Retomamos el ciclo de textos de Massimo Fini dedicados a la democracia.
Massimo Fini
Extraído de "Súbditos. Manifiesto contra la democracia"
La legitimidad del poder democrático no es distinta de la del poder real, o carismático o tradicional o de cualquier otro tipo. En el sentido que no existe. […] Ningún poder político es por sí mismo legítimo por la sencilla razón de que se debe basar en un punto de partida conceptual que es, necesariamente, totalmente arbitrario. Lo importante, como ha aclarado magistralmente Max Weber, es que quienes están sometidos a este poder, o por lo menos una buena parte, crean en su legitimidad, para asegurar una cierta estabilidad al sistema y al mismo poder. La legitimidad es una ilusión compartida. No hay nada de grave, de mal o de anormal en ello. No solo porque, como dice Huzinga, “Las ilusiones forman parte de la realidad”, sino porque a menudo, si no siempre, son precisamente las ilusiones lo que mueve el mundo. […]
Esta
fe de los súbditos en su legitimidad, la democracia la ha tenido, como todo
sistema de poder duradero, aunque sin alcanzar nunca el nivel de la monarquía
de derecho divino, y esencialmente la conserva. Pero dos siglos de poder
ejercitado la han debilitado fuertemente. Precisamente mientras se expande
mundialmente impulsada por las élites dominantes, políticas y económicas, las
que se aventajan en mayor medida de este tipo de régimen, la democracia liberal
empieza a crear dudas donde ha nacido, en Occidente. Lleva algunos decenios, se
dice, en crisis. Y es significativo que en Estados Unidos, país líder del
modelo, y precisamente de una de las ramas del pensamiento liberal, en el
Partido Republicano, haya nacido hace treinta años el movimiento de los “Libertarians” que se propone abatir el
Estado, y por tanto el Estado democrático, porque acusa a la democracia liberal
de haber traicionado sus principios, puesto que en vez de exaltar el individuo
lo oprime, sofocándolo en una red tupidídima de leyes, de normas, de reglas, de
vetos, de prohibiciones.
Pero
ataques extremos como el de los Libertarians
son aún muy marginales […] Nadie pone en entredicho radicalmente el modelo.
El ciudadano común percibe, ve, que no pinta nada, en el mismo momento en que
se le dice que es titular, aunque sea compartido, del poder, pero se calla sus
dudas si es que las tiene. Porque hoy en día nadie, en Occidente, se declara
abiertamente antidemocrático. Arriesga terminar, democráticamente, en la
cárcel.
La
democracia, con sus convicciones sobre la existencia de “principios eternos”, “derechos naturales y universales”, un orden
natural necesario”, “un solo ideal universal”, con su concepción abstracta
del hombre y su énfasis en la “voluntad
popular” o incluso sólo en la voluntad de la mayoría, contiene en sí misma
las semillas del antiliberalismo, de la opresión y del totalitarismo. Esto se
sabe ya desde hace tiempo.
El jacobinismo nace de las ideas democráticas de la revolución francesa. Y estas ideas fueron exportadas en Europa no con buenos modales sino con la violencia, llevadas en la punta de las bayonetas de los ejércitos de Napoleón […] Jacobinos y bolcheviques representan la declinación rousseauiana, continental (Mellory, Mably, Helvétius, D’Holbach, Condorcet, Diderot y Rousseau) de la democracia que absolutiza la “voluntad popular” o la “voluntad general” como la llama Rousseau, y erigiéndola a intérprete del destino de la Nación si no de la entera humanidad, acaba considerando “desviadas” todas la minorías y las elimina.
La
democracia liberal no tiene un origen continental sino anglosajón y por tanto
en principio es menos teórica y más pragmática. Quería prevenir estos peligros
protegiendo las minorías de la “tiranía de la mayoría” y en cualquier caso
considera esencial esta dialéctica entre mayoría y minorías. Es por tanto
sprprendente e inquietante que hoy la democracia liberal no conciba ya nada
fuera de sí misma y pretenda homologar y doblegar el mundo entero según su
propio modelo. Lo que no tolera –o dice no tolerar- en casa, es decir la
uniformidad y la eliminación de la diversidad y de las diferencias, lo impone
al resto del mundo.
Extraña
parábola la suya. Nacida de la esperanza de un sano pragmatismo se ha
convertido en una ideología radical. Comete los mismos, trágicos, errores del
comunismo convirtiéndose, como éste, en un universalismo que, en cuanto tal, no
puede ser otra cosa que totalitario. Pero va más allá. Se comporta como una
religión. A diferencia de las Potencias del pasado (los tiempos felices en que
había todavía Potencias y no Superpotencias), que se limitaban a conquistar
territorios, la democracia liberal quiere conquistar las almas, quiere convertir, quiere que todos, en el vasto
y variado mundo, se sientan sinceramente democráticos. Y considera que éste es
el destino natural e ineluctable de la humanidad.
No
es un buen signo que las democracias se propongan de manera totalitaria hacia
el exterior, hacia Estados, naciones y pueblos que se han dado un modo de vida
diferente, y pretendan para ellas, en cuanto democracias, singulares
privilegios en el plano internacional. Como apropiarse del derecho de hacer la
guerra, llamándola con otro nombre, negándoselo a los demás. El derecho de agredir
preventivamente y legítimamente a los Estados no democráticos, de poseer
gigantescos arsenales de “armas de destrucción de masa” prohibidas en cambio,
quién sabe por qué, a los demás, aunque sea en cantidades módicas. Sin embargo
esto no significa por sí mismo que sean totalitarias u opresivas internamente.
Precisamente, la justificación que la democracia se da a sí misma para
legitimar su actual agresividad es el ser, a diferencia de todos los demás, un
régimen de libertades.
[La crítica a esta afirmación es tratada en otros textos]
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