"Hubo un tiempo en que el pensamiento era divino, luego se hizo hombre, y ahora se ha hecho plebe. Un siglo más de lectores y el Espíritu se pudrirá, apestará"

Friedrich Nietzsche

sábado, 1 de octubre de 2011

DEMOCRACIA (2)


Massimo Fini

Extraído de “Súbditos. Manifiesto contra la democracia”.


La democracia universal y sus amigos

En Occidente existe la convicción de que la democracia y el mercado (hoy considerados inseparables) son el estadio final del largo proceso político e institucional que comenzó, en práctica, con la aparición del hombre en la Tierra y su caracterizarse como ”animal social”, que vive en comunidad. Cuando colapsó la Unión Soviética, el “Imperio del Mal”, el politólogo americano Francis Fukuyama anunció al mundo que la Historia había terminado. Habiendo derrotado la democracia, después del nazifascismo, a su último adversario, el comunismo, ya no quedaba nada por hacer ni objetivos que perseguir y Occidente podía gozar serenamente su triunfo por toda la eternidad.

En realidad, la Historia, como se ha visto, no había terminado en absoluto […] pero Fukuyama y todos los Fukuyama de Occidente no se han dado por vencidos por tan poca cosa. Han admitido que efectivamente la Historia no había terminado en 1989, pero simplemente han retrasado un poco la llegada de la epifanía. La Historia terminará cuando todo el planeta, y no sólo Occidente, sea establemente democrático y todas las gentes puedan gozar en paz y alegría de las bendiciones del libre mercado.

Es una convicción de todo progresismo e historicismo, de derechas y de izquierdas, desde Hegel a Marx, que la Historia humana tenga una meta y por tanto, debiendo ser alcanzada esta meta antes o después, también un final. Dentro de esta concepción Fukuyama considera que existe una “Historia universal de la humanidad”, válida para todos los pueblos del mundo, conducidos inexorablemente e inevitablemente  por la férrea lógica de este diseño finalístico, hacia la “Tierra Prometida” de la democracia, de la “difusión de una cultura general del consumo”, del “capitalismo basado en la tecnología”. Se trata sólo de acelerar este proceso ayudando a las poblaciones que por pura mala educación no son aún democráticas, a serlo, darles un empujón en el camino de la emancipación, porque el hombre, si se le deja libertad para elegir, es naturaliter democrático. Tras el Homo oeconomicus los liberales se han inventado también el Homo democraticus.

[…] La tarea de Occidente, hoy, es por tanto llevar la democracia, por las buenas o por las malas,  donde aún no la hay. Se ha empezado metiendo en cintura Yugoslavia, Afganistán, Iraq. Y hay quien piensa ya en transformar la ONU, la organización internacional que actualmente acoge todos los Estados soberanos en cuanto tales, en un club en que sería admitido sólo quien tiene la licencia democrática […]. Según estos ideólogos “tendría la legitimidad necesaria para reaccionar con credibilidad a las amenazas contra la paz y la seguridad internacionales”. Y puesto que un pretexto para acusar a un Estado de constituir una amenaza se encuentra siempre –y si no se puede inventar como hemos visto en Iraq- la democracia estaría autorizada a emprender guerras, con la conciencia perfectamente tranquila, contra dictaduras, autocracias, teocracias, monarquías absolutas, aristocracias, comunidades tribales, tradicionales, feudales y, en resumidas cuentas, a todo lo que es “otro” […]

Es evidente para cualquier persona, creo, que es justamente este agresivo totalitarismo democrático,  del cual es portaestandarte el más potente y armado Estado del mundo, con su séquito de aliados, convencidos o menos, de potentados económicos, de medios de comunicación, de intelectuales, el que constituye la verdadera “amenaza a la paz y la seguridad internacionales”. […]

Pero no es esta cuestión, que hemos tratado ya en el “Vicio Oscuro de Occidente”, la que vamos a tratar aquí. La pregunta que nos planteamos es: ¿Qué es la democracia? ¿Es realmente “el peor de los sistemas posibles, exceptuando todos los demás”, como  Winston Churchill decía con la ironía que lo caracterizaba? ¿O es “El mejor de los sistemas posibles” como -sin ironía- piensan y dan por descontado más o menos todos en Occidente, hasta el punto de que se consider que no vale la pena discutirlo? ¿Es nada menos que el Bien Absoluto, un valor tan universal que es nuestro deber ponerle esta camisa a pueblos que tienen historia, tradiciones, experiencias tan distintas de las nuestras? ¿O no será más bien una forma de opresión, más o menos hábilmente enmascarada, como las otras o incluso peor que las otras?


La democracia y sus enemigos

Aclaremos que no estamos en la línea de quien ataca la democracia porque, en cuanto “gobierno del pueblo”, o en cualquier caso de la mayoría, puede ser solamente el gobierno de los mediocres. Esta línea, antiquísima, de derechas como fe izquierdas, inicia en el siglo V a.C., pasa por Platón y Aristóteles, vuelve con Hegel, cuando el problema se plantea otra vez, y llega a nuestros días.

[…] La democracia liberal acepta el riesgo de que la clase dirigente pueda ser mediocre, en el nombre de un valor que –dice- le importa mucho más: la libertad.El poder democrático no puede y no debe ser carismático por la simple razón de que le poder carismático, basado en la fuerza y no igualitario, representa su exacto contrario. Según la distinción clásica que nos ha dejado Max Weber, “El puro carisma no conoce legitimidad alguna fuera de la que deriva de su misma fuerza confirmada repetidamente”. Y añade que los jefes carismáticos son “portadores de un específico don del cuerpo y del espíritu…concebido como sobrenatural (en el sentido de no ser accesible a todos)”. En la democracia en cambio el poder es, en principio, accesible a todos. Se elige por mayoría, que es el instrumento técnico fundamental de todo sistema electoral democrático. Y la mayoría elige entre ella individuos que la representen y por tanto inevitablemente mediocres […]

[…] La democracia desconfía de las personalidades excepcionales, más aún tras comprobar en la primera mitad del siglo XX de lo que son capaces. […] Y, hay que decirlo, desconfía también de la inteligencia. Por tanto ha construido un mecanismo, las elecciones basadas en el principio de la mayoría, que necesariamente y con coherencia premia a los mediocres. Para evitar peligros y dictaduras, cuyo recuerdo entre nosotros es reciente y aún candente. Y es precisamente en la continua comparación, explícita e implícita, con las dictaduras, donde la democracia liberal consigue la mayor parte de su credibilidad frente a las opiniones públicas occidentales, como si se tratase de un “aut-aut” y no hubieran existido nunca, no existan, no puedan existir y no sean ni siquiera imaginables sistemas distintos de la una y de las otras.

No atacamos la democracia liberal tampoco siguiendo la línea marxista que le reprocha el no haber eliminado las desigualdades económicas y sociales, sino el haberlas acentuado. […] La democracia liberal, a diferencia de la “popular” es decir marxista, no ha tenido nunca entre sus objetivos la igualdad económica y social. Es al contrario, adversaria convencida de este tipo de igualdad, porque se basa en el individualismo, erigido por sus mayores teóricos, desde Locke a Stuart Mill, en valor supremo. La democracia se contenta con la igualdad formal, es decir la igualdad ante la ley de todos los ciudadanos. No se la puede acusar de no haber conseguido un objetivo, la igualdad substancial, que nunca ha sido el suyo.

Tampoco estamos entre quien considera las democracias ineficientes y débiles. Es precisamente en el plano de la eficacia en el que las democracias han derrotado al sistema soviético. Y no son débiles porque en su momento vencieron contra el nazismo alemán, una de las más potentes máquinas de guerra que hayan aparecido nunca sobre la faz de la Tierra. Son tan poco débiles que hoy en día dominan el planeta y las botas de sus soldados hollan los suelos de todo el mundo.

En fin, no atacamos la democracia siguiendo la línea que desde De Maistre se desarrolla a través de Nietzsche, Carl Schmitt, Leo Strauss, Alasdair McIntyre, Roberto Mangabeira Unger e infinitos más, que reprochan a la democracia liberal la extraordinaria decadencia, especialmente moral, de nuestra sociedad.

No es la decadencia, moral o no, que aquí nos interesa. Creemos que todos los sistremas son más o menos buenos, o al menos tienen o no posibilidades de mantenerse, según cómo respeten los principios y los postulados sobre los que se basan, o afirman hacerlo. Si esta coherencia no existe o falla, el sistema, antes o después, colapsa. No porque pierda la legitimidad –que ningún sistema político y ningún poder tiene- sino la creencia en su legitimidad por parte de quienes están sujetos a él. El feudalismo ha funcionado discretamente durante muchos siglos, en Europa. Los pactos eran claros: los campesinos y los artesanos trabajaban y mantenían a la comunidad; los señores, en cambio, tenían dos obligaciones precisas: debían defender el territorio y administrar justicia en sus feudos. Cuando delegan a otros el oficio de las armas, dejan sus castillos y se transfieren a Versalles para hacer de maniquíes, empolvados, con peluca y  maquillados, la burguesía los echará, con toda justicia, a patadas en el trasero.

Temo que la democracia vaya por ese camino. Que incluso haya siempre sido así. Porque a medida que se desarrolla el hilo de la Historia –y ya llevamos bailando al son de esta música dos siglos- cada vez con mayor evidencia se ve que la democracia representativa no sólo no es fiel a sus presupuestos y a sus rimbombantes principios, sino que no es de ninguna manera capaz de hacerlo ni lo hará jamás.

Ciertamente, es evidente que le modelo real no puede corresponder nunca al ideal, pero existen límites a la discrepancia entre la idea y la realidad. Tampoco el “socialismo real” podía corresponder al ideal. Pero si se parte de la idea de liberar al hombre y en cambio se termina convirtiéndolo en un esclavo, no quiere decir simplemente que en el camino de lo ideal se ha cruzado la realidad con toda su fuerza de desgaste y su opacidad, quiere decir que se ha realizado lo contrario de lo que se quería hacer. Lo mismo vale para la democracia.

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