Massimo Fini
Extraído de "Súbditos. Manifiesto contra la democracia"
La
democracia, puesto que es un método, un contenedor, no es un valor en sí mismo
y no propone valores. Es un saco vacío que habría que llenar. Pero el
pensamiento y la práctica liberales y laicos, que son el substrato sobre el que
ha crecido la democracia, después de hacer tabula
rasa de los valores preexistentes, no han sido capaces, en dos siglos, de
llenar el contenedor con contenidos, como no sean cuantitativos y mercantiles.
Durante algún tiempo la democracia ha vivido arrastrando, por inercia, algunos
de los antiguos valores, hoy ya no tiene ninguno fuera de –tautológicamente- sí
misma.
Las
monarquías absolutas, las teocracias, el poder carismático y hasta las
dictaduras proponen en cambio valores fuertes, sean éstos buenos o malos, generalmente
compartidos por la población o buena parte de ella. No es necesario que los
gobernantes crean en serio en esos valores –lo normal es que no crean para nada
en ellos- pero lo importante es que los gobernados lo hagan. Naturalmente estos
valores no existen en un sentido objetivo, porque no hay ningún Absoluto que
pueda ser tomado como punto de referencia, del cual hacer descender una
jerarquía entre lo que es Bien y lo que es Mal. Son sólo creencias, ilusiones,
son los sueños de los hombres. Pero ayudan a vivir. Son necesidades profundas
de la naturaleza humana, que la democracia de los procedimientos, del método y
de las fórmulas abstractas no satisface y a las cuales no da respuesta.
Además
la democracia, a diferencia de la dictadura, no consiente ni siquiera la
claridad, la pureza, el placer, aunque sean pagados a caro precio –quizás con
la vida- de la oposición, porque con su falta de contornos precisos y de
definición vuelve todo incierto, todo envuelve, engloba, malogra y, al final,
ensucia. No tiene ninguna dimensión épica en la cual el hombre pueda demostrar
de verdad que cree en los propios valores o, al contrario, su propia pequeñez.
Me atrevería a decir que no tiene, en el bien y en el mal, la menor dimensión
humana.
El
poder democrático se basa, más que cualquier otro, en la palabra. El jefe
militar debe conquistar ciudades o territorios y defenderlos. El jefe
carismático tendrá en su haber acciones con las que ha construido su prestigio.
El dictador toma decisiones que se pueden directamente atribuir a su persona.
El poder de origen divino o semidivino es en cambio silencioso, para no
desgastar con la palabra su propia sacralidad y credibilidad. El emperador de
Bizancio no habla sino a través de su logoteta, porque el silencio y el
hierático comedimiento en los gestos, casi hasta la inmovilidad como bien se
aprecia en el famoso mosaico de la corte de Justiniano en San Vitale, a Rávena,
son el signo de su mando y de su auctoritas.
El
político democrático en cambio habla. No hace más que hablar. Es su principal y
casi exclusiva actividad. Y la palabra es engaño, fraude, mentira. “Tu decir sea sí sí, no no. El resto viene
del Maligno” dice el Evangelio.
El
líder democrático es un demagogo y no es por casualidad le hayan endosado este adjetivo
por primera vez a Pericles, el príncipe de la democracia ateniense, en vez de a
algún tirano. Vive de palabras. Es cualquier cosa menos un hombre de acción. Es
un “culo de piedra”. Y la posibilidad de verificar la coherencia de sus palabras
con los actos, que se reducen sustancialmente a participar en la elaboración de
las leyes o, si está en el gobierno, a emanar disposiciones administrativas, es
mínima. Entre las palabras y los actos pasa normalmente tanto tiempo, llenado
con otras palabras, que el ciudadano ya se ha olvidado de lo que dijo al
principio. No porque el pueblo sia necesariamente “buey”, como lo consideran
los oligarcas democráticos tras la fachada de la adulación verbal; es porque la
gente tiene sus osupaciones, debe trabajar, mientras ellos son profesionales y no tienen otra cosa que
hacer. “El programa de gobierno –escribe
sarcásticamente Weber- tiene un
significado casi puramente fraseologico”.
Además
en un Estado moderno y democrático la elaboración de las leyes y su aplicación
dependen de una tal multiplicidad de factores, de intervenciones y de variables
que el político puede siempre lavarse las manos, cuando producen efectos
negativos, o en cso contrario reivindicar lo positivo.
Muy
a menudo las decisiones de los gobernantes revelan sus efectos reales solamente
muchos años después. Por lo que el político democrático, que debe prestar
atención al consenso, o más bien manipularlo, fatalmente está inducido a tomar
decisiones demagógicas que sólo aparentemente favorecen el interés de la
comunidad. “Se trata –escribe
Sartori- de fascinar más que de dar, de
prometer más que de mantener”. El “gran comunicador” es un gran estafador.
[…] En ayuda de la palabra y de la imagen, sus grandes instrumentos de
seducción para acaparar el consenso de eso que un tiempo se llamaba pueblo y hoy opinión pública, las oligarquías y sus líderes tienen a su
disposición potentes medios de mediación y de sugestión. […] Son los grandes
medios de comunicación de masas, no sin motivo llamados “instrumentos del
consenso”. Tales medios están controlados por las oligarquías, económicas y
políticas.
La
llegada de la televisión ha permitido avanzar pasos de gigante decisivos en la
manipulación del consenso. […] El poder político de una cadena de televisión no
está tanto en la información directamente política, sino en la cultura que
difunde con su entera parrilla. En 1994 el empresario Berlusconi, presentándose
por primera vez y políticamente inexperto, pudo ganar aquellas elecciones con
porcentajes similares a los de un gran partido de masas como la Democracia
Cristiana, no porque sus cadenas hicieran campaña a su favor (otras tres
cadenas, en ese momento, las controlaba su adversario) sino porque durante una
docena de años, siendo el dueño de todo el sistema televisivo privado nacional,
había podido educar a los italianos según su cultura y preferencias. Nadie en
buena fe puede negar que la Televisión sea el medio más poderoso para plasmar
y, si necesario, manejar la opinión pública. […] En Europa una cadena nacional
vale en media dos mil millones de euros. ¿Quién puede disponer de tales
recursos si no las oligarquías económicas o la TV de Estado ocupada, con el
dinero del ciudadano, por las oligarquías políticas?
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