Interrumpimos momentáneamente la serie de textos de Massimo Fini, para publicar un excelente artículo del autor italiano Francesco Lamendola, al cual volveremos ocasionalmente. Ha escrito varios ensayos y colabora regularmente en este portal que contiene artículos muy interesantes:
Arianna Editrice
El texto de hoy, publicado en 2008, trata de la confusión sexual entre hombres y mujeres fomentada por la nefasta ideología de género y la mentalidad igualitaria, y especialmente del carácter de degeneración que tal confusión tiene, concretamente, en la vida de hombres y mujeres. Idealmente complementa el próximo texto que aparecerá en El Blog del Oso Solitario, "Conferencia sobre ideología de género". El artículo original en italiano se puede leer aquí:
Ripristinare la virilità e la femminilità
Francesco Lamendola
Artículo publicado en Internet
Nos han dicho (nosotros no nos habíamos ni siquiera dado cuenta) que la última moda entre los chicos del Instituto, es ir por ahí con los pantalones bajos para exhibir los calzoncillos -obviamente de marca- y algo de sus juveniles posaderas.
Esto casa bien con la moda, vigente desde hace años entre sus
desinhibidas compañeras, que consiste en llevar los pantalones bajados –pardon, con la cintura baja: están
hechos así esos benditos pantalones, qué le vamos a hacer- para exhibir no sólo
el ombligo y el vientre, sino también posiblemente el pubis y, como mínimo, los
elásticos de las bragas.
Pues
bien, esto es la perfecta síntesis del trastorno y la confusión que hoy imperan
en los roles sexuales: los hombres muestran el trasero, y las mujeres te meten
por los ojos su abdomen. Suponiendo por un momento –que no admitiendo- que para
ser varones o mujeres sea realmente necesario exhibir la propia desnudez bajo
la cintura, hasta hace no mucho tiempo sucedía lo contrario. Las mujeres
mostraban el culito en sus bonitos pantalones ajustadísimos, y los hombres
preferían marcar paquete…
Lo
que queremos decir es que, además de la destrucción del sentimiento del pudor,
que a estas alturas está relegado entre las antiguallas oscurantistas de un
pasado medieval, los dos sexos están llevando a cabo un juego narcisista que ya
bordea la destrucción de la especificidad de género. Existe una tendencia de
las mujeres a abdicar de su feminidad, a menos que se confunda la feminidad con
la ostentación sexual más grosera y antierótica. Aunque el cirujano siga
aumentando sin descanso el volumen del seno, de los labios y todo lo demás. Y
existe una tendencia de los hombres a abdicar de la propia virilidad, a
hundirse en un pavoneo lánguido y blando, que es una caricatura patética de la
seducción femenina, o mejor de la seducción femenina barata. Por tanto, una
caricatura de la caricatura, algo que es doblemente ridículo.
Digámoslo
entonces fuerte y claro: virilidad y feminidad no están en los músculos, en los
glúteos, en los senos y tampoco en los genitales; están en la mente y el
corazón de las personas. Uno es masculino o femenino porque posee un corazón y
una mente viriles o femeninos. Y el corazón y la mente de muchas mujeres, hoy
–a pesar de las apariencias- son cada vez más masculinos; mientras que el
corazón y la mente de muchos, demasiados hombres, son decididamente y con
ostentación, femeninos. Ahora bien, la mujer que remeda lo peor del hombre no
es sólo repulsiva, es también grotesca; y el hombre que remeda lo peor de la
mujer no es sólo nauseabundo, es también patético.
Después
de haber predicado, durante años y años, que la heterosexualidad es una especie
de neurosis de represión, y que el individuo verdaderamente liberado no conoce
las “artificiales” barreras de género, hemos llegado a este resultado. Mujeres
que ya no son mujeres, aunque estén hinchadas de silicona en los puntos
estratégicos y muestren su ropa interior ultraprovocante; hombres que ya no son
hombres y no se preocupan mínimamente de esconderlo, que al contrario compiten
con las mujeres en su mismo terreno:
exhibiendo los graciosos culitos por ejemplo.
Qué
tristeza.
Los
malos maestros de la liberación sexual, las feministas cabreadas y los
pederastas disfrazados de maestros espirituales pueden estar contentos: han
conseguido plenamente su objetivo.
El
fenómeno de la destrucción de las diferencias de género tiene orígenes lejanos
y es uno de los rasgos distintivos de la modernidad. En ese extraordinario
laboratorio de nuevas tendencias que han sido los países escandinavos, entre
las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX, los primeros en darse
cuenta han sido escritores como Henryk Ibsen y August Strindberg. Strindberg,
sobre todo: un hombre desesperadamente atraído por el sexo femenino, justo
cuando éste estaba comenzando a sufrir la mutación antropológica antes
comentada. Su desesperada y desesperante atracción por su mujer lesbiana, la
cual en cambio se sentía atraída por la camarera, é un cuadro elocuente de ese
alejamiento recíproco de los sexos que ha tenido su comienzo cuando la mujer,
en nombre de una mal entendida emancipación, ha decidido abandonar su “casa de
muñecas” y ha empezado a tener en vez de hijos problemas existenciales (como
sabrosamente notaba Oswald Spengler).
Hoy
se da por sentado que la emancipación femenina, entendida como destrucción de
las diferencias de género, ha sido una conquista y un progreso de la civilización,
pasando graciosamente por encima del hecho que, al contrario, su origen haya
sido la exigencia económica de mantener la familia con un segundo sueldo. Por
tanto ha sido consecuencia de la explotación clasista, tanto del hombre como de
la mujer: explotación que continúa aún hoy, aunque camuflada y maquillada en la
forma –bastante más presentable- de un progreso
(vieja palabra mágica que tiene aún un buen efecto sobre las mentes
superficiales) de las costumbres y de una modernización
(otra palabra mágica de dos perras gordas) de la familia y de la entera
sociedad.
Y
sin embargo, observando las mujeres estresadas, neuróticas, que se desviven hoy
en su triple cometido de amas de casa, de trabajadoras y de eternos objetos del
deseo –como enseña y pretende la publicidad televisiva- no se diría que hayan
conseguido esta gran liberación y este gran progreso. Más bien hay que pensar,
al contrario, que estén más sobrecargadas de trabajo, más frustradas e
infelices que cuando no gozaban de las maravillas de la llamada emancipación.
Sin contar con que el tercer cometido que se exige de ellas, domingos y fiestas
incluidas –sobre todo domingos y fiestas-, es decir ser perfectos,
deslumbrantes objetos de deseo (¿y en definitiva de quién, puesto que hombres
viriles hay cada vez menos?), no es ciertamente el más ligero ni gratificante.
Al contrario: creemos que es el más fatigoso, frustrante y tiránico de los
tres.
El
más fatigoso, no sólo en sentido físico, porque condena las mujeres a una existencia
perennemente inauténtica, en la cual se les prohíbe, taxativamente, mostrarse
como son verdaderamente. No, deben siempre recitar la comedia de la femme fatale, de la chica guapa con la
sonrisa reluciente y sin defectos, de la elegancia y la imagen perfecta.
¡Impensable que estas mujeres eternamente provocativas puedan regresar a casa y
decir a alta voz que sus pies, enjaulados en los graciosos zapatos de tacón,
gritan de dolor, y no desean más que sumergirlos en agua templada!
El
más tiránico: porque les impone una máscara que nunca, nunca, por ninguna
razón, podrán quitarse, aunque fuere por pocos instantes. Como un payaso
obligado a reír en su máscara de cera, aunque tenga el corazón roto por algún asunto
privado, muchísimas mujeres, hoy, están literalmente obligadas a remedar, bon gré mal gré, las estrellas de
Hollywood, hasta el punto de ligar su propia autoestima a los reflejos
condicionados que su seducción exasperada produce en los señores hombres
(obviamente los más bobos y superficiales).
El
más frustrante, porque las consume en una batalla cotidiana que dura toda la
vida y puede concluir sólo con la derrota final. Antes o después, se haga lo
que se haga, aparecerá una chica más joven, con más formas y más seductora, que
las relegará a la zona de sombra y las hará aparecer –o sentirse, che es lo
mismo- viejas, feas y patéticas. Inevitable resultado de haber jugado todas las
propias cartas sobre el terreno de un modelo de belleza totalmente exterior y
cuantitativo, donde las cicuentonas, las cuarentonas e incluso las que rondan
la treintena no podrán nunca ganar la partida a las colegas-rivales más jóvenes
y aguerridas.
Cada
vex más frustradas y fatigadas a causa de ritmos de vida y trabajo
insostenibles, muchas mujeres han ido perdiendo, sin darse cuenta, justamente
esa feminidad de la que tanto querrían alardear como emblema de poder. Han ido
desarrollando esa típica chulería, esa típica agresividad, que son una
característica –por lo demás negativa- del género masculino. Hace realmente
falta algo más que un seno desbordante, que un abdomen fantasiosamente tatuado
y generosamente exhibido, para hacer una verdadera mujer, una mujer deseable a
los ojos de un hombre normal. La feminidad –como la virilidad- no es cuestión
de centímetros, no es cuestión de cantidad: es un modo de ser. Y si es verdad
que una mujer vulgar no podrá jamás pasar por princesa, aunque se adorne de
joyas como un árbol de Navidad, de la misma manera una fémina sin pudor, sin
encanto ni gracia, que va a caza de tíos
como los tíos (idiotas) van a la caza
de tías, no conseguirá nunca pasar
por verdadera mujer.
Y
ahora vamos con los hombres.
No
es que hayan quedado muchos en circulación.
La
inquietud destructiva que ha arrollado el género femenino ha tenido una
repercusión penosa sobre el masculino. Ha destapado todas las miserias, antes
de alguna manera disimuladas: el narcisismo, la inmadurez, la inseguridad.
Sobre todo la inseguridad. Rechazado y despechado cuando creía haber encontrado
una compañera, a menudo el hombre ha reaccionado con una fuga hacia adelante:
se ha puesto, más o menos sin ser consciente de ello, a competir con la mujer,
en el terreno propiamente femenino. Ha comenzado a gastar una fortuna en
perfumes y productos cosméticos, a dedicar horas y horas a las lámparas bronceadoras,
a los tratamientos estéticos y demás. Como si quisiera decir: ¿el mundo es sólo
de las guapas de Hollywood?; pues bien, yo también seré como los guapos de
Hollywood. Pero el mundo de los guapos de Hollywood no es más que apariencia de
virilidad: detrás, por ejempo como en el caso –emblemático- de Rock Hudson, hay
una homosexualidad rampante, que sería envidiada por los pederastas de Grecia
antigua en su momento de máximo triunfo.
Ser
realmente hombres, es otra cosa. Quiere decir ponerse frente a la mujer con la
propia especificidad: que es ciertamente complementaria, y justamente por ello
profondamente diferente de la femenina. Quiere decir pensar como hombres,
sentir como hombres, actuar como hombres. Tener la franqueza, la lealtad, la
sinceridad de los hombres. Un hombre que juega al escondite, que murmura por
detrás, que deja entrever los calzoncillos (¡de marca, por supuesto!) para
desviar la atención de su cabeza y de su corazón, no es un verdadero hombre: es
una fea caricatura de la mujer. Y ni siquiera, repitámoslo, de la verdadera
mujer: solamente de las muñecas plastificadas propias de la publicidad
televisiva.
Una
verdadera mujer no se avergüenza de sus arrugas, ni de sus miedos, ni de sus
dudas; y un verdadero hombre no se avergüenza de sus años, de su calvicie o,
eventualmente, de su misma timidez. Hay una manera viril de ser tímidos, como
hay un modo viril de envejecer. Hoy, en cambio, vemos un pulular de mujeres que
no son mujeres y que derperdician todas sus energías en una batalla perdida
contra las arrugas, hasta reducirse a una máscara grotesca, como Elizabeth
Taylor; y hombres que no son hombres, que antes que enseñar la calva se hacen
un transplante de cabellos, uno por uno, en las mejores clínicas suizas o
americanas (¿de quién estaremos hablando?) [Nota para el lector español: la alusión es a Silvio
Berlusconi que se hizo un famoso transplante de cabellos]
Por
favor, recuperemos un poco de dignidad.
Y si
no encontramos mejores razones para abandonar esta farsa, hagámoslo al menos
por nuestros hijos.
Que
nos contemplan incrédulos, estupefactos, angustiados.
El
espectáculo que les estamos dando no es sólo deprimente: es amoral.
Mientras
tres cuartos de la humanidad están todavía luchando para conquistar una
existencia decente, nosotros les hacemos creer que los valores supremos de la
vida consistan en un cuerpo siempre joven y erótico, en una eterna máquina de
seducción sexual.
¡Pero
por favor!
¿No
hemos ya caído bastante bajo? ¿Queremos hundirnos aún más?
Totalmente de acuerdo con todo lo explicado. No me canso de repetir que el feminismo es la implantación, en la mujer, de la peor mentalidad masculina.
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