"Hubo un tiempo en que el pensamiento era divino, luego se hizo hombre, y ahora se ha hecho plebe. Un siglo más de lectores y el Espíritu se pudrirá, apestará"

Friedrich Nietzsche

lunes, 31 de octubre de 2011

DEMOCRACIA (5)


Massimo Fini

Extraído de "Súbditos. Manifiesto Contra la Democracia"


La importancia que tiene el consenso popular se ha podido ver bien en la reciente guerra contra Irak [Nota: el autor se refiere a la invasión del 2003] Las opiniones públicas de Gran Bretaña, Italia, España, y Polonia, todos países democráticos, eran contrarias a la guerra por gran mayoría pero esto no ha impedido a gobiernos y parlamentos ignorarla y participar enviando tropas (en el fondo las autocracias árabes han estado más en armonía con su población). Y si no se respeta la voluntad popular en cosas tan fundamentales como decidir si participar o no a una guerra, con todas las implicaicones, morales y materiales, que comporta para toda la colectividad, entre ellas legitimar el homicidio y aceptar que los propios soldados, y no sólo ellos, puedan ser muertos, es fácil imaginar cuánto se respeta en cuestiones menos importantes. Para la leadership el consenso es puramente instrumental. Hay que granjeárselo para fines de poder personales y de grupo, para traicionarlo cada vez que entra en conflicto con los propios intereses de casta.

Peor en democracia –este es el as en la manga- los gobernados, a través del voto, pueden cambiar sus gobernantes. Pueden esto es decidir por qué oligarquía ser sojuzgados y sometidos.[...]

El primero a pisotear cualquier regla de derecho internacional no ha sido el muscular y republicano Bush sino el sosegado y democrático Bill Clinton cuando autoproclamado, junto a otras democracias, policía del mundo, ha agredido sin tener el aval de la ONU ni justificación plausible, Yugoslavia, violando el principio, hasta ese momento nunca puesto en discusión, de la no injerencia en los asuntos internos de un Estado soberano. Italia participó en aquella guerra contra la voluntad de la opinión pública (además de, digámoslo de paso, contra sus intereses nacionales) cuando estaba gobernada por la izquierda, como ahora ha participado con un gobierno de derechas, siempre sin el consenso de su opinión pública, a la guerra de Irak.

Que la alternancia en el poder sea una de las tantas ficciones de que se nutre la democracia es particularmente evidente en los sistenas bipolares y bipartidistas, sobre todo hoy, en una sociedad sin clases y formada por un una indiferenciada clase media y donde, tras la caída del comunismo, todos los partidos, con alguna excepción irrelevante, están a favor del libre mercado, que es junto al modleo industrial il mecanismo real dicta las condiciones de nuestra existencia, nuestros estilos y ritmos de vida. La dmeocracia es solamente el envoltorio legitimante, el papel más o menos brillante que cubre el caramelo envenenado.

A falta de verdaderas alternativas esta enorme clase media se divide entre derecha e izquierda con la misma racionalidad con la que se es forofo de la Roma en lugar de la Lazio, el Milan o el Inter. Y cuando el llamado “pueblo de la izquierda” (o de la derecha) sale a las calles para festejar una victoria electoral, bailando, cantando, saltando, agitándose, exaltándose, es particularmente patético porque las ventajas que saca de la victoria son  puramente imaginarias o como mucho sentimentales, mientras los beneficios reales van, no a aquellos espectadores ilusos, sino a quien está jugando la partida del poder.

En cada pasada electoral hay un solo seguro perdedor, y no es la facción que la ha perdido sino precisamente ese pueblo que festeja, junto al otro que se ha quedado en casa a masticar la amargura, por las mismas irracionales razones por las cuales los primeros han salido a la calle. Gane el Milan o el Inter es siempre el espectador quien paga la entrada. En cuanto a los jugadores, al ganador irá ciertamente la parte más consistente del botín, pero para el perdedor no faltarán premios de consolación. Entre las oligarquías políticas existe, por mucho que digan lo contrario, un pacto tácito para no llevar el juego a sus extremas consecuencias. No le conviene a nadie. Existe toda la vasta área del sub-gobierno y del para-estado de donde se pueden sacar las adecuadas gratificaciones para los perdedores, asegurándose de esta manera que en la sucesiva pasada, con los papeles invertidos, el favor sea devuelto. Por mucho que estén en competición por el poder, las oligarquías políticas están unidas por un interés común que prevalece sobre todos los demás: el interés de clase. La política, con sus ramificaciones, es en la práctica la única clase que ha quedado en circulación. Es en conjunto una nomenklatura, no muy distinta de la soviética, cuyo objetivo primario es la autoconservación, el mantenimiento del poder y de las ventajas asociadas.

Y el enemigo mortal de un oligarca no es tanto otro oligarca, con el cual se puede siempre llegar a un acuerdo porque forma parte de la misma clase sino el pueblo del cual hay que vampirizar y quizás, una vez cada cinco años, suplicar el consenso, pero que hay que tener a la debida distancia de los arcanos del poder democrático y que crea, o finja creer, en el juego. [...]

Un oligarca político no pierde nunca su estatus. Como en el Ancien Régime un noble podía ser pobre como una rata pero no perdía sus privilegios de casta, en la democracia los que pertenecen a las oligarquías políticas pueden ser derrotados y abandonar la escena sin perder sus privilegios, que no son como en el mundo feudal los de las sangre sino los del dinero. Se han visto futbolistas y cantantes celebérrimos, actores de fama internacional, artistas y literatos beneméritos de la Patria terminar en la miseria y la desesperación, nunca un político. Si no bastan las “pensiones de oro” se les encuentra siempre un rinconcito confortable y bien remunerado.

Nada nuevo bajo el sol. La democracia no es un régimen distinto de otros. Es sólo una de las muchas formas, quizás la más astuta, que en la Historia ha asumido el poder oligárquico. Los de antes se inventaron los derechos de la sangre, éstos el consenso democrático.

sábado, 22 de octubre de 2011

DEMOCRACIA (4)


Massimo Fini

Extraído de "Súbditos. Manifiesto contra la democracia"

La democracia, puesto que es un método, un contenedor, no es un valor en sí mismo y no propone valores. Es un saco vacío que habría que llenar. Pero el pensamiento y la práctica liberales y laicos, que son el substrato sobre el que ha crecido la democracia, después de hacer tabula rasa de los valores preexistentes, no han sido capaces, en dos siglos, de llenar el contenedor con contenidos, como no sean cuantitativos y mercantiles. Durante algún tiempo la democracia ha vivido arrastrando, por inercia, algunos de los antiguos valores, hoy ya no tiene ninguno fuera de –tautológicamente- sí misma.

Las monarquías absolutas, las teocracias, el poder carismático y hasta las dictaduras proponen en cambio valores fuertes, sean éstos buenos o malos, generalmente compartidos por la población o buena parte de ella. No es necesario que los gobernantes crean en serio en esos valores –lo normal es que no crean para nada en ellos- pero lo importante es que los gobernados lo hagan. Naturalmente estos valores no existen en un sentido objetivo, porque no hay ningún Absoluto que pueda ser tomado como punto de referencia, del cual hacer descender una jerarquía entre lo que es Bien y lo que es Mal. Son sólo creencias, ilusiones, son los sueños de los hombres. Pero ayudan a vivir. Son necesidades profundas de la naturaleza humana, que la democracia de los procedimientos, del método y de las fórmulas abstractas no satisface y a las cuales no da respuesta.

Además la democracia, a diferencia de la dictadura, no consiente ni siquiera la claridad, la pureza, el placer, aunque sean pagados a caro precio –quizás con la vida- de la oposición, porque con su falta de contornos precisos y de definición vuelve todo incierto, todo envuelve, engloba, malogra y, al final, ensucia. No tiene ninguna dimensión épica en la cual el hombre pueda demostrar de verdad que cree en los propios valores o, al contrario, su propia pequeñez. Me atrevería a decir que no tiene, en el bien y en el mal, la menor dimensión humana.

El poder democrático se basa, más que cualquier otro, en la palabra. El jefe militar debe conquistar ciudades o territorios y defenderlos. El jefe carismático tendrá en su haber acciones con las que ha construido su prestigio. El dictador toma decisiones que se pueden directamente atribuir a su persona. El poder de origen divino o semidivino es en cambio silencioso, para no desgastar con la palabra su propia sacralidad y credibilidad. El emperador de Bizancio no habla sino a través de su logoteta, porque el silencio y el hierático comedimiento en los gestos, casi hasta la inmovilidad como bien se aprecia en el famoso mosaico de la corte de Justiniano en San Vitale, a Rávena, son el signo de su mando y de su auctoritas.

El político democrático en cambio habla. No hace más que hablar. Es su principal y casi exclusiva actividad. Y la palabra es engaño, fraude, mentira. “Tu decir sea sí sí, no no. El resto viene del Maligno” dice el Evangelio.

El líder democrático es un demagogo y no es por casualidad le hayan endosado este adjetivo por primera vez a Pericles, el príncipe de la democracia ateniense, en vez de a algún tirano. Vive de palabras. Es cualquier cosa menos un hombre de acción. Es un “culo de piedra”. Y la posibilidad de verificar la coherencia de sus palabras con los actos, que se reducen sustancialmente a participar en la elaboración de las leyes o, si está en el gobierno, a emanar disposiciones administrativas, es mínima. Entre las palabras y los actos pasa normalmente tanto tiempo, llenado con otras palabras, que el ciudadano ya se ha olvidado de lo que dijo al principio. No porque el pueblo sia necesariamente “buey”, como lo consideran los oligarcas democráticos tras la fachada de la adulación verbal; es porque la gente tiene sus osupaciones, debe trabajar, mientras ellos son profesionales y no tienen otra cosa que hacer. “El programa de gobierno –escribe sarcásticamente Weber- tiene un significado casi puramente fraseologico”.

Además en un Estado moderno y democrático la elaboración de las leyes y su aplicación dependen de una tal multiplicidad de factores, de intervenciones y de variables que el político puede siempre lavarse las manos, cuando producen efectos negativos, o en cso contrario reivindicar lo positivo.

Muy a menudo las decisiones de los gobernantes revelan sus efectos reales solamente muchos años después. Por lo que el político democrático, que debe prestar atención al consenso, o más bien manipularlo, fatalmente está inducido a tomar decisiones demagógicas que sólo aparentemente favorecen el interés de la comunidad. “Se trata –escribe Sartori- de fascinar más que de dar, de prometer más que de mantener”. El “gran comunicador” es un gran estafador. […] En ayuda de la palabra y de la imagen, sus grandes instrumentos de seducción para acaparar el consenso de eso que un tiempo se llamaba pueblo y hoy opinión pública, las oligarquías y sus líderes tienen a su disposición potentes medios de mediación y de sugestión. […] Son los grandes medios de comunicación de masas, no sin motivo llamados “instrumentos del consenso”. Tales medios están controlados por las oligarquías, económicas y políticas.

La llegada de la televisión ha permitido avanzar pasos de gigante decisivos en la manipulación del consenso. […] El poder político de una cadena de televisión no está tanto en la información directamente política, sino en la cultura que difunde con su entera parrilla. En 1994 el empresario Berlusconi, presentándose por primera vez y políticamente inexperto, pudo ganar aquellas elecciones con porcentajes similares a los de un gran partido de masas como la Democracia Cristiana, no porque sus cadenas hicieran campaña a su favor (otras tres cadenas, en ese momento, las controlaba su adversario) sino porque durante una docena de años, siendo el dueño de todo el sistema televisivo privado nacional, había podido educar a los italianos según su cultura y preferencias. Nadie en buena fe puede negar que la Televisión sea el medio más poderoso para plasmar y, si necesario, manejar la opinión pública. […] En Europa una cadena nacional vale en media dos mil millones de euros. ¿Quién puede disponer de tales recursos si no las oligarquías económicas o la TV de Estado ocupada, con el dinero del ciudadano, por las oligarquías políticas?

domingo, 16 de octubre de 2011

DEMOCRACIA (3)

Retomamos el ciclo de textos de Massimo Fini dedicados a la democracia.


Massimo Fini

Extraído de "Súbditos. Manifiesto contra la democracia"

La legitimidad del poder democrático no es distinta de la del poder real, o carismático o tradicional o de cualquier otro tipo. En el sentido que no existe. […] Ningún poder político es por sí mismo legítimo por la sencilla razón de que se debe basar en un punto de partida conceptual que es, necesariamente, totalmente arbitrario. Lo importante, como ha aclarado magistralmente Max Weber, es que quienes están sometidos a este poder, o por lo menos una buena parte,  crean en su legitimidad, para asegurar una cierta estabilidad al sistema y al mismo poder. La legitimidad es una ilusión compartida. No hay nada de grave, de mal o de anormal en ello. No solo porque, como dice Huzinga, “Las ilusiones forman parte de la realidad”, sino porque a menudo, si no siempre, son precisamente las ilusiones lo que mueve el mundo. […]

Esta fe de los súbditos en su legitimidad, la democracia la ha tenido, como todo sistema de poder duradero, aunque sin alcanzar nunca el nivel de la monarquía de derecho divino, y esencialmente la conserva. Pero dos siglos de poder ejercitado la han debilitado fuertemente. Precisamente mientras se expande mundialmente impulsada por las élites dominantes, políticas y económicas, las que se aventajan en mayor medida de este tipo de régimen, la democracia liberal empieza a crear dudas donde ha nacido, en Occidente. Lleva algunos decenios, se dice, en crisis. Y es significativo que en Estados Unidos, país líder del modelo, y precisamente de una de las ramas del pensamiento liberal, en el Partido Republicano, haya nacido hace treinta años el movimiento de los “Libertarians” que se propone abatir el Estado, y por tanto el Estado democrático, porque acusa a la democracia liberal de haber traicionado sus principios, puesto que en vez de exaltar el individuo lo oprime, sofocándolo en una red tupidídima de leyes, de normas, de reglas, de vetos, de prohibiciones.

Pero ataques extremos como el de los Libertarians son aún muy marginales […] Nadie pone en entredicho radicalmente el modelo. El ciudadano común percibe, ve, que no pinta nada, en el mismo momento en que se le dice que es titular, aunque sea compartido, del poder, pero se calla sus dudas si es que las tiene. Porque hoy en día nadie, en Occidente, se declara abiertamente antidemocrático. Arriesga terminar, democráticamente, en la cárcel.

La democracia, con sus convicciones sobre la existencia de “principios eternos”, “derechos naturales y universales”, un orden natural necesario”, “un solo ideal universal”, con su concepción abstracta del hombre y su énfasis en la “voluntad popular” o incluso sólo en la voluntad de la mayoría, contiene en sí misma las semillas del antiliberalismo, de la opresión y del totalitarismo. Esto se sabe ya desde hace tiempo.


El jacobinismo nace de las ideas democráticas de la revolución francesa. Y estas ideas fueron exportadas en Europa no con buenos modales sino con la violencia, llevadas en la punta de las bayonetas de los ejércitos de Napoleón […] Jacobinos y bolcheviques representan la declinación rousseauiana, continental (Mellory, Mably, Helvétius, D’Holbach, Condorcet, Diderot y Rousseau) de la democracia que absolutiza la “voluntad popular” o la “voluntad general” como la llama Rousseau, y erigiéndola a intérprete del destino de la Nación si no de la entera humanidad, acaba considerando “desviadas” todas la minorías y las elimina.

La democracia liberal no tiene un origen continental sino anglosajón y por tanto en principio es menos teórica y más pragmática. Quería prevenir estos peligros protegiendo las minorías de la “tiranía de la mayoría” y en cualquier caso considera esencial esta dialéctica entre mayoría y minorías. Es por tanto sprprendente e inquietante que hoy la democracia liberal no conciba ya nada fuera de sí misma y pretenda homologar y doblegar el mundo entero según su propio modelo. Lo que no tolera –o dice no tolerar- en casa, es decir la uniformidad y la eliminación de la diversidad y de las diferencias, lo impone al resto del mundo.

Extraña parábola la suya. Nacida de la esperanza de un sano pragmatismo se ha convertido en una ideología radical. Comete los mismos, trágicos, errores del comunismo convirtiéndose, como éste, en un universalismo que, en cuanto tal, no puede ser otra cosa que totalitario. Pero va más allá. Se comporta como una religión. A diferencia de las Potencias del pasado (los tiempos felices en que había todavía Potencias y no Superpotencias), que se limitaban a conquistar territorios, la democracia liberal quiere conquistar las almas, quiere convertir, quiere que todos, en el vasto y variado mundo, se sientan sinceramente democráticos. Y considera que éste es el destino natural e ineluctable de la humanidad.

No es un buen signo que las democracias se propongan de manera totalitaria hacia el exterior, hacia Estados, naciones y pueblos que se han dado un modo de vida diferente, y pretendan para ellas, en cuanto democracias, singulares privilegios en el plano internacional. Como apropiarse del derecho de hacer la guerra, llamándola con otro nombre, negándoselo a los demás. El derecho de agredir preventivamente y legítimamente a los Estados no democráticos, de poseer gigantescos arsenales de “armas de destrucción de masa” prohibidas en cambio, quién sabe por qué, a los demás, aunque sea en cantidades módicas. Sin embargo esto no significa por sí mismo que sean totalitarias u opresivas internamente. Precisamente, la justificación que la democracia se da a sí misma para legitimar su actual agresividad es el ser, a diferencia de todos los demás, un régimen de libertades.

[La crítica a esta afirmación es tratada en otros textos]

sábado, 8 de octubre de 2011

RESTAURAR LA VIRILIDAD Y LA FEMINIDAD

Interrumpimos momentáneamente la serie de textos de Massimo Fini, para publicar un excelente artículo del autor italiano Francesco Lamendola, al cual volveremos ocasionalmente. Ha escrito varios ensayos y colabora regularmente en este portal que contiene artículos muy interesantes:

Arianna Editrice 

El texto de hoy, publicado en 2008, trata de la confusión  sexual entre hombres y mujeres fomentada por la nefasta ideología de género y la mentalidad igualitaria, y especialmente del carácter de degeneración que tal confusión tiene, concretamente, en la vida de hombres y mujeres. Idealmente complementa el próximo texto que aparecerá en El Blog del Oso Solitario, "Conferencia sobre ideología de género". El artículo original en italiano se puede leer aquí: 

Ripristinare la virilità e la femminilità



Francesco Lamendola

Artículo publicado en Internet

Nos han dicho (nosotros no nos habíamos ni siquiera dado cuenta) que la última moda entre los chicos del Instituto, es ir por ahí con los pantalones bajos para exhibir los calzoncillos -obviamente de marca- y algo de sus juveniles posaderas. 
Esto casa bien con la moda, vigente desde hace años entre sus desinhibidas compañeras, que consiste en llevar los pantalones bajados –pardon, con la cintura baja: están hechos así esos benditos pantalones, qué le vamos a hacer- para exhibir no sólo el ombligo y el vientre, sino también posiblemente el pubis y, como mínimo, los elásticos de las bragas.
Pues bien, esto es la perfecta síntesis del trastorno y la confusión que hoy imperan en los roles sexuales: los hombres muestran el trasero, y las mujeres te meten por los ojos su abdomen. Suponiendo por un momento –que no admitiendo- que para ser varones o mujeres sea realmente necesario exhibir la propia desnudez bajo la cintura, hasta hace no mucho tiempo sucedía lo contrario. Las mujeres mostraban el culito en sus bonitos pantalones ajustadísimos, y los hombres preferían marcar paquete…

Lo que queremos decir es que, además de la destrucción del sentimiento del pudor, que a estas alturas está relegado entre las antiguallas oscurantistas de un pasado medieval, los dos sexos están llevando a cabo un juego narcisista que ya bordea la destrucción de la especificidad de género. Existe una tendencia de las mujeres a abdicar de su feminidad, a menos que se confunda la feminidad con la ostentación sexual más grosera y antierótica. Aunque el cirujano siga aumentando sin descanso el volumen del seno, de los labios y todo lo demás. Y existe una tendencia de los hombres a abdicar de la propia virilidad, a hundirse en un pavoneo lánguido y blando, que es una caricatura patética de la seducción femenina, o mejor de la seducción femenina barata. Por tanto, una caricatura de la caricatura, algo que es doblemente ridículo.

Digámoslo entonces fuerte y claro: virilidad y feminidad no están en los músculos, en los glúteos, en los senos y tampoco en los genitales; están en la mente y el corazón de las personas. Uno es masculino o femenino porque posee un corazón y una mente viriles o femeninos. Y el corazón y la mente de muchas mujeres, hoy –a pesar de las apariencias- son cada vez más masculinos; mientras que el corazón y la mente de muchos, demasiados hombres, son decididamente y con ostentación, femeninos. Ahora bien, la mujer que remeda lo peor del hombre no es sólo repulsiva, es también grotesca; y el hombre que remeda lo peor de la mujer no es sólo nauseabundo, es también patético.

Después de haber predicado, durante años y años, que la heterosexualidad es una especie de neurosis de represión, y que el individuo verdaderamente liberado no conoce las “artificiales” barreras de género, hemos llegado a este resultado. Mujeres que ya no son mujeres, aunque estén hinchadas de silicona en los puntos estratégicos y muestren su ropa interior ultraprovocante; hombres que ya no son hombres y no se preocupan mínimamente de esconderlo, que al contrario compiten con las mujeres en su mismo terreno: exhibiendo los graciosos culitos por ejemplo.

Qué tristeza.

Los malos maestros de la liberación sexual, las feministas cabreadas y los pederastas disfrazados de maestros espirituales pueden estar contentos: han conseguido plenamente su objetivo.

El fenómeno de la destrucción de las diferencias de género tiene orígenes lejanos y es uno de los rasgos distintivos de la modernidad. En ese extraordinario laboratorio de nuevas tendencias que han sido los países escandinavos, entre las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX, los primeros en darse cuenta han sido escritores como Henryk Ibsen y August Strindberg. Strindberg, sobre todo: un hombre desesperadamente atraído por el sexo femenino, justo cuando éste estaba comenzando a sufrir la mutación antropológica antes comentada. Su desesperada y desesperante atracción por su mujer lesbiana, la cual en cambio se sentía atraída por la camarera, é un cuadro elocuente de ese alejamiento recíproco de los sexos que ha tenido su comienzo cuando la mujer, en nombre de una mal entendida emancipación, ha decidido abandonar su “casa de muñecas” y ha empezado a tener en vez de hijos problemas existenciales (como sabrosamente notaba Oswald Spengler).

Hoy se da por sentado que la emancipación femenina, entendida como destrucción de las diferencias de género, ha sido una conquista y un progreso de la civilización, pasando graciosamente por encima del hecho que, al contrario, su origen haya sido la exigencia económica de mantener la familia con un segundo sueldo. Por tanto ha sido consecuencia de la explotación clasista, tanto del hombre como de la mujer: explotación que continúa aún hoy, aunque camuflada y maquillada en la forma –bastante más presentable- de un progreso (vieja palabra mágica que tiene aún un buen efecto sobre las mentes superficiales) de las costumbres y de una modernización (otra palabra mágica de dos perras gordas) de la familia y de la entera sociedad.

Y sin embargo, observando las mujeres estresadas, neuróticas, que se desviven hoy en su triple cometido de amas de casa, de trabajadoras y de eternos objetos del deseo –como enseña y pretende la publicidad televisiva- no se diría que hayan conseguido esta gran liberación y este gran progreso. Más bien hay que pensar, al contrario, que estén más sobrecargadas de trabajo, más frustradas e infelices que cuando no gozaban de las maravillas de la llamada emancipación. Sin contar con que el tercer cometido que se exige de ellas, domingos y fiestas incluidas –sobre todo domingos y fiestas-, es decir ser perfectos, deslumbrantes objetos de deseo (¿y en definitiva de quién, puesto que hombres viriles hay cada vez menos?), no es ciertamente el más ligero ni gratificante. Al contrario: creemos que es el más fatigoso, frustrante y tiránico de los tres.

El más fatigoso, no sólo en sentido físico, porque condena las mujeres a una existencia perennemente inauténtica, en la cual se les prohíbe, taxativamente, mostrarse como son verdaderamente. No, deben siempre recitar la comedia de la femme fatale, de la chica guapa con la sonrisa reluciente y sin defectos, de la elegancia y la imagen perfecta. ¡Impensable que estas mujeres eternamente provocativas puedan regresar a casa y decir a alta voz que sus pies, enjaulados en los graciosos zapatos de tacón, gritan de dolor, y no desean más que sumergirlos en agua templada!

El más tiránico: porque les impone una máscara que nunca, nunca, por ninguna razón, podrán quitarse, aunque fuere por pocos instantes. Como un payaso obligado a reír en su máscara de cera, aunque tenga el corazón roto por algún asunto privado, muchísimas mujeres, hoy, están literalmente obligadas a remedar, bon gré mal gré, las estrellas de Hollywood, hasta el punto de ligar su propia autoestima a los reflejos condicionados que su seducción exasperada produce en los señores hombres (obviamente los más bobos y superficiales).

El más frustrante, porque las consume en una batalla cotidiana que dura toda la vida y puede concluir sólo con la derrota final. Antes o después, se haga lo que se haga, aparecerá una chica más joven, con más formas y más seductora, que las relegará a la zona de sombra y las hará aparecer –o sentirse, che es lo mismo- viejas, feas y patéticas. Inevitable resultado de haber jugado todas las propias cartas sobre el terreno de un modelo de belleza totalmente exterior y cuantitativo, donde las cicuentonas, las cuarentonas e incluso las que rondan la treintena no podrán nunca ganar la partida a las colegas-rivales más jóvenes y aguerridas.

Cada vex más frustradas y fatigadas a causa de ritmos de vida y trabajo insostenibles, muchas mujeres han ido perdiendo, sin darse cuenta, justamente esa feminidad de la que tanto querrían alardear como emblema de poder. Han ido desarrollando esa típica chulería, esa típica agresividad, que son una característica –por lo demás negativa- del género masculino. Hace realmente falta algo más que un seno desbordante, que un abdomen fantasiosamente tatuado y generosamente exhibido, para hacer una verdadera mujer, una mujer deseable a los ojos de un hombre normal. La feminidad –como la virilidad- no es cuestión de centímetros, no es cuestión de cantidad: es un modo de ser. Y si es verdad que una mujer vulgar no podrá jamás pasar por princesa, aunque se adorne de joyas como un árbol de Navidad, de la misma manera una fémina sin pudor, sin encanto ni gracia, que va a caza de tíos como los tíos (idiotas) van a la caza de tías, no conseguirá nunca pasar por verdadera mujer.

Y ahora vamos con los hombres. 

No es que hayan quedado muchos en circulación. 

La inquietud destructiva que ha arrollado el género femenino ha tenido una repercusión penosa sobre el masculino. Ha destapado todas las miserias, antes de alguna manera disimuladas: el narcisismo, la inmadurez, la inseguridad. Sobre todo la inseguridad. Rechazado y despechado cuando creía haber encontrado una compañera, a menudo el hombre ha reaccionado con una fuga hacia adelante: se ha puesto, más o menos sin ser consciente de ello, a competir con la mujer, en el terreno propiamente femenino. Ha comenzado a gastar una fortuna en perfumes y productos cosméticos, a dedicar horas y horas a las lámparas bronceadoras, a los tratamientos estéticos y demás. Como si quisiera decir: ¿el mundo es sólo de las guapas de Hollywood?; pues bien, yo también seré como los guapos de Hollywood. Pero el mundo de los guapos de Hollywood no es más que apariencia de virilidad: detrás, por ejempo como en el caso –emblemático- de Rock Hudson, hay una homosexualidad rampante, que sería envidiada por los pederastas de Grecia antigua en su momento de máximo triunfo.

Ser realmente hombres, es otra cosa. Quiere decir ponerse frente a la mujer con la propia especificidad: que es ciertamente complementaria, y justamente por ello profondamente diferente de la femenina. Quiere decir pensar como hombres, sentir como hombres, actuar como hombres. Tener la franqueza, la lealtad, la sinceridad de los hombres. Un hombre que juega al escondite, que murmura por detrás, que deja entrever los calzoncillos (¡de marca, por supuesto!) para desviar la atención de su cabeza y de su corazón, no es un verdadero hombre: es una fea caricatura de la mujer. Y ni siquiera, repitámoslo, de la verdadera mujer: solamente de las muñecas plastificadas propias de la publicidad televisiva.

Una verdadera mujer no se avergüenza de sus arrugas, ni de sus miedos, ni de sus dudas; y un verdadero hombre no se avergüenza de sus años, de su calvicie o, eventualmente, de su misma timidez. Hay una manera viril de ser tímidos, como hay un modo viril de envejecer. Hoy, en cambio, vemos un pulular de mujeres que no son mujeres y que derperdician todas sus energías en una batalla perdida contra las arrugas, hasta reducirse a una máscara grotesca, como Elizabeth Taylor; y hombres que no son hombres, que antes que enseñar la calva se hacen un transplante de cabellos, uno por uno, en las mejores clínicas suizas o americanas (¿de quién estaremos hablando?) [Nota para el lector español: la alusión es a Silvio Berlusconi que se hizo un famoso transplante de cabellos]

Por favor, recuperemos un poco de dignidad.

Y si no encontramos mejores razones para abandonar esta farsa, hagámoslo al menos por nuestros hijos.

Que nos contemplan incrédulos, estupefactos, angustiados.

El espectáculo que les estamos dando no es sólo deprimente: es amoral.

Mientras tres cuartos de la humanidad están todavía luchando para conquistar una existencia decente, nosotros les hacemos creer que los valores supremos de la vida consistan en un cuerpo siempre joven y erótico, en una eterna máquina de seducción sexual.

¡Pero por favor!

¿No hemos ya caído bastante bajo? ¿Queremos hundirnos aún más?

sábado, 1 de octubre de 2011

DEMOCRACIA (2)


Massimo Fini

Extraído de “Súbditos. Manifiesto contra la democracia”.


La democracia universal y sus amigos

En Occidente existe la convicción de que la democracia y el mercado (hoy considerados inseparables) son el estadio final del largo proceso político e institucional que comenzó, en práctica, con la aparición del hombre en la Tierra y su caracterizarse como ”animal social”, que vive en comunidad. Cuando colapsó la Unión Soviética, el “Imperio del Mal”, el politólogo americano Francis Fukuyama anunció al mundo que la Historia había terminado. Habiendo derrotado la democracia, después del nazifascismo, a su último adversario, el comunismo, ya no quedaba nada por hacer ni objetivos que perseguir y Occidente podía gozar serenamente su triunfo por toda la eternidad.

En realidad, la Historia, como se ha visto, no había terminado en absoluto […] pero Fukuyama y todos los Fukuyama de Occidente no se han dado por vencidos por tan poca cosa. Han admitido que efectivamente la Historia no había terminado en 1989, pero simplemente han retrasado un poco la llegada de la epifanía. La Historia terminará cuando todo el planeta, y no sólo Occidente, sea establemente democrático y todas las gentes puedan gozar en paz y alegría de las bendiciones del libre mercado.

Es una convicción de todo progresismo e historicismo, de derechas y de izquierdas, desde Hegel a Marx, que la Historia humana tenga una meta y por tanto, debiendo ser alcanzada esta meta antes o después, también un final. Dentro de esta concepción Fukuyama considera que existe una “Historia universal de la humanidad”, válida para todos los pueblos del mundo, conducidos inexorablemente e inevitablemente  por la férrea lógica de este diseño finalístico, hacia la “Tierra Prometida” de la democracia, de la “difusión de una cultura general del consumo”, del “capitalismo basado en la tecnología”. Se trata sólo de acelerar este proceso ayudando a las poblaciones que por pura mala educación no son aún democráticas, a serlo, darles un empujón en el camino de la emancipación, porque el hombre, si se le deja libertad para elegir, es naturaliter democrático. Tras el Homo oeconomicus los liberales se han inventado también el Homo democraticus.

[…] La tarea de Occidente, hoy, es por tanto llevar la democracia, por las buenas o por las malas,  donde aún no la hay. Se ha empezado metiendo en cintura Yugoslavia, Afganistán, Iraq. Y hay quien piensa ya en transformar la ONU, la organización internacional que actualmente acoge todos los Estados soberanos en cuanto tales, en un club en que sería admitido sólo quien tiene la licencia democrática […]. Según estos ideólogos “tendría la legitimidad necesaria para reaccionar con credibilidad a las amenazas contra la paz y la seguridad internacionales”. Y puesto que un pretexto para acusar a un Estado de constituir una amenaza se encuentra siempre –y si no se puede inventar como hemos visto en Iraq- la democracia estaría autorizada a emprender guerras, con la conciencia perfectamente tranquila, contra dictaduras, autocracias, teocracias, monarquías absolutas, aristocracias, comunidades tribales, tradicionales, feudales y, en resumidas cuentas, a todo lo que es “otro” […]

Es evidente para cualquier persona, creo, que es justamente este agresivo totalitarismo democrático,  del cual es portaestandarte el más potente y armado Estado del mundo, con su séquito de aliados, convencidos o menos, de potentados económicos, de medios de comunicación, de intelectuales, el que constituye la verdadera “amenaza a la paz y la seguridad internacionales”. […]

Pero no es esta cuestión, que hemos tratado ya en el “Vicio Oscuro de Occidente”, la que vamos a tratar aquí. La pregunta que nos planteamos es: ¿Qué es la democracia? ¿Es realmente “el peor de los sistemas posibles, exceptuando todos los demás”, como  Winston Churchill decía con la ironía que lo caracterizaba? ¿O es “El mejor de los sistemas posibles” como -sin ironía- piensan y dan por descontado más o menos todos en Occidente, hasta el punto de que se consider que no vale la pena discutirlo? ¿Es nada menos que el Bien Absoluto, un valor tan universal que es nuestro deber ponerle esta camisa a pueblos que tienen historia, tradiciones, experiencias tan distintas de las nuestras? ¿O no será más bien una forma de opresión, más o menos hábilmente enmascarada, como las otras o incluso peor que las otras?


La democracia y sus enemigos

Aclaremos que no estamos en la línea de quien ataca la democracia porque, en cuanto “gobierno del pueblo”, o en cualquier caso de la mayoría, puede ser solamente el gobierno de los mediocres. Esta línea, antiquísima, de derechas como fe izquierdas, inicia en el siglo V a.C., pasa por Platón y Aristóteles, vuelve con Hegel, cuando el problema se plantea otra vez, y llega a nuestros días.

[…] La democracia liberal acepta el riesgo de que la clase dirigente pueda ser mediocre, en el nombre de un valor que –dice- le importa mucho más: la libertad.El poder democrático no puede y no debe ser carismático por la simple razón de que le poder carismático, basado en la fuerza y no igualitario, representa su exacto contrario. Según la distinción clásica que nos ha dejado Max Weber, “El puro carisma no conoce legitimidad alguna fuera de la que deriva de su misma fuerza confirmada repetidamente”. Y añade que los jefes carismáticos son “portadores de un específico don del cuerpo y del espíritu…concebido como sobrenatural (en el sentido de no ser accesible a todos)”. En la democracia en cambio el poder es, en principio, accesible a todos. Se elige por mayoría, que es el instrumento técnico fundamental de todo sistema electoral democrático. Y la mayoría elige entre ella individuos que la representen y por tanto inevitablemente mediocres […]

[…] La democracia desconfía de las personalidades excepcionales, más aún tras comprobar en la primera mitad del siglo XX de lo que son capaces. […] Y, hay que decirlo, desconfía también de la inteligencia. Por tanto ha construido un mecanismo, las elecciones basadas en el principio de la mayoría, que necesariamente y con coherencia premia a los mediocres. Para evitar peligros y dictaduras, cuyo recuerdo entre nosotros es reciente y aún candente. Y es precisamente en la continua comparación, explícita e implícita, con las dictaduras, donde la democracia liberal consigue la mayor parte de su credibilidad frente a las opiniones públicas occidentales, como si se tratase de un “aut-aut” y no hubieran existido nunca, no existan, no puedan existir y no sean ni siquiera imaginables sistemas distintos de la una y de las otras.

No atacamos la democracia liberal tampoco siguiendo la línea marxista que le reprocha el no haber eliminado las desigualdades económicas y sociales, sino el haberlas acentuado. […] La democracia liberal, a diferencia de la “popular” es decir marxista, no ha tenido nunca entre sus objetivos la igualdad económica y social. Es al contrario, adversaria convencida de este tipo de igualdad, porque se basa en el individualismo, erigido por sus mayores teóricos, desde Locke a Stuart Mill, en valor supremo. La democracia se contenta con la igualdad formal, es decir la igualdad ante la ley de todos los ciudadanos. No se la puede acusar de no haber conseguido un objetivo, la igualdad substancial, que nunca ha sido el suyo.

Tampoco estamos entre quien considera las democracias ineficientes y débiles. Es precisamente en el plano de la eficacia en el que las democracias han derrotado al sistema soviético. Y no son débiles porque en su momento vencieron contra el nazismo alemán, una de las más potentes máquinas de guerra que hayan aparecido nunca sobre la faz de la Tierra. Son tan poco débiles que hoy en día dominan el planeta y las botas de sus soldados hollan los suelos de todo el mundo.

En fin, no atacamos la democracia siguiendo la línea que desde De Maistre se desarrolla a través de Nietzsche, Carl Schmitt, Leo Strauss, Alasdair McIntyre, Roberto Mangabeira Unger e infinitos más, que reprochan a la democracia liberal la extraordinaria decadencia, especialmente moral, de nuestra sociedad.

No es la decadencia, moral o no, que aquí nos interesa. Creemos que todos los sistremas son más o menos buenos, o al menos tienen o no posibilidades de mantenerse, según cómo respeten los principios y los postulados sobre los que se basan, o afirman hacerlo. Si esta coherencia no existe o falla, el sistema, antes o después, colapsa. No porque pierda la legitimidad –que ningún sistema político y ningún poder tiene- sino la creencia en su legitimidad por parte de quienes están sujetos a él. El feudalismo ha funcionado discretamente durante muchos siglos, en Europa. Los pactos eran claros: los campesinos y los artesanos trabajaban y mantenían a la comunidad; los señores, en cambio, tenían dos obligaciones precisas: debían defender el territorio y administrar justicia en sus feudos. Cuando delegan a otros el oficio de las armas, dejan sus castillos y se transfieren a Versalles para hacer de maniquíes, empolvados, con peluca y  maquillados, la burguesía los echará, con toda justicia, a patadas en el trasero.

Temo que la democracia vaya por ese camino. Que incluso haya siempre sido así. Porque a medida que se desarrolla el hilo de la Historia –y ya llevamos bailando al son de esta música dos siglos- cada vez con mayor evidencia se ve que la democracia representativa no sólo no es fiel a sus presupuestos y a sus rimbombantes principios, sino que no es de ninguna manera capaz de hacerlo ni lo hará jamás.

Ciertamente, es evidente que le modelo real no puede corresponder nunca al ideal, pero existen límites a la discrepancia entre la idea y la realidad. Tampoco el “socialismo real” podía corresponder al ideal. Pero si se parte de la idea de liberar al hombre y en cambio se termina convirtiéndolo en un esclavo, no quiere decir simplemente que en el camino de lo ideal se ha cruzado la realidad con toda su fuerza de desgaste y su opacidad, quiere decir que se ha realizado lo contrario de lo que se quería hacer. Lo mismo vale para la democracia.