"Hubo un tiempo en que el pensamiento era divino, luego se hizo hombre, y ahora se ha hecho plebe. Un siglo más de lectores y el Espíritu se pudrirá, apestará"

Friedrich Nietzsche

lunes, 28 de mayo de 2012

SENTIDO MORAL Y CIVILIZACIÓN


[Terminada la serie de Adriano Romualdi comenzamos a publicar algo del autor italiano Sergio Gozzoli, médico de formación y profesión que ha publicado numerosos artículos en la revista italiana "L'Uomo Libero" y el libro "Las Raíces y la Semilla". En esta obra, a la que pertenecen los fragmentos escogidos, aborda el problema de la naturaleza humana y la sociedad, desde un punto de vista basado en la biología, la genética y la evolución, una perspectiva si se quiere muy "sociobiológica".

Punto de vista que tiene sus limitaciones -para otros puede ser al contrario su mayor mérito- pero en cualquier caso basado sobre un sólido fundamento científico y portador de una claridad y un rigor muy necesarios hoy en día, época de manipulación, demagogia e ignorancia fomentada desde el poder especialmente en estos temas. Los conocimientos científicos sobre el hombre, cuando se trata de verdadera ciencia naturalmente y no de propaganda políticamente correcta, son una bofetada en toda regla contra todo utopismo igualitario y buenista, además de revelar, desde el particular punto de vista del autor, el carácter de enfermedad y patología en un sentido socio-biológico de las ideologías "progresistas" hoy dominantes. Ideologías cuya esencia profunda es la negación de la realidad humana, la apología de la decadencia y el rebajamiento del nivel de civilización de la humanidad. Saludable por tanto la lectura de estos pasajes que serán pocos pero dan una idea cabal del punto de vista del autor. Buena lectura.]



Sergio Gozzoli

Fragmento de la obra "Las raíces y la semilla"


Las poblaciones capaces de concebir diferencias de poder y de funciones, de dignidad y censo, capaces de ‘amar’ la propia mujer, los propios hijos, la propia tierra, la propia comunidad –puesto que en ella los individuos podían identificarse, potenciarse, y continuarse después de la muerte-, esas poblaciones caminaron hacia adelante y se elevaron. Comenzaron con los dibujos en las grutas de Lascaux y Altamira para llegar a la Capilla Sixtina y a la sonrisa de la Gioconda; partieron de los coros nocturnos de cazadores alrededor de las hogueras para vencer la angustia de los silencios ilimitatos de la estepa, y llegaron a las sinfonías de Beethoven y a Wagner; partieron de la maza y el arpón de hueso y llegaron al láser; partieron de la estupefacción y la maravilla frente a la bóveda estrellada de un cielo lejano y a menudo enemigo, y llegaron con Galileo al postulado de objetividad y con Von Braun al primer alunizaje.

Y todo esto porque estaban dotados no sólo de agresividad y de inteligencia –de esto están dotados, quien más y quien menos, todos los grupos humanos- sino también y sobre todo de un fuerte sentido moral.

Esto es, la civilización es hija de la moral.

Pero hay que precisar: la observación de la historia de todos los pueblos civiles muestra que no se trata de una moral ‘genérica’, una cualquiera de las muchas posibles. No. La civilización en auge resulta ser siempre hija de la rígida, incómoda, austera y no permisiva moral de tipo patriarcal y ‘machista’ [Nota: me ha sido imposible evitar la palabreja de marras en la traducción; valgan las comillas] –que con un neologismo podríamos definir ‘familista’- que hasta ayer ha caracterizado las culturas europeas, orientales y africanas, hasta anteayer también la americana y la sueca.

En la base de la estructura social de la polis –en el momento del máximo esplendor de la civilización helénica- estaba una familia en la cual las mujeres vivían separadas en la clausura de su ‘gineceo’. No habría habido ninguna realidad imperial romana sin una familia en la cual la patria potestas garantizaba al padre –casi rey, sumo sacerdote y supremo magistrado al mismo tiempo- derecho de vida y muerte sobre mujeres e hijos. En su fase de máximo vigor expansivo, de conquista y fundación de nuevas naciones y nuevos Estados, los Normandos dictaron leyes en virtud de las cuales un marido traicionado que no reparase la ofensa con sangre en breve tiempo perdía todos los derechos civiles: es de origen normanda, no árabe, la tradición del ‘delito de honor’ de gran parte de las poblaciones italianas.

Y no se puede ni siquiera afirmar que fuese una moral ‘inventada’ o ‘impuesta’ por los varones: entre los antiguos Francos Salios –que junto a Romanos, Normandos y Árabes fueron los más formidables forjadores de historia y geografía que el mundo haya conocido- una adúltera era juzgada y lapidada por las mujeres de su comunidad: los hombres no ponían ni palabra ni mano. Por lo demás la más puritana y antifeminista de las morales –la victoriana- que acompañó y fue el substrato del momento de la máxima potencia y expansión imperial británica, se identificó -hasta en el nombre- con una mujer: la reina Victoria.

¿Y cómo no recordar que hasta hace pocos años, en todas las sociedades europeas, la más despiadada censura de las ‘inconveniencias’ de una mujer joven no venía tanto de los varones –más comprensivos porque algunas ‘inconveniencias’ les convenían a ellos- sino de las viejas de casa y las comadres del vecindario, que espiaban la hora en que la muchacha del piso de abajo volvía a casa para etiquetarla de por vida si retornaba demasiado tarde?

Estrecha por tanto, e indisoluble es la relación entre costumbres severas y elevada civilización. Y en efecto, si intento soñar un mundo en el cual las mujeres tienen gracia y las muchachas pudor, y los hombres las respetan, yo no represento en mi pensamiento una imagen prevalentemente moral: sueño un mundo de civilización, en un sentido estético puro.

El revoltijo de seres intercambiables en las actitudes, en los comportamientos y en los roles, sin caracterizaciones ligadas al sexo y a la edad, esta especie de espesura salvaje donde un fruto se recoge aún acerbo, donde las plantas trepadoras sofocan cualquier brote y la prepotencia legitimada del sotobosque niega el respiro a todas las flores, esta sociedad en la que a un muchacho se le convierte en viejo con un exceso de libertad que es falta de protección, donde una muchacha no conoce ya sueños porque no se le deja tiempo para soñar, donde son embargo el chico o la chica maduran tarde o no maduran nunca, porque no fueron ‘cultivados’ durante todo el tiempo necesario para el cachorro del hombre –un tiempo largo-, este mundo de desenfreno y licencia en los hijos, que es sólo el resultado de la indiferencia y la falta de responsabilidad de los padres, no es una sociedad civil. No hay civilización cuando todas las reglas se destruyen, cuando la corrupción es pública y oficial.

Y cuando digo ‘corrupción’ no es en un sentido retóricamente moral, sino en un sentido estético puro: la belleza corrompida por la fealdad, el orden hermoso de los surcos de un campo arruinado por el bárbaro pisoteo de una horda de salvajes.

El camino al ‘Medioevo próximo venturo’ [Nota: título de un libro que tuvo una cierta notoriedad del escritor Roberto Vacca] empieza a abrirse camino en el campo de las costumbres: los bárbaros están ya dentro de las puertas.

Si el ‘Medioevo próximo venturo’ no ha explotado aún en las infraestructuras tecnológicas, en las comunicaciones y en los sistemas productivo y administrativo de las actuales sociedades ‘avanzadas’ –que son sociedades innaturales- se arrastra serpenteando, sin embargo, en la profundidad de los contenidos de estas estructuras.

Las arterias aguantan todavía –aunque estén gastadas- pero la sangre está ya arruinada

viernes, 18 de mayo de 2012

TRADICIÓN EUROPEA (8)


[Este  fragmento concluye la serie dedicada a la obra de Adriano Romualdi sobre la tradición europea. No es un libro muy extenso y la selección aquí presentada cubre una buena parte de la obra. En esta última entrada se presenta las últimas páginas del libro, de gran fuerza y que constituyen una llamada a la acción y una visión de futuro, sin lugar para el abatimiento nihilista, aún hoy y en medio de una decadencia espantosa que asume rasgos aún más siniestros que hace 40 años cuando esta obra fue escrita. Se invita a todos los lectores a comentar sus impresiones y a debatir sobre las ideas de Romualdi.] 

Un mundo nuevo

No es casual que Faust ponga fin a su existencia con la visión de la operosidad humana. La historia pasa página y el mundo de la técnica conquista su espacio. Hablar bien o mal de ello no agota la cuestión: hay en la realidad de la técnica una ignorancia de cualquier otra perspectiva, pero también un espíritu de racionalidad y de dominio que se encuadra en el contexto de una tradición europea.

Porque las raíces de la matemática son apolíneas, aunque sus aplicaciones parezcan venir al encuentro de Marsias.

Ha en la ciencia y en la técnica una adherencia al estilo interior del hombre blanco que no se puede dejar de reconocer. Un estilo que se ha vuelto obtuso, una vocación decaída en hábito mecánico, pero dominada por una voluntad de claridad que hace comprender la bendición que Goethe otorgaba a la operosidad. En definitiva, la operosidad no ma sido más que la última, tardía encarnación de la espiritualidad europea, como el imperialismo y el estoicismo lo fueron de la clásica.

¿Podemos hoy simplemente renegar de una corriente espiritual tan importante? O mejor dicho: ¿Podemos simplemente deshacernos de la pesada carga de la civilización blanca? La vocación apolínea del hombre blanco excluye tal abdicación. No puede dejar de escuchar el mandato interior que es el de crear y ostener el orden. Midgard –el país del centro, la patria del hombre- debe ser continuamente defendido contra Utgard, contra las fuerzas del caos que surgen del “país exterior”. Midgard es uno de los conceptos simbólicos más profundos expresados por las estirpes arias y germánicas, es el símbolo de la colaboración de todas las fuerzas humanas y divinas.

Se ha hablado, en el campo de la crisis del arte, de un “arte descentrado” [Nota: este es el título de un importante libro del crítico de arte Hans Sedlmayr], de una “muerte de la luz”. Este centro perdido es el canon clásico, y la luz es la de la tradición europea. Así como el eclipse de la luz en el arte comienza con el abandono de aquellos valores plásticos percibidos como “normales” por la humanidad blanca, del oscurecimiento del ideal del hombre blanco hoy se irradia el caos. La crítica de la concepción “eurocéntrica” que viene de los propagandistas de la revolución mundial y de ciertos turbios espiritualismos, es un aspecto de esta “pérdida del centro”.

Cierto, hoy nosotros somos bastante críticos hacia la obra del hombre blanco en los últimos cien años [Nota: recuérdese que este ensayo se escribió en los años 70]. Espacios han sido invadidos, límites abolidos, cuya existencia era sagrada no para los demás, sino para nosotros. El apartheid es vital para cada una de las partes en causa. La profanación incluso de las últimas áreas pertenecientes a modelos culturales distintos ha infectado inútilmente el nuestro, empobreciendo la riqueza cultural del mundo. Una pavorosa desolación en el entero planeta es la consecuencia, una devastación que hoy nos amenaza también en sus aspectos ecológicos.

Pero como la curación es patrimonio exclusivo del enfermo, el saneamiento de nuestra civilización es tarea nuestra. El orden del hombre blanco puede haber sido culpable de muchos efectos negativos, pero es una máquina demasiado delicada para que otros puedan pensar en repararla. La carga del hombre blanco –la responsabilidad por las razas impuras, seniles o supersticiosas, junto a la ingratitud de los asistidos y la incomprensión de los “clérigos” traidores- […] permanece, en un sentido más profundo del que tuvo antes, como la palabra de la fidelidad a nosotros mismos.

Que exactamente contra esto se inflamen las blasfemias de la subversión no es una casualidad. Para que el centro se pierda completamente, y la luz se extinga, es necesario que la imagen del homo europeaus sea extinguida también. Bajo este punto de vista, la exaltación del negro como símbolo de todo aquello que es nocturno y libidinosamente rebelde, junto a la hostilidad por el tipo psíquico e incluso físico germánico y anglosajón, no son solamente fenómenos  sociales o de costumbres, sino jugadas sutiles en una partida de ajedrez de la noche contra la luz.

El problema de una tradición europea es el de encontrar una forma espiritual capaz de contener más de tres milenios de espiritualidad europea. Una forma que no represente un revoltijo sincretista, sino que redescubra el fondo de la espiritualidad propia del hombre blanco.

Se podría decir que el tipo espiritual de Occidente es el Héroe en vez del Santo –acción frente a contemplación- pero también esto sería simplificar.

Y sin embargo una moderna espiritualidad europea no podrá no configurarse como esencialmente activa, en un mundo en el cual el tema central es el dominio de las fuerzas elementales. La invasión de lo elemental –técnicas, distancias, excitaciones- parece ser la característica de nuestra época. Se requiere una capacidad de disciplina y simplificación ajena a cualquier confusionismo espiritualista.

Un estilo que sepa ver en las luces blancas, y firmes, y metálicas de una cierta modernidad, casi el presagio de un nuevo clasicismo. El estilo de una metafísica del esfuerzo y de la formación de sí.

Un estilo que fue propio de aquellos movimientos conservadores-revolucionarios de ayer que intentaron fundir la claridad de los orígenes con la nueva luminosidad que irradia la tensión atlética y el dominio de la materia […] ¿Esa experiencia la hemos dejado atrás completamente? Difícilmente podríamos articular la temática de una nueva espiritualidad europea prescindiendo de aquellos intentos de fundir la lucidez antigua y la audacia moderna. Son indispensables puntos de referencia hoy en día, cuando los misticismos se empañan y se contaminan por la vecindad de tantos impuros espiritualismos.

Junto a esta espiritualidad diurna –capaz de no empalidecer en la luz deslumbrante del mundo moderno- el catolicismo se revela algo deslucido o, de cualquier manera, empequeñecido.

Por mucho que conserve su validez como fuerza y forma interior a nivel personal, sus pretensiones de hegemonía no pueden no parecernos inactuales. Desde principios del siglo XIX el catolicismo no puede representar más que una corriente espiritual entre las otras. Y el “tradicionalismo católico” es un ismo, exactamente igual que el “neopaganismo”. Su contradicción está en que debe admitir una ortodoxia superior a la la ortodoxia. No olvidemos además que “la condición para ser una tradicionalista es no saberlo”.

Aún más problemático nos parece otro “tradicionalismo” cuyo universalismo se diluye en un cosmopolitismo inquietante. [Nota: el autor se refiere a la escuela de René Guénon y corrientes afines, que pertenece a lo que a veces se conoce como tradicionalismo integral o metafísico y de la cual Julius Evola fue una relevante figura.] […]. De esta manera la noble aspiración a valores eternos y universales se puede desvirtuar en una latente aversión por los valores del kòsmos, de la jerarquía y del hombre blanco. Así en los meandros de cierto “tradicionalismo” pululan la infatuación por la nègritude, el coqueteo con el hebraísmo y otras impurezas espirituales. Tanto es así que hay quien se arroga el derecho de pontificar sobre “Tradición” mientras lo consumen como un cáncer los tres pecados capitales de la modernidad: el intelectualismo, el esnobismo y el antifascismo.

[…]

Concluimos con un pasaje de Walter Otto:

“Y he aquí que de nuevo viene a nuestro encuentro la antigüedad clásica en su grandeza: no para que nos perdamos en su imitación, sino para que nuestro contacto con ella nos dé una vez más la fuerza de superar este lance. Ningún descubrimiento científico y ningún nuevo método de investigación han servido para acercarnos a ella, pero es nuestro mismo destino que en esta época de crisis nos hace advertir la voz admonitoria del mito y de la antigüedad. Viene a nosotros con sus Dioses, cuya sustancia viviente, como la más alta realidad del hombre y del mundo, las generaciones precedentes no comprendieron. Hölderlin lo había presagiado y el camino de Nietzsche estuvo marcado por este sublime encuentro. Nada está más lejos de nuestra intención que la tentación de jugar con cultos ya desaparecidos. Culto y mito deben significar para nosotros algo distinto de lo que fueron hace milenios. Pero las potencias divinas del Ser nos esperan para comunicarnos algo del infinito, y nuestro destino sabrá encontrar la forma en la cual volverán a ser visibles.”

viernes, 11 de mayo de 2012

TRADICIÓN EUROPEA (7)


La mística germánica y el cristianismo

Sin embargo las raíces del cristianismo no pudieron nunca llegar hasta el fondo. Hay una zona que evade el sincretismo cultural y donde la letra del dogma cristiano choca contra una metafísica originaria.

Como en Persia el sufismo es la reacción de una cultura aria constreñida dentro del dogma semítico-islámico, la mística medieval europea tiende a salirse del cuadro del cristianismo. Cuanto más es mística –como Evola notò- menos es cristiana. En una esfera de altísimo silencio donde el lenguaje de los dogmas enmudece, los místicos alemanes encontrarán palabras similares a las de Proclo, Plotino y las Upanishads indias.

[…]

En Meister Eckart la mística cristiana ha alcanzado su más alta formulación y, no por casualidad, es precisamente en Eckart donde los límites de la verdad consentida oscilan más peligrosamente.

Encontramos en él la exaltación de la Abeschiedenheit, la inaccesibilidad del alma, por encima de cualquier amor y piedad cristiana. Hay una clara conciencia del carácter no temporal de la creación y de la revelación. Encontramos en fin, con gran fuerza, el motivo de la absoluta identidad del alma con Dios. Con la soledad, la pureza, la concentración, Eckart llega a ver este remotísimo fondo […] Habla de un castillo del alma, de un fondo del alma, de una roca del espíritu que no son otra cosa que el plotiniamo “centro del alma” y la “flor del intelecto” sobre la cual razona Proclo. […]

De esta manera Eckart superaba la distancia de millares de años y de kilómetros que lo separaba de India para repetir la antigua palabra de las Upanishads: tat tvam ahsi. Esto eres tú. Este dios que anima el mundo eres tú. Cruzaba los límites que le habían sido asignados para atravesar los de la pura metafísica y unirse a esa hueste evocada por Drieu La Rochelle cuando hablaba de  “los espíritus que velan en los dos aspectos del pensamiento ario, el indio y el occidental”.

No sorprende que la Iglesia terminase condenando varias proposiciones de Eckart: con la bula pontificia In Agro Dominico, veintiocho tesis del Maestro se prohibían. […] Así, en los más recónditos rincones del cristianismo, el horizonte de la más antigua metafísica europea seguía subsistiendo.

Pero al margen de estos aspectos de la mística o el sincretismo cultural entre Antigüedad y Cristianismo, la inserción de la religiosidad cristiana en la substancia espiritual europea es un hecho innegable.

Desde el principio del medioevo hasta el final del siglo XVIII el concepto de Cristiandad y el de Europa se convierten en equivalentes. La Cristiandad: una ecúmene unida no sólo por una religión, sino por unas costumbres de moderación y firmeza que se alejan de los excesos y opone de hecho el “cristiano”, como europeo, al bárbaro. Es en este sentido que Nietzsche alababa al verdadero cristiano como una de las figuras  más respetables de la civilización europea.

Frente al salvaje, pero también frente al turco y al oriental, el cristiano se define por el sentido de la medida, en la práctica de la fe y el comportamiento; es este sentido de la medida y pureza lo que se percibe inmediatamente como el carácter de la civilitas europea de raíz cristiana. Así la Cristiandad se convierte en la fórmula que recoge las características del homo europaeus, es más del hombre blanco.

Sería un error creer que estos rasgos han sido creados por el cristianismo, porque el tipo europeo es menos un producto de la “Cristianidad” que lo contrario, es decir que ésta lo sea del ethnos europeo. Esa actitud de veneración equilibrada, magnanimidad y respeto estaba ya presente en el mundo clásico. También ese respeto de la persona y de la vida humana que son característicos de Europa y constituyen una precisa frontera de frente al “bárbaro” eran propias del humanismo griego antes de Cristo. Muchos de los llamados valores cristianos representan el perpetuarse sobre el terreno de una misma etnia y cultura europea, un modo de ser ya radicado en la antigua humanitas. De esta manera el problema no es interpretar la “Cristianidad” como la fundación de una civilización europea sobre la base del cristianismo sino como un momento –importante- de una historia bastante más larga.

Por tanto, si bien indudablemente benéfico ha sido el papel totalitario de la Cristiandad en la época de plenitud de la ecúmene europea, está claro que esta unilateralidad pertenece al pasado.

Ya la Reforma indica el punto de crisis, creada no por el Protestantismo sino por el Renacimiento y –en general- por las nuevas perspectivas en el mundo y también científicas. El Protestantismo no es sino la franqueza con la cual los pueblos germánicos constatan el eclipse de lo sagrado; reaccionan ante ello con un vivo fervor moral, que explica el puritanismo y el activismo del cual dieron pruebas casi hasta ayer. En el catolicismo de la Contrarreforma en cambio prevalecen la voluntad de compromiso y la capacidad de negociación de los pueblos latinos.

[…] Las estatuas de los dioses vuelven a la luz del día con su halo de esplendor y de fatalidad. Así lo divino empieza a perder las connotaciones de la mitología cristiana […] Con Goethe comienza el post-cristianismo: hay todavía potencias divinas pero son “los desconocidos seres superiores que presagiamos”.

Lo Divino permanece: su presencia es demasiado importante para declinar con el cristianismo. Pero su dimensión es ahora la operosidad, no el éxtasis; la presencia y no la trascendencia. Esto no hay que entenderlo como la afirmación de una espcie de deísmo laico, sino como la constatación de que la ritualidad cristiana es una forma que se ha quedado estrecha para el espíritu europeo.