[Esta es la última entrada del año en este blog y también la última de la serie dedicada a la democracia. En esta primera fase he insistido mucho en Massimo Fini porque deseaba especialmente dar a conocer el autor y colgar esta serie de escritos suyos sobre la democracia. Seguramente seguiremos ocupándonos de él en el futuro pero también hay que variar y dar espacio a otros autores igualmente interesantes.]
Feliz Año Nuevo y un saludo a todos.
Massimo Fini
Pensar
que la Historia terminará simplemente porque el hombre de ha dado un cierto
tipo de organización política y social es ante todo ridículo e infantil,
precisamente a la luz de la Historia. Casi todos los regímenes políticos han
pensado lo mismo. […]
También
la democracia liberal, no obstante los delirios de inmortalidad de sus forofos,
tendrá un fin como todas las construcciones humanas, por naturaleza caducas. En
particular las políticas que se han demostrado bastante más frágiles y transitorias
que las religiosas, justamente porque, a diferencia de éstas, se deben medir
con la dura realidad y no con la metafísica. Escribía en 1684 Lord halifax, uno
de los padres del parlamentarismo: “Nada
hay nada más cierto que el hecho de que todas las instituciones humanas
cambiarán y con ellas las llamadas bases del gobierno. El derecho divino de los
reyes, los derechos irrevocables de la propiedad o de las personas, las leyes
que no pueden ser revocadas y modificadas, no son más que expedientes para
vincular el futuro”. Pero el futuro no es hipotecable. ¿Porqué precisamente
la democracia que, en términos históricos, es una recién nacida, sobre cuya
solidez nada se puede decir aún, debería tener un destino distinto y ser el
sistema definitivo? El transcurso del tiempo ha visto desfilar, por limitarse a
lo que tenemos más cerca, las comunidades tribales, los antiguos imperios
mesopotámicos, la polis griega, la
Roma republicana e imperial, el feudalismo, la monarquía absoluta y la
parlamentaria. Algunas de estas formas de organización han durado miles de años
y parecían indestructibles. Pero la última que a llegado tiene la presunción de
haber dicho la última palabra.
La
idea de que la democracia represente la finalidad y el fin de la Historia no es
sólo infantiul e ingenua. Es paranoica. El “Fin de la Historia” sería la
historia del fin, la muerte del hombre, un Edén de cementerio. Con permiso de
los liberaldemócratas también la democracia irá, antes o después, al cubo de basura de la Historia, y ésta
terminará únicamente cuando el último hombre haya desaparecido de la faz de la
Tierra.
Pero
incluso quien, en Occidente, no delira al estilo de Fukuyama, de Bush y de sus
infinitos compadres y –abandonando el optimismo historicista- no cree que
existan “leyes de la Historia” o que la Historia tenga una finalidad (es la
posición, entre otros, de Popper) considera sin embargo que la democracia sea
de todos modos “el mejor de los sistemas posibles” o por lo menos el mejor de
los conocidos hasta la fecha. Pero esto no se puede sostener, ni históricamente
ni conceptualmente. Si se admite como Popper que la Historia no tiene una
finalidad y que no existen leyes ineluctables que van en la dirección de una
constante mejora d ela condición humana, no hay ninguna garantía de un progreso
lineal y nada impide que lo que a nuestros ojos de occidentales,
incansablemente a la búsqueda de lo mejor, aparece como una evolución, sea en
cambio lo contrario. Y justamente la tan cacareada democracia liberal es una
demostración y un ejemplo.
Si
miramos las cosas objetivamente, sin dejarnos deslumbrar por nobles y
abstractos principios, descubrimos que en la relación gobernantes-gobernados la
democracia liberal, respecto –pongamos- a la monarquía absoluta, ha empeorado
la situación del mismo pueblo al que ha otorgado formalmente la titularidad del
poder. Porque puede suceder que el rey por derecho divino o semidivino, gracias
a que tiene el puesto, por así decir, asegurado, defienda al pueblo contra las
aristocracias y las oligarquías que lo oprimen, como hicieron los Tudor y los
Stuart que durante un siglo y medio se opusieron a los grandes latifundistas
que, husmeando el incipiente capitalismo, querían cercar los propios terrenos
rompiendo el régimen de campos abiertos (open
fields) que sostenía el delicado equilibrio del mundo agrícola, salvando
millones de campesions de la miseria y del hambre en las que precipitaron
inmediatamente, convirtiéndose en carne de cañón para las fábricas, en cuanto
la revolución parlamentaria de Cromwell, que preanunciaba la democracia, dio el
visto bueno a los enclosures.
La
oligarquías democráticas en cambio, justamente porque están en feroz y
permanente competición entre ellas por el mantenimiemto del poder, están
obligadas a pensar antes que nada, si no exclusivamente, en su propia
supervivencia. Y su principal enemigo como hemos visto es el pueblo.
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