Massimo Fini
Extraído de "Súbditos. Manifiesto Contra la Democracia"
La
importancia que tiene el consenso popular se ha podido ver bien en la reciente
guerra contra Irak [Nota: el autor se refiere a la invasión del 2003] Las opiniones públicas de
Gran Bretaña, Italia, España, y Polonia, todos países democráticos, eran
contrarias a la guerra por gran mayoría pero esto no ha impedido a gobiernos y
parlamentos ignorarla y participar enviando tropas (en el fondo las autocracias
árabes han estado más en armonía con su población). Y si no se respeta la
voluntad popular en cosas tan fundamentales como decidir si participar o no a
una guerra, con todas las implicaicones, morales y materiales, que comporta
para toda la colectividad, entre ellas legitimar el homicidio y aceptar que los
propios soldados, y no sólo ellos, puedan ser muertos, es fácil imaginar cuánto
se respeta en cuestiones menos importantes. Para la leadership el consenso es puramente instrumental. Hay que
granjeárselo para fines de poder personales y de grupo, para traicionarlo cada
vez que entra en conflicto con los propios intereses de casta.
Peor en democracia –este es el as en la manga- los
gobernados, a través del voto, pueden cambiar sus gobernantes. Pueden esto es
decidir por qué oligarquía ser sojuzgados y sometidos.[...]
El primero a pisotear cualquier regla de derecho
internacional no ha sido el muscular y republicano Bush sino el sosegado y
democrático Bill Clinton cuando autoproclamado, junto a otras democracias,
policía del mundo, ha agredido sin tener el aval de la ONU ni justificación
plausible, Yugoslavia, violando el principio, hasta ese momento nunca puesto en
discusión, de la no injerencia en los asuntos internos de un Estado soberano.
Italia participó en aquella guerra contra la voluntad de la opinión pública
(además de, digámoslo de paso, contra sus intereses nacionales) cuando estaba
gobernada por la izquierda, como ahora ha participado con un gobierno de
derechas, siempre sin el consenso de su opinión pública, a la guerra de Irak.
Que la alternancia en el poder sea una de las tantas
ficciones de que se nutre la democracia es particularmente evidente en los
sistenas bipolares y bipartidistas, sobre todo hoy, en una sociedad sin clases
y formada por un una indiferenciada clase media y donde, tras la caída del
comunismo, todos los partidos, con alguna excepción irrelevante, están a favor
del libre mercado, que es junto al modleo industrial il mecanismo real dicta
las condiciones de nuestra existencia, nuestros estilos y ritmos de vida. La
dmeocracia es solamente el envoltorio legitimante, el papel más o menos
brillante que cubre el caramelo envenenado.
A falta de verdaderas alternativas esta enorme clase media
se divide entre derecha e izquierda con la misma racionalidad con la que se es
forofo de la Roma en lugar de la Lazio, el Milan o el Inter. Y cuando el
llamado “pueblo de la izquierda” (o de la derecha) sale a las calles para
festejar una victoria electoral, bailando, cantando, saltando, agitándose,
exaltándose, es particularmente patético porque las ventajas que saca de la
victoria son puramente imaginarias o
como mucho sentimentales, mientras los beneficios reales van, no a aquellos
espectadores ilusos, sino a quien está jugando la partida del poder.
En cada pasada electoral hay un solo seguro perdedor, y no
es la facción que la ha perdido sino precisamente ese pueblo que festeja, junto
al otro que se ha quedado en casa a masticar la amargura, por las mismas
irracionales razones por las cuales los primeros han salido a la calle. Gane el
Milan o el Inter es siempre el espectador quien paga la entrada. En cuanto a
los jugadores, al ganador irá ciertamente la parte más consistente del botín,
pero para el perdedor no faltarán premios de consolación. Entre las oligarquías
políticas existe, por mucho que digan lo contrario, un pacto tácito para no
llevar el juego a sus extremas consecuencias. No le conviene a nadie. Existe
toda la vasta área del sub-gobierno y
del para-estado de donde se pueden
sacar las adecuadas gratificaciones para los perdedores, asegurándose de esta
manera que en la sucesiva pasada, con los papeles invertidos, el favor sea
devuelto. Por mucho que estén en competición por el poder, las oligarquías
políticas están unidas por un interés común que prevalece sobre todos los
demás: el interés de clase. La política, con sus ramificaciones, es en la
práctica la única clase que ha quedado en circulación. Es en conjunto una nomenklatura, no muy distinta de la
soviética, cuyo objetivo primario es la autoconservación, el mantenimiento del
poder y de las ventajas asociadas.
Y el enemigo mortal de un oligarca no es tanto otro
oligarca, con el cual se puede siempre llegar a un acuerdo porque forma parte
de la misma clase sino el pueblo del cual hay que vampirizar y quizás, una vez
cada cinco años, suplicar el consenso, pero que hay que tener a la debida
distancia de los arcanos del poder democrático y que crea, o finja creer, en el
juego. [...]
Un oligarca político no pierde nunca su estatus. Como en el
Ancien Régime un noble podía ser
pobre como una rata pero no perdía sus privilegios de casta, en la democracia
los que pertenecen a las oligarquías políticas pueden ser derrotados y
abandonar la escena sin perder sus privilegios, que no son como en el mundo
feudal los de las sangre sino los del dinero. Se han visto futbolistas y
cantantes celebérrimos, actores de fama internacional, artistas y literatos
beneméritos de la Patria terminar en la miseria y la desesperación, nunca un
político. Si no bastan las “pensiones de oro” se les encuentra siempre un
rinconcito confortable y bien remunerado.
Nada nuevo bajo el sol. La democracia no es un régimen
distinto de otros. Es sólo una de las muchas formas, quizás la más astuta, que
en la Historia ha asumido el poder oligárquico. Los de antes se inventaron los
derechos de la sangre, éstos el consenso democrático.
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