[Concluye con esta entrada el ciclo de textos de Sergio Gozzoli extraídos de su libro "Las raíces y la semilla". Se trata de la conclusión de la obra en la cual el autor resume su punto de vista y su toma de posición frente a los problemas históricos en que vivimos y en general el destino del hombre. Es una posición coherente, basada en la ciencia, de rechazo a la modernidad igualitaria, la cual podríamos calificar de actitud "faustiana" y muy sumariamente definir como un desafío a las fuerzas del cosmos y al tiempo partiendo de las solas fuerzas humanas, por parte de una humanidad completamente sola que debe dar un sentido a su existencia y a su futuro. Habrá lectores dispuestos a adoptar este punto de vista y otros no, somos libres de no considerar el conocimiento de la ciencia el único posible o, aun valorándolo y apreciándolo, sólo capaz de capturar una parte de la realidad. Pero las reflexiones de Gozzoli en cualquier caso son siempre interesantes, porque parten de unos resultados científicos que debemos tener en cuenta, y muestran cuán falsa y fraudulenta es la utilización de la ciencia para sostener las utopías igualitarias, humanitarias y buenistas que hoy se quieren presentar como la única ideología posible.]
Durante
largos milenios, angustiosos interrogantes han alimentado con el insomnio las
noches de los hombres: ¿Cuál es el origen del mundo, de la vida, de nosotros
mismos? ¿Nuestra finalidad, nuestro destino? ¿Quién soy yo, de dónde
vengo, porqué existo? Ahora que el
Conocimiento ha resuelto estos enigmas, lo que llena de angustia nuestras
noches no son ya las preguntas sino las respuestas. Es más, la respuesta porque es siempre sólo una,
siempre la misma.
Está
en la sabiduría de Michael, “el cazador” de la película homónima, que mostrando
solemnemente una bala al amigo responde: “because
this is this”: esto es esto.
La
respuesta es sempre la misma: “Porque es
así”. Lo que sucedió, sucedió, lo que desapareció, desapareció, lo que
permaneció, permaneció. Lo que hoy vemos de nosotros mismos, lo que “sentimos”,
lo que “hacemos”, lo que “somos”, es lo
que quedó.
No
hay un porqué lógico, porque no hubo al principio –ni ahora- finalidad alguna.
Si nos preguntamos el “porqué” de nuestra existencia, y la respuesta viene de
nuestro humano conocimiento, no puede
ser más que una: por azar.
[…]
¿Cuántos
cataclismos habrían podido hacer “saltar” uno u otro de los anillos [que dieron origen a la especie humana]?
Una vez más la conclusión es: “pues bien, no se han roto, y nosotros estamos
aquí”. Because this is this.
Afortunados
supervivientes, por tanto. Pero por lo que parece descontentos de nosotros
mismos. No nos aceptamos.
Hemos
surgido, como actualmente somos, de un proceso iniciado hace más de tres mil
millones de años, y hay quien sueña, quien delira pensando que en decenios o
siglos se pueda “transformar” o “mejorar” el hombre: “humanizar” como les gusta
decir, al hombre de hoy. ¡Como si el modelo de este ignoto “humano” –descendido
del mundo astral- estuviese ahí, en
alguna biblioteca, impreso en el último volumen del perfecto Utopista y el
perfecto Evolucionista!
Tonterías.
Científicamente absurdas y patéticas estupideces.
Podría
tener un sentido en teoría una propuesta eugenética que tendiese a “mejorar” un
poco la tipología media de las actuales poblaciones, si todos los gobiernos del
mundo decidieran “animar” a los mejores a reproducirse más, y a los peores
menos. Pero dejando de lado su improponibilidad práctica (¿Qué se podría hacer,
más allá de una campaña de propaganda?) tales medidas no harían más que aplicar
una selección entre los humanos actuales.
La “nueva” humanidad estaría siempre compuesta por humanos. Más inteligentes, más altos o, qué sé yo, más alegres.
Pero siempre humanos. Seres pertenecientes a esta particular especie animal.
Que
lleva dentro de sí los genes de roedores combativos y curiosos, de tímidos
presimios, depredadores carnívoros, crueles y aventureros homínidos. ¿Quién
podrá jamás quitarnos del ADN estos millones
de genes?
Y lo
poco que tenemos de más, lo que nos es más peculiar y “nuestro” porque no lo
debemos específicamente a ninguna otra especie –la autoconciencia, la
palabra, el pensamiento abstracto, el sentido moral, el orgullo, junto a una
agresividad autocontrolable todo lo que queramos, pero potencialmente sin
límites- todo esto que es también patrimonio inalienable, aunque reciente, de
nuestro programa genético, ¿Cómo quitarlo, desenraizarlo, descomponerlo, reordenarlo,
en el ADN de todos los seres humanos?
Auténticas
locuras, delirantes despropósitos.
Hay
aún, entre los descontentos que se autodefinen “optimistas” porque intentan
“cambiar” a los hombres que son así
desde al menos 35.000 años, quien cree poder hacerlo con la “cultura”. “Enseñémosles a pensar de una cierta manera
–se dicen unos a otros guiñándose el ojo- y ya veréis. Cambiarán ellos y también sus hijos”.
¡Como
si lo aprendido no se pudiera desaprender,
como si lo “adquirido” se pudiese “imprimir” en el ADN!
Y
además, este Moloch de la cultura, ¿no ha engullido ya suficientes víctimas? La
cultura es ventajosa para una población cuando es “su” cultura, por ella
producida espontáneamente y naturalmente: entonces es el instrumento primario
de su identidad histórica, de su cohesión, de su misma supervivencia. Pero cuando se impone
artificialmente desde fuera o desde arriba, no hace más que “desnaturalizar” un
pueblo y produce, siempre, daños y trastornos trágicos.
[…]
Intentemos
utilizar -por una vez- el simple y cuadrado sentido común: de frente a un hijo que se le muere, de frente al atropello de un poderoso, de frente a
una mujer que le gusta y lo rechaza, ¿qué
ha cambiado –por dentro- en el modo de
sufrir del hombre?
¿Es
que hay en la desesperación, en la humillación, en la frustración, alguna
diferencia entre el europeo del Neolítico y el de la Revolución Industrial, o
entre el chino de los Estados Combatientes y el de la Larga Marcha? ¿Es que
pueden la tecnología sofisticada, la conquista del espacio, y todas las
bibliotecas de la Tierra mutar de una
sola pulgada el tipo y el grado de alegría y sufrimiento –de placer y dolor- en el “sentir” y en el
“reaccionar” del individuo de frente a la problemática existencial más “suya”,
más interiormente verdadera?
Culturas
y Civilizaciones son expresión de los “grupos”, sus instrumentos de
supervivencia y afirmación. ¿Pero en qué medida real y definitiva tocan e
influencian al individuo? La respuesta objetiva es: en una medida prácticamente
nula.
[…]
La
civilización es siempre el producto de una “represión” ejercitada por la cultura sobre la naturaleza. Pero esta
represión no puede superar un cierto límite. Existe una medida –escrita en
alguna lugar en la lógica de las cosas y la sabiduría del hombre- que marca el
punto de armonía, el perfecto encuentro entre el elemento cultural y el natural
en la vida asociada de un pueblo. Cuanto más una civilización se acerca a este
alto equilibrio entre los dos componentes, más se aleja de la fiera y se acerca
a los dioses. Al contrario cuanto más es innatural
–es decir cuanto más pretende comprimir el elemento natural, a través de la
prevalencia desmedida del componente cultural- más áspera y violenta se hará la
explosión reactiva de la naturaleza. Si la Justicia –sólo por dar un ejemplo-
llegase a ignorar del todo y a
mortificar la natural exigencia de venganza del ánimo humano, los hombres de
una sociedad así tenderían inevitablemente, en un retorno de barbarie, a
tomarse la justicia por su mano.
Las
actuales sociedades del llamado Occidente –empapadas del espíritu utópico que
caracteriza la ideología “americana”- han llegado ya a un peligroso grado de
divergencia entre los dos principios antitéticos de cultura y naturaleza.
Pero
al final es siempre la naturaleza la
que vence […] la cultura es una delgada corteza,
que de vez en cuando las intemperies de la vida arrancan al individuo, y
las de la historia a las sociedades.
Y la
civilización es sólo un velo arrojado sobre la honesta barbarie de nuestra
naturaleza más profunda y verdadera, que bajo el velo continúa viviendo,
imperturbable, en espera de que éste se rompa: lo que por desgracia, aquí y
allá de cuando en cuando, regularmente sucede.
Como
hoy sucede ante nuestros ojos.
La
verdad es que el hombre es lo que es, y no puede ir más allá de lo humano.
Puede
soñarlo, ciertamente, y entonces se convierte en un poeta, un predicador, o un
iluso.
Puede
intentarlo, y entonces se convierte en un héroe, un santo, o un suicida.
Pero
el poeta, el santo, el héroe –como el iluso o el suicida- si bien están fuera
de la media estadística de los fenotipos humanos, están dentro de los límites
de las potencialidades del programa genético de nuestra especie.
Cualquier
cumbre que el hombre conquiste, cualquier profundidad que desafíe, cualquier
abismo que atraviese, todo ello lo hace y lo puede hacer porque su ADN tiene
prevista esa potencialidad. Puede suceder que alguna de estas
potencialidades permanezca inexpresada, o se exprese sólo excepcionalmente.
Pero no puede nunca suceder lo
contrario, que un hombre sea o haga algo
que en las potencialidades genéticas de la especie, o de su grupo, no esté ya
contenido.
¿Y
entonces? Entonces hay mucha más nobleza, y belleza, y valentía, y dignidad, en
aceptarnos como somos.
En
afrontar la Verdad.
Cierto,
es una verdad que produce temor. Basta dirigir los ojos al futuro, al mañana de
la especie, a la precariedad de nuestro existir proyectado en la soledad del
Espacio, a la cósmica explosión que inició hace doce o quince mil millones de
años –dando origen a “nuestro” Universo- y que nos está arrastrando hacia los insondables confines de lo Sin-Confines, y se
siente temor.
Es
cierto. Yo también, si abro el pensamiento a las sobrecogedoras dimensiones de
este vacío ilimitado que rodea mi finitud, siento
que tengo miedo. Pero después yo también, como el Primer Hombre, advierto
en mí una repentina rebelión: yo también, como él, me avergüenzo de tener miedo.
Entonces,
pienso en los hijos de mis hijos, y en sus hijos, y en los de los hijos de mis
hermanos. Y les veo: hombres como yo.
Como mi padre y mi abuelo, y los otros antes que ellos. Como ellos, como yo. De mi misma sangre, con mis genes en la sangre.
Veo
sus largas piernas, las hermosas espaldas rectas, los fríos ojos serenos. Los
veo caminar sobre las antiguas piedras de las vías trazadas por los padres, de
las escaleras gastadas por el polvo de los milenios, de las bellas plazas
resonantes con el eco de los siglos, de los muelles erigidos contra el mar por
el orgullo de los antepasados. Los veo crecer y reír, pensar y penar, amar y
lanzar desafíos; los veo lanzar canciones al viento, alzar banderas al sol; los
veo engendrar hijos y batirse, y vencer y perder. Veo algunos de ellos caer,
pero otros envejecer serenos con los nietos en las rodillas. Los veo todos, uno por uno. Y son hermosos.
Entonces,
no siento ya ningún temor.
Mientras
orgulloso un dios se erige dentro de
mí.
Que
se ríe. De frente al Cosmos.
Sergio Gozzoli
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