[Continuamos con los textos de Sergio Gozzoli.]
El hombre ama los enigmas, ama el misterio y lo ignoto.
Y no
habiendo cejado nunca en su búsqueda de las razones de las cosas, encontró un
día una llave: el postulado de
objetividad. Le permitió abrir una puerta, tras la cual había infinitas más
–cada una escondida por la precedente- en una especie de intrincado laberinto.
El
hombre, más bien incautamente, entró en él y desde entonces ya no ha podido
salir.
Hay
algo de arcano, en el laberinto: cuanto más el hombre avanza en él, más lejano
aparece el final del camino; cuantas más cosas consigue ver, más le parece
estar envuelto en la oscuridad; cuanto más conocimiento conquista, más advierte
inquietud e incertidumbre; cuantos más tesoros e instrumentos de potencia –el laberinto
está lleno de ellos- descubre y posee, más se siente pobre y atemorizado.
Pero
la más siniestra propiedad del laberinto se manifiesta cuando se le ocurre
pensar en volver atrás. No es que lo desee en realidad, porque la fascinación
del enigma, la llamada de la puerta sucesiva son más fuertes que él: antes de
entrar, ya estaba atrapado por el ansia de conocimiento, la inquietud del
espíritu, la curiosidad intelectual. Pero cuando vuelve la cabeza para atrás
–esto sí lo puede hacer- y abraza con la mirada el camino ya recorrido, el
amplio mundo de fuera –la sabana, las
cavernas y las tiendas, las fortalezas y los castillos, los fuegos en el campo
y las balsas en los ríos, las rocas relucientes al sol y los olorosos bosques mecidos
por mil sacudidas de viento- y una especie de nostalgia de espacios y de
juventud, un lamento de inconsciencia y de libertad le atenaza la garganta,
entonces lo aferran mil tentáculos invisibles que lo empujan hacia adelante: a
la seducción de lo ignoto que está en él, se añade la fuerza inexorable del
hecho consumado que ha suscitado y creado en torno a sí mismo, usando la llave
por primera vez.
El
hombre ya no puede volver atrás. Porque éste, es el alto precio que el conocimiento impone: cuando sabes, estás poseído por lo que sabes. Para matar la verdad que hay en tí,
deberías matarte a ti mismo.
El
hombre ya no puede exorcizar el demonio del conocimiento, no puede recomponer
el enigma violado y hacer volver a la vida el dragón que ha matado: puede lavar
sus manos de la sangre incrustada pero no liberar su espíritu del secreto
arrancado.
El
hombre ya no puede hacer otra cosa que seguir adelante.
Cualquiera
que sea el abismo que se abre tras el próximo recodo, debe continuar. Recorrer el laberinto a fondo, estancia tras estancia,
puerta tras puerta, y afrontar su imagen cada vez más nítida, más
despiadadamente verdadera, más enfocada e iluminada frente a una oscuridad cada
vez más desmesurada.
Ya
no es el bosque en los límites del claro, lo que lo limita y circunda, no son ya
los muros de la fortaleza o el claustro del convento, ni la cadena de montes
vertiginosos o la vastedad turbulenta de un océano. Lo que rodea y abraza al
hombre, hoy, son las gélidas tinieblas del cosmos.
Bien,
ahora el hombre sabe. Y no puede
volver atrás. ¿Qué hará, ahora?
No
hay más que una alternativa: afrontar la verdad. Toda entera.
Inútil
intentar engañarse a sí mismos, peligroso apartar la mirada de la propia imagen
reflejada en los espejos del conocimiento. Es en cambio necesario que el hombre
se mire a sí mismo, que se observe
despiadadamente. Para medirse plenamente
y a fondo. Para valorar sus fuerzas.
Puesto
que entre todos los enigmas, el enigma extremo y supremo, el de su destino final,
el que más lo seduce y lo aterra, está en gran parte encerrado en su
interior: en la medida real y exacta –no la esperada, no la soñada, no
la prometida, sino la verdadera, la que es- de su fuerza.
La
otra parte del enigma está en otro lugar, fuera
de él, en la entidad de las fuerzas que lo amenazan, en la vastedad del
cosmos, en la ineluctabilidad de las leyes que ha descubierto, en el imparable
fluir del tiempo, en la potencia –quizás benigna, nadie puede decirlo- del azar
que incansablemente compone y descompone el mosaico ilimitado de las
probabilidades.
Pero
el hombre no podrá nunca esperar en los favores del azar, si no es usando al máximo todos sus recursos. ¿Y cómo
podrá hacerlo si no los conoce? ¿Si continúa engañándose a sí mismo, drogándose
con optimismos, ilusiones, utopías?
El
hombre debe -sin miramientos- observarse:
medir la propia fuerza. Y para medir sus fuerzas, debe espiar cada recodo de su
finitud y su fragilidad.
Porque,
cuando llegue el momento de saltar más allá del abismo, debe estar bien seguro de
que sus piernas le basten para el salto, que los ojos le ayuden a medir las
distancias, que el corazón soporte el esfuerzo y el ansia. Sus piernas, sus ojos, su corazón. No tendrá ayuda fuera de sí
mismo.
Es
el hombre un animal más curioso que sabio, más audaz que previsor. Si hubiera
sido sabio y previsor, habría sepultado en las vísceras más profundas de la
tierra sus primeros descubrimientos científicos.
Pero
no lo ha hecho, y ahora es demasiado tarde.
Como
individuo, cada uno de nosotros posee la libertad inalienable de aceptar o rechazar
el conocimiento científico, o más simplemente decidir ignorarla y prescindir de
ello. Pero sólo en teoría. En la
práctica, ¿Cómo podría yo –que viviría bastante mejor con mi caballo y mi
espada- rechazar la tecnología, hija del conocimiento científico?
Y
aunque lo pudiera como individuo, no podría como miembro de un grupo: porque cualquier sociedad que decidiese volver
atrás en este camino, estaría a merced de las demás.
Por
lo tanto, no se vuelve atrás.
Los
hombres han vivido durante decenas de milenios sin un procedimiento científico
como medio sistemático de
conocimiento global, aunque algunos
lo aplicaran sin ser conscientes de ello, aquí y allá, en las técnicas y quizá
en el pensamiento. Pero ya no se puede prescindir de ello: para quienes lo intentaran
,sería un suicidio.
No
hay entonces otro camino que cabalgar el tigre, para hacer pagar al hombre el precio más bajo posible de frente al
progreso tecnológico que parece llevarlo a la aniquilación.
Pero
si este motivo parece –como en el fondo es- de carácter meramente práctico, hay
otro de orden más elevado, ético y existencial, impuesto por nuestro orgullo y
sentido estético: el conocimiento es un desafío.
Nos
desafía con sus verdades terribles.
Nosotros
ahora sabemos. Vivimos nuestra precaria
existencia, encerrados en el espacio entre una insegura corteza terrestre y la
envoltura de la atmósfera, encerrados en el tiempo entre dos glaciaciones,
entre el cataclismo del que nacimos y el que nos enterrará, efímera respiración
del tiempo en la explosión de un universo de frías fronteras sin luz, puñado de
polvo energético en la inimaginable inmensidad del cosmos.
De
aquí a sus insondables confines, nos rodea el Abismo. Gélido. Vacío de vida.
Inconmensurable.
¿Qué
puente podremos tender sobre éste, si no nuestro orgullo? Para algunos la vía
es la desesperación, la angustia, el rechazo, la fuga en la droga de un
existencialismo pasivo. Para otros, en la droga de artificiales optimismos a priori.
Pero
no para todos: habrá siempre quien acepte el desafío.
El
Conocimiento nos desafía también con las verdades aún ocultas. Mil enigmas
están aún encerrados en la oscuridad, desafíos para el aventurero instinto del
hombre. Nuestro mismo orgullo, por ejemplo, y nuestro sentido estético: en el
fondo vivimos de esto. Es en último análisis una medida de belleza, o de
armonía, la que dibuja en la mente humana cualquier ideal de justicia, o de
nobleza; es en último análisis un acto de orgullo, lo que nos hace capaces de
desafiar los dragones y los glaciares, los desiertos y los océanos y la
inmensidad cósmica, y la misma desesperada soledad del pensamiento.
¿Pero
dónde están, orgullo y sentido estético? ¿En qué específicas, íntimas estructuras, exactamente?
¿Y
todos los demás impulsos –que con una medida estética el hombre divide en
anhelos del espíritu y brutas pasiones animales- todos los instintos que
permiten y regulan nuestra supervivencia?
¿Y
las categorías lógicas de la razón humana, que nos permiten apreciar la
objetividad de la realidad, y nos hacen conscientes de nuestra misma
irracionalidad? Si todas estas son funciones de específicas y particulares
estructuras, nos preguntamos cuál es el íntimo
y escondido mecanismo de relación entre estructura y función. Y si toda
estructura es la ejecución de un proyecto genético inscrito en una modesta
fracción molecular, nos preguntamos cuáles son todas las etapas que están entre el programa y su realización
completa, ambas inmutables a través de las generaciones, en una continuidad de
decenas de milenios.
La
última frontera del Conocimiento está aún más allá de cualquier horizonte
humano. Y si el orgullo nos hace continuar la marcha, el sentido estético nos
hace esperar que no se llegue nunca la última meta: porque un mundo sin enigmas
sería un mundo sin desafíos.
Un
mundo inadecuado para el hombre,
plasmado por los desafíos.
Aceptemos
por tanto el desafío de la Verdad.
Si
venimos del Vacío, nuestro orgullo lo llenará. Si somos hijos de la precariedad
y del azar, construiremos uns Historia que nos dé nobleza; si no existen
finalidades y designios, nuestro Honor será nuestra finalidad; si no existen
los dioses, adoraremos la memoria de nuestros padres; si no existe un Mañana,
nuestros hijos serán nuestro mañana. Si la verdad nos niega cualquier esperanza
y cualquier premio, pues bien, nosotros, de pie, aceptamos el desafío: nos
bastaremos a nosotros mismos. […]
La
Verdad no nos doblegará, negándonos la felicidad; ni nos comprará la Utopía
prometiéndonosla: puesto que no la felicidad,
sino ser nosostros mismos, es lo
que aplaca nuestro espíritu.
Sergio Gozzoli
Sergio Gozzoli
Óptica nocturna alemana (I). Introducción
ResponderEliminarEn esta entrega de cinco partes hablaremos acerca de los avances técnicos y uso práctico de la tecnología infrarroja alemana de la Segunda Guerra Mundial. Un tema no muy conocido entre los interesados en la historia militar.
www.molestoluegoexisto.blogspot.com