[Este fragmento concluye la serie dedicada a la obra de Adriano Romualdi sobre la tradición europea. No es un libro muy extenso y la selección aquí presentada cubre una buena parte de la obra. En esta última entrada se presenta las últimas páginas del libro, de gran fuerza y que constituyen una llamada a la acción y una visión de futuro, sin lugar para el abatimiento nihilista, aún hoy y en medio de una decadencia espantosa que asume rasgos aún más siniestros que hace 40 años cuando esta obra fue escrita. Se invita a todos los lectores a comentar sus impresiones y a debatir sobre las ideas de Romualdi.]
Un mundo nuevo
No
es casual que Faust ponga fin a su existencia con la visión de la operosidad
humana. La historia pasa página y el mundo de la técnica conquista su espacio.
Hablar bien o mal de ello no agota la cuestión: hay en la realidad de la técnica
una ignorancia de cualquier otra perspectiva, pero también un espíritu de
racionalidad y de dominio que se encuadra en el contexto de una tradición
europea.
Porque
las raíces de la matemática son apolíneas, aunque sus aplicaciones parezcan
venir al encuentro de Marsias.
Ha
en la ciencia y en la técnica una adherencia al estilo interior del hombre
blanco que no se puede dejar de reconocer. Un estilo que se ha vuelto obtuso,
una vocación decaída en hábito mecánico, pero dominada por una voluntad de
claridad que hace comprender la bendición que Goethe otorgaba a la operosidad.
En definitiva, la operosidad no ma sido más que la última, tardía encarnación
de la espiritualidad europea, como el imperialismo y el estoicismo lo fueron de
la clásica.
¿Podemos
hoy simplemente renegar de una corriente espiritual tan importante? O mejor
dicho: ¿Podemos simplemente deshacernos de la pesada carga de la civilización
blanca? La vocación apolínea del hombre blanco excluye tal abdicación. No puede
dejar de escuchar el mandato interior que es el de crear y ostener el orden. Midgard –el país del centro, la patria
del hombre- debe ser continuamente defendido contra Utgard, contra las fuerzas del caos que surgen del “país exterior”.
Midgard es uno de los conceptos
simbólicos más profundos expresados por las estirpes arias y germánicas, es el
símbolo de la colaboración de todas las fuerzas humanas y divinas.
Se
ha hablado, en el campo de la crisis del arte, de un “arte descentrado” [Nota: este es el título de un importante
libro del crítico de arte Hans Sedlmayr], de una “muerte de la luz”. Este
centro perdido es el canon clásico, y la luz es la de la tradición europea. Así
como el eclipse de la luz en el arte comienza con el abandono de aquellos
valores plásticos percibidos como “normales” por la humanidad blanca, del
oscurecimiento del ideal del hombre blanco hoy se irradia el caos. La crítica
de la concepción “eurocéntrica” que viene de los propagandistas de la
revolución mundial y de ciertos turbios espiritualismos, es un aspecto de esta
“pérdida del centro”.
Cierto,
hoy nosotros somos bastante críticos hacia la obra del hombre blanco en los
últimos cien años [Nota: recuérdese que
este ensayo se escribió en los años 70]. Espacios han sido invadidos,
límites abolidos, cuya existencia era sagrada no para los demás, sino para
nosotros. El apartheid es vital para
cada una de las partes en causa. La profanación incluso de las últimas áreas
pertenecientes a modelos culturales distintos ha infectado inútilmente el nuestro,
empobreciendo la riqueza cultural del mundo. Una pavorosa desolación en el
entero planeta es la consecuencia, una devastación que hoy nos amenaza también
en sus aspectos ecológicos.
Pero
como la curación es patrimonio exclusivo del enfermo, el saneamiento de nuestra
civilización es tarea nuestra. El orden del hombre blanco puede haber sido
culpable de muchos efectos negativos, pero es una máquina demasiado delicada
para que otros puedan pensar en repararla. La carga del hombre blanco –la
responsabilidad por las razas impuras, seniles o supersticiosas, junto a la
ingratitud de los asistidos y la incomprensión de los “clérigos” traidores- […]
permanece, en un sentido más profundo del que tuvo antes, como la palabra de la
fidelidad a nosotros mismos.
Que
exactamente contra esto se inflamen las blasfemias de la subversión no es una
casualidad. Para que el centro se pierda completamente, y la luz se extinga, es
necesario que la imagen del homo
europeaus sea extinguida también. Bajo este punto de vista, la exaltación
del negro como símbolo de todo aquello que es nocturno y libidinosamente
rebelde, junto a la hostilidad por el tipo psíquico e incluso físico germánico
y anglosajón, no son solamente fenómenos
sociales o de costumbres, sino jugadas sutiles en una partida de ajedrez
de la noche contra la luz.
El
problema de una tradición europea es el de encontrar una forma espiritual capaz
de contener más de tres milenios de espiritualidad europea. Una forma que no
represente un revoltijo sincretista, sino que redescubra el fondo de la
espiritualidad propia del hombre blanco.
Se
podría decir que el tipo espiritual de Occidente es el Héroe en vez del Santo
–acción frente a contemplación- pero también esto sería simplificar.
Y
sin embargo una moderna espiritualidad europea no podrá no configurarse como
esencialmente activa, en un mundo en el cual el tema central es el dominio de
las fuerzas elementales. La invasión de lo elemental –técnicas, distancias,
excitaciones- parece ser la característica de nuestra época. Se requiere una
capacidad de disciplina y simplificación ajena a cualquier confusionismo
espiritualista.
Un
estilo que sepa ver en las luces blancas, y firmes, y metálicas de una cierta
modernidad, casi el presagio de un nuevo clasicismo. El estilo de una
metafísica del esfuerzo y de la formación de sí.
Un
estilo que fue propio de aquellos movimientos conservadores-revolucionarios de
ayer que intentaron fundir la claridad de los orígenes con la nueva luminosidad
que irradia la tensión atlética y el dominio de la materia […] ¿Esa experiencia
la hemos dejado atrás completamente? Difícilmente podríamos articular la temática
de una nueva espiritualidad europea prescindiendo de aquellos intentos de
fundir la lucidez antigua y la audacia moderna. Son indispensables puntos de
referencia hoy en día, cuando los misticismos se empañan y se contaminan por la
vecindad de tantos impuros espiritualismos.
Junto
a esta espiritualidad diurna –capaz de no empalidecer en la luz deslumbrante
del mundo moderno- el catolicismo se revela algo deslucido o, de cualquier
manera, empequeñecido.
Por
mucho que conserve su validez como fuerza y forma interior a nivel personal,
sus pretensiones de hegemonía no pueden no parecernos inactuales. Desde
principios del siglo XIX el catolicismo no puede representar más que una
corriente espiritual entre las otras. Y el “tradicionalismo católico” es un ismo, exactamente igual que el “neopaganismo”.
Su contradicción está en que debe admitir una ortodoxia superior a la la
ortodoxia. No olvidemos además que “la
condición para ser una tradicionalista es no saberlo”.
Aún
más problemático nos parece otro “tradicionalismo” cuyo universalismo se diluye
en un cosmopolitismo inquietante. [Nota:
el autor se refiere a la escuela de René Guénon y corrientes afines, que
pertenece a lo que a veces se conoce como tradicionalismo integral o metafísico
y de la cual Julius Evola fue una relevante figura.] […]. De esta manera la
noble aspiración a valores eternos y universales se puede desvirtuar en una
latente aversión por los valores del kòsmos,
de la jerarquía y del hombre blanco. Así en los meandros de cierto “tradicionalismo”
pululan la infatuación por la nègritude, el
coqueteo con el hebraísmo y otras impurezas espirituales. Tanto es así que hay
quien se arroga el derecho de pontificar sobre “Tradición” mientras lo consumen
como un cáncer los tres pecados capitales de la modernidad: el intelectualismo,
el esnobismo y el antifascismo.
[…]
Concluimos
con un pasaje de Walter Otto:
“Y he aquí que de nuevo viene a nuestro
encuentro la antigüedad clásica en su grandeza: no para que nos perdamos en su
imitación, sino para que nuestro contacto con ella nos dé una vez más la fuerza
de superar este lance. Ningún descubrimiento científico y ningún nuevo método
de investigación han servido para acercarnos a ella, pero es nuestro mismo
destino que en esta época de crisis nos hace advertir la voz admonitoria del
mito y de la antigüedad. Viene a nosotros con sus Dioses, cuya sustancia
viviente, como la más alta realidad del hombre y del mundo, las generaciones
precedentes no comprendieron. Hölderlin lo había presagiado y el camino de
Nietzsche estuvo marcado por este sublime encuentro. Nada está más lejos de
nuestra intención que la tentación de jugar con cultos ya desaparecidos. Culto
y mito deben significar para nosotros algo distinto de lo que fueron hace
milenios. Pero las potencias divinas del Ser nos esperan para comunicarnos algo
del infinito, y nuestro destino sabrá encontrar la forma en la cual volverán a
ser visibles.”
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