"Hubo un tiempo en que el pensamiento era divino, luego se hizo hombre, y ahora se ha hecho plebe. Un siglo más de lectores y el Espíritu se pudrirá, apestará"

Friedrich Nietzsche

domingo, 30 de septiembre de 2012

NO HAY VUELTA ATRAS (Fini)



[Volvemos a Massimo Fini y su crítica del mundo moderno con un texto que es la parte final de su "Manifiesto contra la Democracia"  y al que he dado el mismo título que el texto de sergio Gozzoli de hace dos semanas, porque trata el mismo problema pero con un punto de vista casi contrario, si bien ambos se oponen radicalmente a la obtusa ideología del progreso.] 
 
El hombre es Natura y Cultura. Es su signo, lo que le distingue de los demás seres vivientes. Pero la Cultura, la parte artificial y fabricada, ha tomado dimensiones enormes, tanto que comprime y aplasta la Natura, nuestra parte instintual. Y es exactamente esto lo que nos hace vivir mal, lo que nos hace sufrir –más aún a nosotros que habitamos la parte materialmente opulenta, y por tanto la más alterada, del mundo- porque ha roto nuestros equilibrios internos. El hombre moderno es una araña prisionera de la tela que él mismo ha tejido. Se trata de recuperar un equilibrio y una armonía entre Natura y Cultura, entre los dos polos de nuestro ser hombres. Lo que no significa limitar nuestro pensamiento sino sus realizaciones.

Los Griegos poseían una teoría de la mecánica con la cual habrían podido construir máquinas muy parecidas a las nuestras, pero renunciaron a ello porque intuían que es peligroso ir a manipular y replicar la naturaleza. No se trata del problema del ambientalismo, como se entiende normalmente, de la relación del hombre con la naturaleza, que ya todos perciben porque se ha vuelto evidente –naturalmente existe también este problema- sino de una ecología más sutil, que tiene que ver con la relación del hombre consigo mismo, su interioridad, sus núcleos constitutivos; un aspecto que escapa a quien ve el lado más superficial de la cuestión y piensa remediar los daños de la tecnología con una tecnología aún más sofisticada. Algo que en vez de resolver el problema de la desproporción entre Natura y Cultura lo enfatiza. Además remediar la tecnología con más tecnología tiene la misma lógica de cubrir una deuda con otra deuda, hasta que el pastel se descubre y se llega al colapso. Y tal es la lógica sobre la que el tren está corriendo. Una continua apuesta sobre el futuro que antes o después nos caerá encima, o nos embestirá desde atrás en el movimiento circular de la velocidad, como dramático presente.

El retorno a la tierra no hay que entenderlo simplemente como cambio radical en las directrices de la producción: más agricultura y menos industria, más alimentos autoproducidos para todos y menos estupideces tecnológicas, sino como recuperación no sólo simbólica de energías vitales. Venimos de la tierra y a la tierra volvemos. Somos sus hijos. El contacto con la tierra nos regenera psicológicamente y físicamente. Entre los mitos griegos, que no son nunca casuales y representan la síntesis alegórica de la sabiduría antigua, está el de Anteo, un gigante hijo de Gea, la Madre Tierra. Aunque es hijo de diosa Anteo es un hombre, un mortal. Es desafiado por Hércules, ocupado en sus proverbiales doce trabajos. No es casualidad que Hércules sea el antagonista de Anteo. En efecto es él quien ha liberado Prometeo del castigo que le había sido impuesto por Zeus por haber robado el fuego a los dioses, para dárselo a los hombres. El enfrentamiento entre Hércules y Anteo puede ser también entendido, a través de Prometeo, como enfrentamiento entre Tecnología y Natura. A Hércules le costará mucho trabajo vencer a Anteo, porque cada vez que lo derriba el hijo de Gea recupera las fuerzas. Resolverá la cuestión levantándolo y separándolo de la tierra, teniéndolo en vilo para triturarlo con sus brazos poderosos.

Sin raíces en la tierra, alejados de la naturaleza, debilitados en los instintos, prisioneros de la Tecnología, es decir de nosotros mismos, somos como Anteo entre los brazos de Hércules que nos machacan; la asfixia nos sofoca, la sangre fluye cada vez más lentamente hacia el cerebro, la mente se embota y las ideas las tenemos tan confundidas que espontáneamente, dócilmente, introducimos la cabeza en las fauces del monstruo que nos está devorando.

[…]

Existe, desde hace algunos decenios, un fenómeno centrífugo, antitético a la tendencia dominante de la globalización: el así llamado “redescubrimiento de las pequeñas patrias”, detrás del cual está el fracaso de la utopía iluminista y abstracta, típicamente globalista, del hombre como “ciudadano del mundo” y el reconocimiento de que tenemos necesidad de puntos de referencia, raíces, identidad.

Recorre transversalmente el entero planeta, va desde el redescubrimeinto del orgullo de los pieles rojas, al separatismo de Quebec y Terranova, a la división entre Bohemia y Eslovaquia, a Transilvania, Gales, Provenza, Saboya, pasando por la fragmentación de la misma Unión Soviética y Yugoslavia, a los tradicionales independentismos europeos, irlandés, vasco y corso, y la Liga en Italia. Es un movimiento telúrico que, mezclando independentismos, nacionalismos, etnicismos de vario origen y naturaleza, no tiene una ideología común y autoconsciente […] es evidente que en todo localismo, que es ya por sí mismo un antiglobalismo, hay una tendencia implícita anti-industrialista y antimodernista. Porque si localismo significa “tener puntos de referencia comprensibles en un espacio limitado” para recuperar una identidad perdida o en peligro por los procesos de homologación, no tiene ningún sentido, como no sea folklórico, si luego estamos todos bautizados en un mar de Coca-Cola, usamos todos los mismos productos, vestimos igual, masticamos la misma cultura, usamos la misma lengua, las mismas costumbres, obedecemos a las mismas leyes, nos damos las mismas instituciones, o más bien una sola: la Democracia.

[…]

El crecimiento exponencial, sobre el que se basa el modelo actual, que tiene necesidad de expandirse constantemente, geográficamente y económicamente, so pena de implosión, existe sólo en matemáticas, no en la naturaleza. Además el colapso del marxismo preludia al del capitalismo. Durante dos siglos liberalismo y marxismo, hijos de la misma madre, hermanos sólo aparentemente enemigos, y de hecho cómplices, se han sistenido recíprocamente, como los arcos de un puente. El cedimiento repentino del marxismo cusará el del capitalismo, por falta de oposición, por exceso de ímpetu. Cuando el “modelo único” conquiste todo el planeta se derrumbará sobre sí mismo […]

EL mito de la Atlántida debe tener un sentido también. Se comenzará de nuevo desde cero o casi. Desaparecida esa pústula repugnante, dedicada a engullir materia y evacuarla lo más rápidamente posible, eternamente oscilante entre la mesa y la taza del water, con la mirada fija en los números, cuando no sacrifica al Moloch de la producción, privada de cualquier dignidad y consideración, sin honor, humillada, ridícula y trágica, sierva de cualquiera que quiera ser su amo, que hoy llamamos hombre, el Homo democraticus, ¿por quién será sustituido?

¿Veremos el alba de una nueva Aurora? Hay que desconfiar de las auroras, en general han sido peores que las más espesas tinieblas. Pero puesto que también las ilusiones forman parte de la realidad y soñar, al menos por ahora, no está aún prohibido (por lo demás no podemos hacer otra cosa), no hay nada malo en imaginar, no la llegada del “hombre nuevo” que después de Kant hemos visto manos a la obra, en estos dos siglos, y sabemos de lo que es capaz, en qué estado ha conseguido hundirse, sino más bien la vuelta de un tipo antiguo, que ha existido y en alguna parte sigue existiendo, orgulloso, audaz, digno, esencial, silencioso, cruel y feroz también, ciertamente, para nada un “buen salvaje” (hemos tenido tremendas indigestiones de bondad en estos tiempos últmos) pero en definitiva vivo. Un hombre que no se humille hasta el punto de pagar a alguien para que lo mande y lo domine diciéndole que eso es su libertad.

sábado, 22 de septiembre de 2012

ESTO ES ESTO



[Concluye con esta entrada el ciclo de textos de Sergio Gozzoli extraídos de su libro "Las raíces y la semilla". Se trata de la conclusión de la obra en la cual el autor resume su punto de vista y su toma de posición frente a los problemas históricos en que vivimos y en general el destino del hombre. Es una posición coherente, basada en la ciencia, de rechazo a la modernidad igualitaria, la cual podríamos calificar de actitud "faustiana" y muy sumariamente definir como un desafío a las fuerzas del cosmos y al tiempo partiendo de las solas fuerzas humanas, por parte de una humanidad completamente sola que debe dar un sentido a su existencia y a su futuro. Habrá lectores dispuestos a adoptar este punto de vista y otros no, somos libres de no considerar el conocimiento de la ciencia el único posible o, aun valorándolo y apreciándolo, sólo capaz de capturar una parte de la realidad. Pero las reflexiones de Gozzoli en cualquier caso son siempre interesantes, porque parten de unos resultados científicos que debemos tener en cuenta, y muestran cuán falsa y fraudulenta es la utilización de la ciencia para sostener las utopías igualitarias, humanitarias y buenistas que hoy se quieren presentar como la única ideología posible.]


Durante largos milenios, angustiosos interrogantes han alimentado con el insomnio las noches de los hombres: ¿Cuál es el origen del mundo, de la vida, de nosotros mismos? ¿Nuestra finalidad, nuestro destino? ¿Quién soy yo, de dónde vengo, porqué existo? Ahora que el Conocimiento ha resuelto estos enigmas, lo que llena de angustia nuestras noches no son ya las preguntas sino las respuestas. Es más, la respuesta porque es siempre sólo una, siempre la misma.

Está en la sabiduría de Michael, “el cazador” de la película homónima, que mostrando solemnemente una bala al amigo responde: “because this is this”: esto es esto.

La respuesta es sempre la misma: “Porque es así”. Lo que sucedió, sucedió, lo que desapareció, desapareció, lo que permaneció, permaneció. Lo que hoy vemos de nosotros mismos, lo que “sentimos”, lo que “hacemos”, lo que “somos”, es lo que quedó.

No hay un porqué lógico, porque no hubo al principio –ni ahora- finalidad alguna. Si nos preguntamos el “porqué” de nuestra existencia, y la respuesta viene de nuestro humano conocimiento, no puede ser más que una: por azar.

[…]

¿Cuántos cataclismos habrían podido hacer “saltar” uno u otro de los anillos [que dieron origen a la especie humana]? Una vez más la conclusión es: “pues bien, no se han roto, y nosotros estamos aquí”. Because this is this.

Afortunados supervivientes, por tanto. Pero por lo que parece descontentos de nosotros mismos. No nos aceptamos.

Hemos surgido, como actualmente somos, de un proceso iniciado hace más de tres mil millones de años, y hay quien sueña, quien delira pensando que en decenios o siglos se pueda “transformar” o “mejorar” el hombre: “humanizar” como les gusta decir, al hombre de hoy. ¡Como si el modelo de este ignoto “humano” –descendido del mundo astral- estuviese ahí, en alguna biblioteca, impreso en el último volumen del perfecto Utopista y el perfecto Evolucionista!

Tonterías. Científicamente absurdas y patéticas estupideces.

Podría tener un sentido en teoría una propuesta eugenética que tendiese a “mejorar” un poco la tipología media de las actuales poblaciones, si todos los gobiernos del mundo decidieran “animar” a los mejores a reproducirse más, y a los peores menos. Pero dejando de lado su improponibilidad práctica (¿Qué se podría hacer, más allá de una campaña de propaganda?) tales medidas no harían más que aplicar una selección entre los humanos actuales. La “nueva” humanidad estaría siempre compuesta por humanos. Más inteligentes, más altos o, qué sé yo, más alegres. Pero siempre humanos. Seres pertenecientes a esta particular especie animal.

Que lleva dentro de sí los genes de roedores combativos y curiosos, de tímidos presimios, depredadores carnívoros, crueles y aventureros homínidos. ¿Quién podrá jamás quitarnos del ADN estos millones de genes?

Y lo poco que tenemos de más, lo que nos es más peculiar y “nuestro” porque no lo debemos específicamente  a ninguna otra especie –la autoconciencia, la palabra, el pensamiento abstracto, el sentido moral, el orgullo, junto a una agresividad autocontrolable todo lo que queramos, pero potencialmente sin límites- todo esto que es también patrimonio inalienable, aunque reciente, de nuestro programa genético, ¿Cómo quitarlo, desenraizarlo, descomponerlo, reordenarlo, en el ADN de todos los seres humanos?

Auténticas locuras, delirantes despropósitos.

Hay aún, entre los descontentos que se autodefinen “optimistas” porque intentan “cambiar” a los hombres que son así desde al menos 35.000 años, quien cree poder hacerlo con la “cultura”. “Enseñémosles a pensar de una cierta manera –se dicen unos a otros guiñándose el ojo- y ya veréis. Cambiarán ellos y también sus hijos”.

¡Como si lo aprendido no se pudiera desaprender, como si lo “adquirido” se pudiese “imprimir” en el ADN!

Y además, este Moloch de la cultura, ¿no ha engullido ya suficientes víctimas? La cultura es ventajosa para una población cuando es “su” cultura, por ella producida espontáneamente y naturalmente: entonces es el instrumento primario de su identidad histórica, de su cohesión, de su misma supervivencia. Pero cuando se impone artificialmente desde fuera o desde arriba, no hace más que “desnaturalizar” un pueblo y produce, siempre, daños y trastornos trágicos.

[…]

Intentemos utilizar -por una vez- el simple y cuadrado sentido común: de frente a un hijo que se le muere, de frente al atropello de un poderoso, de frente a una mujer que le gusta y lo rechaza, ¿qué ha cambiado –por dentro- en el modo de sufrir del hombre?

¿Es que hay en la desesperación, en la humillación, en la frustración, alguna diferencia entre el europeo del Neolítico y el de la Revolución Industrial, o entre el chino de los Estados Combatientes y el de la Larga Marcha? ¿Es que pueden la tecnología sofisticada, la conquista del espacio, y todas las bibliotecas de la Tierra mutar de una sola pulgada el tipo y el grado de alegría y sufrimiento –de placer y dolor- en el “sentir” y en el “reaccionar” del individuo de frente a la problemática existencial más “suya”, más interiormente verdadera?

Culturas y Civilizaciones son expresión de los “grupos”, sus instrumentos de supervivencia y afirmación. ¿Pero en qué medida real y definitiva tocan e influencian al individuo? La respuesta objetiva es: en una medida prácticamente nula.

[…]

La civilización es siempre el producto de una “represión” ejercitada por la cultura sobre la naturaleza. Pero esta represión no puede superar un cierto límite. Existe una medida –escrita en alguna lugar en la lógica de las cosas y la sabiduría del hombre- que marca el punto de armonía, el perfecto encuentro entre el elemento cultural y el natural en la vida asociada de un pueblo. Cuanto más una civilización se acerca a este alto equilibrio entre los dos componentes, más se aleja de la fiera y se acerca a los dioses. Al contrario cuanto más es innatural –es decir cuanto más pretende comprimir el elemento natural, a través de la prevalencia desmedida del componente cultural- más áspera y violenta se hará la explosión reactiva de la naturaleza. Si la Justicia –sólo por dar un ejemplo- llegase a ignorar del todo y a mortificar la natural exigencia de venganza del ánimo humano, los hombres de una sociedad así tenderían inevitablemente, en un retorno de barbarie, a tomarse la justicia por su mano.

Las actuales sociedades del llamado Occidente –empapadas del espíritu utópico que caracteriza la ideología “americana”- han llegado ya a un peligroso grado de divergencia entre los dos principios antitéticos de cultura y naturaleza.

Pero al final es siempre la naturaleza la que vence […] la cultura es una delgada corteza, que de vez en cuando las intemperies de la vida arrancan al individuo, y las de la historia a las sociedades.

Y la civilización es sólo un velo arrojado sobre la honesta barbarie de nuestra naturaleza más profunda y verdadera, que bajo el velo continúa viviendo, imperturbable, en espera de que éste se rompa: lo que por desgracia, aquí y allá de cuando en cuando, regularmente sucede.

Como hoy sucede ante nuestros ojos.

La verdad es que el hombre es lo que es, y no puede ir más allá de lo humano.

Puede soñarlo, ciertamente, y entonces se convierte en un poeta, un predicador, o un iluso.

Puede intentarlo, y entonces se convierte en un héroe, un santo, o un suicida.

Pero el poeta, el santo, el héroe –como el iluso o el suicida- si bien están fuera de la media estadística de los fenotipos humanos, están dentro de los límites de las potencialidades del programa genético de nuestra especie.

Cualquier cumbre que el hombre conquiste, cualquier profundidad que desafíe, cualquier abismo que atraviese, todo ello lo hace y lo puede hacer porque su ADN tiene prevista esa potencialidad. Puede suceder que alguna de estas potencialidades permanezca inexpresada, o se exprese sólo excepcionalmente. Pero no puede nunca suceder lo contrario, que un hombre sea o haga algo que en las potencialidades genéticas de la especie, o de su grupo, no esté ya contenido.

¿Y entonces? Entonces hay mucha más nobleza, y belleza, y valentía, y dignidad, en aceptarnos como somos.

En afrontar la Verdad.
Cierto, es una verdad que produce temor. Basta dirigir los ojos al futuro, al mañana de la especie, a la precariedad de nuestro existir proyectado en la soledad del Espacio, a la cósmica explosión que inició hace doce o quince mil millones de años –dando origen a “nuestro” Universo- y que nos está arrastrando hacia los insondables confines de lo Sin-Confines, y se siente temor.

Es cierto. Yo también, si abro el pensamiento a las sobrecogedoras dimensiones de este vacío ilimitado que rodea mi finitud, siento que tengo miedo. Pero después yo también, como el Primer Hombre, advierto en mí una repentina rebelión: yo también, como él, me avergüenzo de tener miedo.

Entonces, pienso en los hijos de mis hijos, y en sus hijos, y en los de los hijos de mis hermanos. Y les veo: hombres como yo. Como mi padre y mi abuelo, y los otros antes que ellos. Como ellos, como yo. De mi misma sangre, con mis genes en la sangre.

Veo sus largas piernas, las hermosas espaldas rectas, los fríos ojos serenos. Los veo caminar sobre las antiguas piedras de las vías trazadas por los padres, de las escaleras gastadas por el polvo de los milenios, de las bellas plazas resonantes con el eco de los siglos, de los muelles erigidos contra el mar por el orgullo de los antepasados. Los veo crecer y reír, pensar y penar, amar y lanzar desafíos; los veo lanzar canciones al viento, alzar banderas al sol; los veo engendrar hijos y batirse, y vencer y perder. Veo algunos de ellos caer, pero otros envejecer serenos con los nietos en las rodillas. Los veo todos, uno por uno. Y son hermosos.

Entonces, no siento ya ningún temor.

Mientras orgulloso un dios se erige dentro de mí.

Que se ríe. De frente al Cosmos.

Sergio Gozzoli

domingo, 9 de septiembre de 2012

NO HAY VUELTA ATRÁS (Gozzoli)

[Continuamos con los textos de Sergio Gozzoli.]

El hombre ama los enigmas, ama el misterio y lo ignoto.

Y no habiendo cejado nunca en su búsqueda de las razones de las cosas, encontró un día una llave: el postulado de objetividad. Le permitió abrir una puerta, tras la cual había infinitas más –cada una escondida por la precedente- en una especie de intrincado laberinto.

El hombre, más bien incautamente, entró en él y desde entonces ya no ha podido salir.

Hay algo de arcano, en el laberinto: cuanto más el hombre avanza en él, más lejano aparece el final del camino; cuantas más cosas consigue ver, más le parece estar envuelto en la oscuridad; cuanto más conocimiento conquista, más advierte inquietud e incertidumbre; cuantos más tesoros e instrumentos de potencia –el laberinto está lleno de ellos- descubre y posee, más se siente pobre y atemorizado.

Pero la más siniestra propiedad del laberinto se manifiesta cuando se le ocurre pensar en volver atrás. No es que lo desee en realidad, porque la fascinación del enigma, la llamada de la puerta sucesiva son más fuertes que él: antes de entrar, ya estaba atrapado por el ansia de conocimiento, la inquietud del espíritu, la curiosidad intelectual. Pero cuando vuelve la cabeza para atrás –esto sí lo puede hacer- y abraza con la mirada el camino ya recorrido, el amplio mundo de fuera –la sabana, las cavernas y las tiendas, las fortalezas y los castillos, los fuegos en el campo y las balsas en los ríos, las rocas relucientes al sol y los olorosos bosques mecidos por mil sacudidas de viento- y una especie de nostalgia de espacios y de juventud, un lamento de inconsciencia y de libertad le atenaza la garganta, entonces lo aferran mil tentáculos invisibles que lo empujan hacia adelante: a la seducción de lo ignoto que está en él, se añade la fuerza inexorable del hecho consumado que ha suscitado y creado en torno a sí mismo, usando la llave por primera vez.

El hombre ya no puede volver atrás. Porque éste, es el alto precio que el conocimiento impone: cuando sabes, estás poseído por lo que sabes. Para matar la verdad que hay en tí, deberías matarte a ti mismo.

El hombre ya no puede exorcizar el demonio del conocimiento, no puede recomponer el enigma violado y hacer volver a la vida el dragón que ha matado: puede lavar sus manos de la sangre incrustada pero no liberar su espíritu del secreto arrancado.

El hombre ya no puede hacer otra cosa que seguir adelante.

Cualquiera que sea el abismo que se abre tras el próximo recodo, debe continuar. Recorrer el laberinto a fondo, estancia tras estancia, puerta tras puerta, y afrontar su imagen cada vez más nítida, más despiadadamente verdadera, más enfocada e iluminada frente a una oscuridad cada vez más desmesurada.

Ya no es el bosque en los límites del claro, lo que lo limita y circunda, no son ya los muros de la fortaleza o el claustro del convento, ni la cadena de montes vertiginosos o la vastedad turbulenta de un océano. Lo que rodea y abraza al hombre, hoy, son las gélidas tinieblas del cosmos.

Bien, ahora el hombre sabe. Y no puede volver atrás. ¿Qué hará, ahora?

No hay más que una alternativa: afrontar la verdad. Toda entera.

Inútil intentar engañarse a sí mismos, peligroso apartar la mirada de la propia imagen reflejada en los espejos del conocimiento. Es en cambio necesario que el hombre se mire a sí mismo, que se observe despiadadamente. Para medirse plenamente y a fondo. Para valorar sus fuerzas.

Puesto que entre todos los enigmas, el enigma extremo y supremo, el de su destino final, el que más lo seduce y lo aterra, está en gran parte encerrado en su interior: en la medida real y exacta –no la esperada, no la soñada, no la prometida, sino la verdadera, la que es- de su fuerza.

La otra parte del enigma está en otro lugar, fuera de él, en la entidad de las fuerzas que lo amenazan, en la vastedad del cosmos, en la ineluctabilidad de las leyes que ha descubierto, en el imparable fluir del tiempo, en la potencia –quizás benigna, nadie puede decirlo- del azar que incansablemente compone y descompone el mosaico ilimitado de las probabilidades.

Pero el hombre no podrá nunca esperar en los favores del azar, si no es usando al máximo todos sus recursos. ¿Y cómo podrá hacerlo si no los conoce? ¿Si continúa engañándose a sí mismo, drogándose con optimismos, ilusiones, utopías?

El hombre debe -sin miramientos- observarse: medir la propia fuerza. Y para medir sus fuerzas, debe espiar cada recodo de su finitud y su fragilidad.

Porque, cuando llegue el momento de saltar más allá del abismo, debe estar bien seguro de que sus piernas le basten para el salto, que los ojos le ayuden a medir las distancias, que el corazón soporte el esfuerzo y el ansia. Sus piernas, sus ojos, su corazón. No tendrá ayuda fuera de sí mismo.

Es el hombre un animal más curioso que sabio, más audaz que previsor. Si hubiera sido sabio y previsor, habría sepultado en las vísceras más profundas de la tierra sus primeros descubrimientos científicos.

Pero no lo ha hecho, y ahora es demasiado tarde.

Como individuo, cada uno de nosotros posee la libertad inalienable de aceptar o rechazar el conocimiento científico, o más simplemente decidir ignorarla y prescindir de ello. Pero sólo en teoría. En la práctica, ¿Cómo podría yo –que viviría bastante mejor con mi caballo y mi espada- rechazar la tecnología, hija del conocimiento científico?

Y aunque lo pudiera como individuo, no podría como miembro de un grupo: porque cualquier sociedad que decidiese volver atrás en este camino, estaría a merced de las demás.

Por lo tanto, no se vuelve atrás.

Los hombres han vivido durante decenas de milenios sin un procedimiento científico como medio sistemático de conocimiento global, aunque algunos lo aplicaran sin ser conscientes de ello, aquí y allá, en las técnicas y quizá en el pensamiento. Pero ya no se puede prescindir de ello: para quienes lo intentaran ,sería un suicidio.

No hay entonces otro camino que cabalgar el tigre, para hacer pagar al hombre el precio más bajo posible de frente al progreso tecnológico que parece llevarlo a la aniquilación.

Pero si este motivo parece –como en el fondo es- de carácter meramente práctico, hay otro de orden más elevado, ético y existencial, impuesto por nuestro orgullo y sentido estético: el conocimiento es un desafío.

Nos desafía con sus verdades terribles.

Nosotros ahora sabemos. Vivimos nuestra precaria existencia, encerrados en el espacio entre una insegura corteza terrestre y la envoltura de la atmósfera, encerrados en el tiempo entre dos glaciaciones, entre el cataclismo del que nacimos y el que nos enterrará, efímera respiración del tiempo en la explosión de un universo de frías fronteras sin luz, puñado de polvo energético en la inimaginable inmensidad del cosmos.

De aquí a sus insondables confines, nos rodea el Abismo. Gélido. Vacío de vida. Inconmensurable.

¿Qué puente podremos tender sobre éste, si no nuestro orgullo? Para algunos la vía es la desesperación, la angustia, el rechazo, la fuga en la droga de un existencialismo pasivo. Para otros, en la droga de artificiales optimismos a priori.

Pero no para todos: habrá siempre quien acepte el desafío.

El Conocimiento nos desafía también con las verdades aún ocultas. Mil enigmas están aún encerrados en la oscuridad, desafíos para el aventurero instinto del hombre. Nuestro mismo orgullo, por ejemplo, y nuestro sentido estético: en el fondo vivimos de esto. Es en último análisis una medida de belleza, o de armonía, la que dibuja en la mente humana cualquier ideal de justicia, o de nobleza; es en último análisis un acto de orgullo, lo que nos hace capaces de desafiar los dragones y los glaciares, los desiertos y los océanos y la inmensidad cósmica, y la misma desesperada soledad del pensamiento.

¿Pero dónde están, orgullo y sentido estético? ¿En qué específicas, íntimas estructuras, exactamente?

¿Y todos los demás impulsos –que con una medida estética el hombre divide en anhelos del espíritu y brutas pasiones animales- todos los instintos que permiten y regulan nuestra supervivencia?

¿Y las categorías lógicas de la razón humana, que nos permiten apreciar la objetividad de la realidad, y nos hacen conscientes de nuestra misma irracionalidad? Si todas estas son funciones de específicas y particulares estructuras, nos preguntamos cuál es el íntimo y escondido mecanismo de relación entre estructura y función. Y si toda estructura es la ejecución de un proyecto genético inscrito en una modesta fracción molecular, nos preguntamos cuáles son todas las etapas que están entre el programa y su realización completa, ambas inmutables a través de las generaciones, en una continuidad de decenas de milenios.

La última frontera del Conocimiento está aún más allá de cualquier horizonte humano. Y si el orgullo nos hace continuar la marcha, el sentido estético nos hace esperar que no se llegue nunca la última meta: porque un mundo sin enigmas sería un mundo sin desafíos.

Un mundo inadecuado para el hombre, plasmado por los desafíos.

Aceptemos por tanto el desafío de la Verdad.

Si venimos del Vacío, nuestro orgullo lo llenará. Si somos hijos de la precariedad y del azar, construiremos uns Historia que nos dé nobleza; si no existen finalidades y designios, nuestro Honor será nuestra finalidad; si no existen los dioses, adoraremos la memoria de nuestros padres; si no existe un Mañana, nuestros hijos serán nuestro mañana. Si la verdad nos niega cualquier esperanza y cualquier premio, pues bien, nosotros, de pie, aceptamos el desafío: nos bastaremos a nosotros mismos. […]

La Verdad no nos doblegará, negándonos la felicidad; ni nos comprará la Utopía prometiéndonosla: puesto que no la felicidad, sino ser nosostros mismos, es lo que aplaca nuestro espíritu.

Sergio Gozzoli