Goza de los privilegios de una aristocracia
sin tener ni las características ni las obligaciones.
El rito de las
eleciones sirve sólo para legitimar las oligarquías, políticas y ecoonómicas,
para que sigan cocinando sus intereses y sus negocios, gozar en paz de sus
privilegios, en perjuicio de la mayoría de la población. Tienen la misma
función de la “unción” de los reyes medievales sin tener su credibilidad. Y al
ciudadano de una tal democracia no le queda que elegir por qué oligarquía,
aristocracia o mejor mediocracia, prefiere ser oprimido, humillado, ofendido y,
cada vez más frecuentemente, abofeteado.
La democracia
presenta algunas desventajas, aunque sean indirectas, incluso si la comparamos
con las dictaduras. Desde los tiempos de la Grecia clásica vale el principio
según el cual es legítimo matar al tirano,
es decir es moralmente legítimo abatir al dictador con la violencia. Hoy en día
este principio está tan interiorizado, que la única justificación que les ha
quedado a los americanos para el desastre que han hecho en Iraq es que un dictador
ha sido eliminado.
Naturalmente
también una democracia puede ser derribada con la fuerza. Pero esto es inmoral.
Es más, se trata del máximo delito político de nuestra época. Aunque nacida de
revoluciones violentas y cruentas (inglesa, francesa, americana), que han
derrocado los viejos regímenes derramando ríos de sangre, la democracia, ahora
que tiene la hegemonía, rechaza, incluso conceptualmente, que se le pague con
la misma moneda y declara no sólo inadmisibles –lo que es comprensible desde su
punto de vista- sino inmorales las
revoluciones contra ella. La motivación es, aparentemente, lógica: el dictador
puede ser cambiado solamente con la violencia, en democracia los ciudadanos
pueden elegir quién los gobierna.
Si quisiéramos
hilar fino podríamos objetar que si esto es verdad para las personas no lo es
para los regímenes. Tampoco el régimen democrático, como el dictatorial, puede
ser cambiado sin la violencia. Si no recurre a la fuerza el ciudadano está
condenado a la democracia para toda la eternidad (mientras hay ejemplos
históricos de aristocracias que se han auto-reformado espontáneamente
transformándose, de manera incruenta, en regímenes de distinto tipo).
Pero dejando de
lado estas sutilezas el punto fundamental es que también la democracia
representativa es una forma de tiranía. Escribe Voltaire en su Diccionario Filosófico: “nosotros distinguimos
la tiranía de uno y la de muchos. Esta tiranía de muchos sería la de una clase
o una corporación que usurpara los derechos de los demás y ejercitase el
despotismo por medio de leyes alteradas deliberadamente”. Esto es
exactamente lo que sucede en la democracia liberal en la cual las oligarquías
oprimen al individuo, pero como esta “tiranía de muchos” está disfrazada de
democracia el ciudadano está moralmente desarmado.
Así, mientras en
una dictadura puedo al menos cultivar la esperanza de liberarme del tirano
pegándole un tiro, en la democracia
liberal el ciudadano debe soportar las violencias, los abusos, los atropellos
de la “tiranía de muchos” sin que pueda sentirse moralmente autorizado a liberarse
con la violencia. Al contrario debe ratificar y santificar su condición de
paria yendo cada cuatro o cinco años a meter una papeleta en una urna.
Pero no hay que
dar por descontado que quien desea derribar una democracia representativa, es
decir la “tiranía de muchos”, pretenda por ello sustituirla con la “tiranía de
uno solo”; ésta es la fácil y para nada inocente acusación que inmediatamente
se lanza contra quien tome posición contra los actuales regímenes democráticos.
Simplemente podría querer cambiar un
régimen solapadamente y sustancialmente tiránico, fraudulento y
sumamente hipócrita, con otro no tiránico y menos fraudulento.
Y puesto que la
democracia liberal, que se representa a sí misma como “el mejor de los mundos
posibles”, meta y final de la Historia, y por tanto inmutable e inmortal, no
consiente alternativas, moralmente se tiene derecho a utilizar en su contra la
violencia, no existiendo otro modo para deshacerse de ella. Como hicieron los
revolucionarios democráticos cuando quisieron liberarse de los despotismos de
su época.
No hay comentarios:
Publicar un comentario