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HÉRCULES Y ANTEO |
Massimo Fini
En
los siglos precedentes a la Revolución Industrial, cuando la economía monetaria
aún era secundaria y no modelaba las relaciones humanas, había una
subordinación personal del trabajador a su jefe, del aprendiz al maestro, del
empleado al propietario de la tienda, del campesino al feudatario, que
implicaba toda la individualidad de uno y otro. En la época moderna en cambio,
con el dinero se adquiere un servicio preciso del trabajador, que de alguna
manera se separa de su persona y se objetiviza. Es la mercancía trabajo o por
decirlo al modo marxista, la fuerza de
trabajo. Ello, según la opinión dominante, da al trabajador mayor libertad
y dignidad.
Que
el trabajador, o más en general cualquier sujeto, logre con el dinero una mayor
individualidad y libertad, respecto a los estrechos vínculos que caracterizaban
las relaciones en la era premoderna, es verdad, aunque en realidad se trata de
una individualidad y una libertad muy de superficie, más formales que sustanciales.
No es verdad en cambio que tenga mayor dignidad en la relación laboral. Al
contrario. En el primer caso el feudatario, el maestro, el propietario del
taller o de la tienda, tiene a su servicio una persona en cuanto tal, en el
segundo se compra, con el dinero, la fuerza
de trabajo, que es energía humana, en cuanto mercancía, que se objetiviza,
se convierte en un objeto. El feudatario toma un hombre en cuanto hombre, el
empresario en cuanto objeto. Es verdad que el trabajador, como la prostituta,
concede sólo una parte de sí mismo, dejando fuera de la relación el resto de su
persona, pero exactamente como la prostituta, se vende como objeto. Y la
distinción entre fuerza de trabajo,
que se vende, y la personalidad, que permanece intacta, no mancillada por la
relación, se revela ilusoria.
La
personalidad del trabajador, de todos modos, se implica en la relación laboral
y se objetiviza, como la de la prostituta se implica en la relación mercenaria.
No por nada de una mujer que se prostituye se dice que “vende la propia
dignidad” aunque materialmente, aparentemente, vende sólo su cuerpo (que en
este caso es su mercancía trabajo). Sea en la economía feudal, natural, que en
la monetaria es por tanto la entera persona del trabajador a estar subordinada,
pero en el primer caso como sujeto, en el segundo como objeto.
Por
lo demás los vínculos entre dinero y prostitución son estrechísimos. Escribe
Simmel que “En la esencia del dinero se
percibe algo de la esencia de la prostitución. La indiferencia con que se presta
a cualquier uso, la infidelidad con que se separa de cualquier sujeto, porque
no está verdaderamente ligado a ninguno, el carácter de objeto, que excluye
cualquier relación afectiva y lo hace apto para ser un puro medio, todo ello
determina una analogía fatal entre dinero y prostitución”. Añadamos que la
transacción en dinero tiene ese carácter de relación totalmente momentánea que
es típico de la prostitución. Una vez que he pagado y obtenido la mercancía que
me interesa yo no tengo ninguna obligación de relacionarme con quien me la ha
vendido. El dinero corta del modo más neto y radical cualquier ulterior consecuencia
de la relación, mientras que si una prestación se remunera con un objeto
específico, éste conserva, porque ha sido elegido, por su contenido, por el uso
que se ha hecho de él, por su historia (que el dinero no tiene y no puede
tener) algo de la personalidad de quien paga con él. La prestación en natura,
el trueque, crea siempre una relación más personal, más cordial, menos fría y
más humana […]
La
capacidad de prostituir todo, de objetivizar todo, de convertir en mercancía
también la persona o partes de ella, le viene al dinero del hecho de ser una
entidad privada de especificidad y de cualquier cualidad que no sea la cantidad,
y por tanto iguala, nivela, homologa, vuelve todas las cosas indistintas unas
de otras […] El dinero tiene la capacidad de reducir los valores más altos y
mas bajos a una sola forma de valor, la suya. Y es porque el dinero vuelve
homólogos e indistintos bienes inconmensurables entre sí, por lo que se puede
pensar en adquirir y es posible adquirir lo inadquirible. Si hoy se comercia
con los órganos de los niños brasileños, narcotizados y operados, para
venderlos a los ricos americanos, no es sólo porque la técnica moderna lo
permite sino también porque la forma-dinero lo facilita, práctica y
conceptualmente.
En
el momento en que el dinero objetiviza las relaciones nos libera –así se dice-
de esos vínculos personales que son propios de una economía no monetaria. Se
podría objetar que hoy en día para la satisfacción de nuestras necesidades
dependemos de un número de personas mucho mayor que en el pasado. En el fondo,
el hombre preindustrial, tendencialmente autosuficiente, estaba ligado -de
manera muy estrecha, eso sí- a un círculo limitado de personas. El actual, a
causa de la exasperada especializacion y división del trabajo (que hace
necesario el dinero y el dinero a su vez favorece) depende de una gran cantidad
de sujetos: productores, proveedores, vendedores, intermediarios, de los que no
puede prescindir absolutamente. Abandonado a sí mismo moriría […]
Si
no dependemos ya de vínculos personales dependemos sin embargo de un mecanismo:
el proceso de producción, de venta y de consumo del que el dinero es la
imprescindible bisagra. Hasta qué punto estamos en sus manos se ve bien desde
el lado quizás menos aparente: el del consumidor. E un sistema como el nuestro
parecería que el trabajo es obligatorio pero el consumo es libre. Pero las
cosas no están exactamente así. Nosotros ciertamente estamos obligados a
trabajar a un ritmo desconocido para las sociedades que se contentaban con la
subsistencia, para producir en exceso, pero estamos igualmente obligados a
consumir lo que hemos producido. Es más, puesto que para la mayoría la parte
activa en la producción tiende a ser eliminada, sustituida por los automatismos
y las máquinas, nuestro verdadero papel, en la economía actual, es el de
consumidores […] Considerado el conjunto nosotros consumimos no porque queramos sino porque debemos consumir para mantener el
mecanismo productivo que necesita niveles cada vez más altos (los crecimientos
exponenciales) para no colapsar sobre sí mismo. Estamos al servicio de un
sistema del que somos los terminales pasivos. Hemos caído desde la condición de
poseedores a la de, precisamente, consumidores, fregaderos, tubos
digestivos, inodoros, a través de los cuales debe pasar el incesante flujo de
las mercancías.
Somos
pollos en batería adiestrados para atracarse y nutrir a un Moloch contra el que
carecemos de defensa. En efecto, en las manos no tenemos más que dinero, cuya
función natural es la de ser intercambiado con otros objetos.
Pero
no se trata sólo de una cuestión técnica. El dinero actúa sobre nosotros de manera
más sutil. Con su flexibilidad, su ductilidad, su dinamismo, su
indeterminación, su falta de características específicas y de un objetivo
propio, con su ausencia interna de una dirección, el dinero opera una mímesis.
Como el perro termina pareciendose a su amo, asumiendo sus tics y fisionomía,
así el hombre de hoy es como su dinero: frenético y vacío. El dinero, siendo
abierto en todas direcciones, disponible para todo, no ofrece ninguna
orientación, ninguna guía. El hombre es libre pero no sabe para qué […] Saco
vacío de contenidos, como su dinero, el hombre se rellena con ídolos: objetos,
sensaciones del día a día, estimulaciones drogadas, juegos para grandes de todo
tipo que, precisamente porque son transitorios como el medio que los compra,
deben ser rápidamente sustituidos, en una caza insensata a la novedad que es
del todo funcional al mecanismo obsesivo del dinero.
Rodeado
de un mundo de objetos que cambian continuamente, porque su interés es débil y
forzado, como su necesidad, el hombre moderno se aleja de su centro, de su núcleo
constitutivo; es un extranjero a sí mismo, pierde en palabras de Simmel “los
contenidos de la vida”, sean positivos o negativos, sacrificados a la
abstraccion del dinero.
En
esta pérdida, de contenidos, de puntos de referencia, de orientación y, en definitiva,
de sentido, juega un papel decisivo la tierra. Hoy la gran mayoría de los
hombres que viven en los países industrializados no posee un solo centímetro de
tierra que sea realmente suyo. Lentamente, subrepticiamente, nos han quitado la
tierra y nos han dado en cambio dinero. Pero la tierra está llena, el dinero
está vacío. La tierra está quieta, el dinero es móvil. La tierra tiene un contenido,
el dinero no. En la tierra, en sus ritmos, en sus ciclos, en los conocimientos
prácticos que exige, el hombre encontraba, como escribe Huizinga, “el esquema con el que medir la vida y el
mundo”. El dinero no ofrece otro criterio de juicio que la cantidad.
Pero
en el paso de la tierra al dinero hay algo aún más profundo. No hemos perdido
solamente la posesión sino también el contacto con la tierra. Vivimos en
apartamentos suspendidos a diez, a veinte, a treinta metros del suelo, como los
muertos en sus nichos. En las ciudades y sus enormes alrededores el asfalto nos
separa de la tierra, en los campos los recintos y las defensas de la propiedad
privada nos mantienen a distancia; incluso las playas de arena están totalmente
ocupadas y podemos acceder solamente pagando, y lo que un tiempo era territorio
de la colectividad, abierto al uso de todos, hoy pertenece al Estado que en la
práctica expulsa al ciudadano.
Esta
falta de contacto con la tierra quizás no haya sido aún valorada plenamente en
sus consecuencias. Entre los mitos griegos, que no son nunca casuales, sino que
representan la síntesis simbólica de la sabiduría antigua, está el de Anteo, un
gigante que se regeneraba y recuperaba las fuerzas cuando tocaba la tierra. Por
esto Hércules debió sudar lo suyo para vencerle, porque cada vez que era
abatido y tocaba el suelo Anteo se levantaba más fuerte que antes. Entonces Hércules
lo suspendió en el aire entre sus brazos y así, fácilmente, lo aplastó. Aunque
era un gigante, Anteo, a diferencia de Hércules era un hombre, hijo como todos
nosotros de la Madre Tierra. Como Anteo, también el hombre tiene necesidad de la
tierra, de su contacto, en ella y con ella se regenera, se recupera,
reconstruye las propias energías físicas, psicológicas y morales. La tierra es
esencial para su equilibrio emotivo, sentimental, afectivo, para su armonía
general.
Expropiados
de la tierra, privados de su contacto, de su concretitud, nosotros, como Anteo
entre los brazos de Hércules, estamos a la merced de un dios abstracto, el
Dinero, que una vez arrancado el hombre de sus raíces lo tiene facil para
vampirizar una presa que cada vez se ha vuelto más débil y anémica,
caracterialmente e intelectualmente; hasta el punto de que no se da ni siquiera
cuenta de lo que le sucede, es más introduce la cabeza cada vez más en las
fauces obtusas que la están devorando.
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