[Volvemos a Massimo Fini y su crítica del mundo moderno con un texto que es la parte final de su "Manifiesto contra la Democracia" y al que he dado el mismo título que el texto de sergio Gozzoli de hace dos semanas, porque trata el mismo problema pero con un punto de vista casi contrario, si bien ambos se oponen radicalmente a la obtusa ideología del progreso.]
El
hombre es Natura y Cultura. Es su signo, lo que le distingue de los demás seres
vivientes. Pero la Cultura, la parte artificial y fabricada, ha tomado
dimensiones enormes, tanto que comprime y aplasta la Natura, nuestra parte
instintual. Y es exactamente esto lo que nos hace vivir mal, lo que nos hace
sufrir –más aún a nosotros que habitamos la parte materialmente opulenta, y por
tanto la más alterada, del mundo- porque ha roto nuestros equilibrios internos.
El hombre moderno es una araña prisionera de la tela que él mismo ha tejido. Se
trata de recuperar un equilibrio y una armonía entre Natura y Cultura, entre
los dos polos de nuestro ser hombres. Lo que no significa limitar nuestro
pensamiento sino sus realizaciones.
Los
Griegos poseían una teoría de la mecánica con la cual habrían podido construir
máquinas muy parecidas a las nuestras, pero renunciaron a ello porque intuían
que es peligroso ir a manipular y replicar la naturaleza. No se trata del
problema del ambientalismo, como se entiende normalmente, de la relación del
hombre con la naturaleza, que ya todos perciben porque se ha vuelto evidente
–naturalmente existe también este problema- sino de una ecología más sutil, que
tiene que ver con la relación del hombre consigo mismo, su interioridad, sus núcleos
constitutivos; un aspecto que escapa a quien ve el lado más superficial de la
cuestión y piensa remediar los daños de la tecnología con una tecnología aún
más sofisticada. Algo que en vez de resolver el problema de la desproporción
entre Natura y Cultura lo enfatiza. Además remediar la tecnología con más
tecnología tiene la misma lógica de cubrir una deuda con otra deuda, hasta que
el pastel se descubre y se llega al colapso. Y tal es la lógica sobre la que el
tren está corriendo. Una continua apuesta sobre el futuro que antes o después
nos caerá encima, o nos embestirá desde atrás en el movimiento circular de la
velocidad, como dramático presente.
El
retorno a la tierra no hay que entenderlo simplemente como cambio radical en
las directrices de la producción: más agricultura y menos industria, más
alimentos autoproducidos para todos y menos estupideces tecnológicas, sino como
recuperación no sólo simbólica de energías vitales. Venimos de la tierra y a la
tierra volvemos. Somos sus hijos. El contacto con la tierra nos regenera
psicológicamente y físicamente. Entre los mitos griegos, que no son nunca
casuales y representan la síntesis alegórica de la sabiduría antigua, está el
de Anteo, un gigante hijo de Gea, la Madre Tierra. Aunque es hijo de diosa Anteo
es un hombre, un mortal. Es desafiado por Hércules, ocupado en sus proverbiales
doce trabajos. No es casualidad que Hércules sea el antagonista de Anteo. En
efecto es él quien ha liberado Prometeo del castigo que le había sido impuesto
por Zeus por haber robado el fuego a los dioses, para dárselo a los hombres. El
enfrentamiento entre Hércules y Anteo puede ser también entendido, a través de
Prometeo, como enfrentamiento entre Tecnología y Natura. A Hércules le costará
mucho trabajo vencer a Anteo, porque cada vez que lo derriba el hijo de Gea
recupera las fuerzas. Resolverá la cuestión levantándolo y separándolo de la
tierra, teniéndolo en vilo para triturarlo con sus brazos poderosos.
Sin
raíces en la tierra, alejados de la naturaleza, debilitados en los instintos,
prisioneros de la Tecnología, es decir de nosotros mismos, somos como Anteo
entre los brazos de Hércules que nos machacan; la asfixia nos sofoca, la sangre
fluye cada vez más lentamente hacia el cerebro, la mente se embota y las ideas
las tenemos tan confundidas que espontáneamente, dócilmente, introducimos la
cabeza en las fauces del monstruo que nos está devorando.
[…]
Existe,
desde hace algunos decenios, un fenómeno centrífugo, antitético a la tendencia
dominante de la globalización: el así llamado “redescubrimiento de las pequeñas
patrias”, detrás del cual está el fracaso de la utopía iluminista y abstracta,
típicamente globalista, del hombre como “ciudadano del mundo” y el
reconocimiento de que tenemos necesidad de puntos de referencia, raíces,
identidad.
Recorre
transversalmente el entero planeta, va desde el redescubrimeinto del orgullo de
los pieles rojas, al separatismo de Quebec y Terranova, a la división entre
Bohemia y Eslovaquia, a Transilvania, Gales, Provenza, Saboya, pasando por la
fragmentación de la misma Unión Soviética y Yugoslavia, a los tradicionales
independentismos europeos, irlandés, vasco y corso, y la Liga en Italia. Es un
movimiento telúrico que, mezclando independentismos, nacionalismos, etnicismos
de vario origen y naturaleza, no tiene una ideología común y autoconsciente […]
es evidente que en todo localismo, que es ya por sí mismo un antiglobalismo,
hay una tendencia implícita anti-industrialista y antimodernista. Porque si
localismo significa “tener puntos de referencia comprensibles en un espacio
limitado” para recuperar una identidad perdida o en peligro por los procesos de
homologación, no tiene ningún sentido, como no sea folklórico, si luego estamos
todos bautizados en un mar de Coca-Cola, usamos todos los mismos productos,
vestimos igual, masticamos la misma cultura, usamos la misma lengua, las mismas
costumbres, obedecemos a las mismas leyes, nos damos las mismas instituciones,
o más bien una sola: la Democracia.
[…]
El
crecimiento exponencial, sobre el que se basa el modelo actual, que tiene
necesidad de expandirse constantemente, geográficamente y económicamente, so
pena de implosión, existe sólo en matemáticas, no en la naturaleza. Además el
colapso del marxismo preludia al del capitalismo. Durante dos siglos
liberalismo y marxismo, hijos de la misma madre, hermanos sólo aparentemente
enemigos, y de hecho cómplices, se han sistenido recíprocamente, como los arcos
de un puente. El cedimiento repentino del marxismo cusará el del capitalismo,
por falta de oposición, por exceso de ímpetu. Cuando el “modelo único”
conquiste todo el planeta se derrumbará sobre sí mismo […]
EL
mito de la Atlántida debe tener un sentido también. Se comenzará de nuevo desde
cero o casi. Desaparecida esa pústula repugnante, dedicada a engullir materia y
evacuarla lo más rápidamente posible, eternamente oscilante entre la mesa y la
taza del water, con la mirada fija en los números, cuando no sacrifica al
Moloch de la producción, privada de cualquier dignidad y consideración, sin honor,
humillada, ridícula y trágica, sierva de cualquiera que quiera ser su amo, que hoy
llamamos hombre, el Homo democraticus, ¿por
quién será sustituido?
¿Veremos
el alba de una nueva Aurora? Hay que desconfiar de las auroras, en general han
sido peores que las más espesas tinieblas. Pero puesto que también las
ilusiones forman parte de la realidad y soñar, al menos por ahora, no está aún
prohibido (por lo demás no podemos hacer otra cosa), no hay nada malo en
imaginar, no la llegada del “hombre nuevo” que después de Kant hemos visto
manos a la obra, en estos dos siglos, y sabemos de lo que es capaz, en qué
estado ha conseguido hundirse, sino más bien la vuelta de un tipo antiguo, que
ha existido y en alguna parte sigue existiendo, orgulloso, audaz, digno,
esencial, silencioso, cruel y feroz también, ciertamente, para nada un “buen
salvaje” (hemos tenido tremendas indigestiones de bondad en estos tiempos
últmos) pero en definitiva vivo. Un hombre que no se humille hasta el punto de
pagar a alguien para que lo mande y lo domine diciéndole que eso es su
libertad.
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