"Hubo un tiempo en que el pensamiento era divino, luego se hizo hombre, y ahora se ha hecho plebe. Un siglo más de lectores y el Espíritu se pudrirá, apestará"

Friedrich Nietzsche

sábado, 22 de septiembre de 2012

ESTO ES ESTO



[Concluye con esta entrada el ciclo de textos de Sergio Gozzoli extraídos de su libro "Las raíces y la semilla". Se trata de la conclusión de la obra en la cual el autor resume su punto de vista y su toma de posición frente a los problemas históricos en que vivimos y en general el destino del hombre. Es una posición coherente, basada en la ciencia, de rechazo a la modernidad igualitaria, la cual podríamos calificar de actitud "faustiana" y muy sumariamente definir como un desafío a las fuerzas del cosmos y al tiempo partiendo de las solas fuerzas humanas, por parte de una humanidad completamente sola que debe dar un sentido a su existencia y a su futuro. Habrá lectores dispuestos a adoptar este punto de vista y otros no, somos libres de no considerar el conocimiento de la ciencia el único posible o, aun valorándolo y apreciándolo, sólo capaz de capturar una parte de la realidad. Pero las reflexiones de Gozzoli en cualquier caso son siempre interesantes, porque parten de unos resultados científicos que debemos tener en cuenta, y muestran cuán falsa y fraudulenta es la utilización de la ciencia para sostener las utopías igualitarias, humanitarias y buenistas que hoy se quieren presentar como la única ideología posible.]


Durante largos milenios, angustiosos interrogantes han alimentado con el insomnio las noches de los hombres: ¿Cuál es el origen del mundo, de la vida, de nosotros mismos? ¿Nuestra finalidad, nuestro destino? ¿Quién soy yo, de dónde vengo, porqué existo? Ahora que el Conocimiento ha resuelto estos enigmas, lo que llena de angustia nuestras noches no son ya las preguntas sino las respuestas. Es más, la respuesta porque es siempre sólo una, siempre la misma.

Está en la sabiduría de Michael, “el cazador” de la película homónima, que mostrando solemnemente una bala al amigo responde: “because this is this”: esto es esto.

La respuesta es sempre la misma: “Porque es así”. Lo que sucedió, sucedió, lo que desapareció, desapareció, lo que permaneció, permaneció. Lo que hoy vemos de nosotros mismos, lo que “sentimos”, lo que “hacemos”, lo que “somos”, es lo que quedó.

No hay un porqué lógico, porque no hubo al principio –ni ahora- finalidad alguna. Si nos preguntamos el “porqué” de nuestra existencia, y la respuesta viene de nuestro humano conocimiento, no puede ser más que una: por azar.

[…]

¿Cuántos cataclismos habrían podido hacer “saltar” uno u otro de los anillos [que dieron origen a la especie humana]? Una vez más la conclusión es: “pues bien, no se han roto, y nosotros estamos aquí”. Because this is this.

Afortunados supervivientes, por tanto. Pero por lo que parece descontentos de nosotros mismos. No nos aceptamos.

Hemos surgido, como actualmente somos, de un proceso iniciado hace más de tres mil millones de años, y hay quien sueña, quien delira pensando que en decenios o siglos se pueda “transformar” o “mejorar” el hombre: “humanizar” como les gusta decir, al hombre de hoy. ¡Como si el modelo de este ignoto “humano” –descendido del mundo astral- estuviese ahí, en alguna biblioteca, impreso en el último volumen del perfecto Utopista y el perfecto Evolucionista!

Tonterías. Científicamente absurdas y patéticas estupideces.

Podría tener un sentido en teoría una propuesta eugenética que tendiese a “mejorar” un poco la tipología media de las actuales poblaciones, si todos los gobiernos del mundo decidieran “animar” a los mejores a reproducirse más, y a los peores menos. Pero dejando de lado su improponibilidad práctica (¿Qué se podría hacer, más allá de una campaña de propaganda?) tales medidas no harían más que aplicar una selección entre los humanos actuales. La “nueva” humanidad estaría siempre compuesta por humanos. Más inteligentes, más altos o, qué sé yo, más alegres. Pero siempre humanos. Seres pertenecientes a esta particular especie animal.

Que lleva dentro de sí los genes de roedores combativos y curiosos, de tímidos presimios, depredadores carnívoros, crueles y aventureros homínidos. ¿Quién podrá jamás quitarnos del ADN estos millones de genes?

Y lo poco que tenemos de más, lo que nos es más peculiar y “nuestro” porque no lo debemos específicamente  a ninguna otra especie –la autoconciencia, la palabra, el pensamiento abstracto, el sentido moral, el orgullo, junto a una agresividad autocontrolable todo lo que queramos, pero potencialmente sin límites- todo esto que es también patrimonio inalienable, aunque reciente, de nuestro programa genético, ¿Cómo quitarlo, desenraizarlo, descomponerlo, reordenarlo, en el ADN de todos los seres humanos?

Auténticas locuras, delirantes despropósitos.

Hay aún, entre los descontentos que se autodefinen “optimistas” porque intentan “cambiar” a los hombres que son así desde al menos 35.000 años, quien cree poder hacerlo con la “cultura”. “Enseñémosles a pensar de una cierta manera –se dicen unos a otros guiñándose el ojo- y ya veréis. Cambiarán ellos y también sus hijos”.

¡Como si lo aprendido no se pudiera desaprender, como si lo “adquirido” se pudiese “imprimir” en el ADN!

Y además, este Moloch de la cultura, ¿no ha engullido ya suficientes víctimas? La cultura es ventajosa para una población cuando es “su” cultura, por ella producida espontáneamente y naturalmente: entonces es el instrumento primario de su identidad histórica, de su cohesión, de su misma supervivencia. Pero cuando se impone artificialmente desde fuera o desde arriba, no hace más que “desnaturalizar” un pueblo y produce, siempre, daños y trastornos trágicos.

[…]

Intentemos utilizar -por una vez- el simple y cuadrado sentido común: de frente a un hijo que se le muere, de frente al atropello de un poderoso, de frente a una mujer que le gusta y lo rechaza, ¿qué ha cambiado –por dentro- en el modo de sufrir del hombre?

¿Es que hay en la desesperación, en la humillación, en la frustración, alguna diferencia entre el europeo del Neolítico y el de la Revolución Industrial, o entre el chino de los Estados Combatientes y el de la Larga Marcha? ¿Es que pueden la tecnología sofisticada, la conquista del espacio, y todas las bibliotecas de la Tierra mutar de una sola pulgada el tipo y el grado de alegría y sufrimiento –de placer y dolor- en el “sentir” y en el “reaccionar” del individuo de frente a la problemática existencial más “suya”, más interiormente verdadera?

Culturas y Civilizaciones son expresión de los “grupos”, sus instrumentos de supervivencia y afirmación. ¿Pero en qué medida real y definitiva tocan e influencian al individuo? La respuesta objetiva es: en una medida prácticamente nula.

[…]

La civilización es siempre el producto de una “represión” ejercitada por la cultura sobre la naturaleza. Pero esta represión no puede superar un cierto límite. Existe una medida –escrita en alguna lugar en la lógica de las cosas y la sabiduría del hombre- que marca el punto de armonía, el perfecto encuentro entre el elemento cultural y el natural en la vida asociada de un pueblo. Cuanto más una civilización se acerca a este alto equilibrio entre los dos componentes, más se aleja de la fiera y se acerca a los dioses. Al contrario cuanto más es innatural –es decir cuanto más pretende comprimir el elemento natural, a través de la prevalencia desmedida del componente cultural- más áspera y violenta se hará la explosión reactiva de la naturaleza. Si la Justicia –sólo por dar un ejemplo- llegase a ignorar del todo y a mortificar la natural exigencia de venganza del ánimo humano, los hombres de una sociedad así tenderían inevitablemente, en un retorno de barbarie, a tomarse la justicia por su mano.

Las actuales sociedades del llamado Occidente –empapadas del espíritu utópico que caracteriza la ideología “americana”- han llegado ya a un peligroso grado de divergencia entre los dos principios antitéticos de cultura y naturaleza.

Pero al final es siempre la naturaleza la que vence […] la cultura es una delgada corteza, que de vez en cuando las intemperies de la vida arrancan al individuo, y las de la historia a las sociedades.

Y la civilización es sólo un velo arrojado sobre la honesta barbarie de nuestra naturaleza más profunda y verdadera, que bajo el velo continúa viviendo, imperturbable, en espera de que éste se rompa: lo que por desgracia, aquí y allá de cuando en cuando, regularmente sucede.

Como hoy sucede ante nuestros ojos.

La verdad es que el hombre es lo que es, y no puede ir más allá de lo humano.

Puede soñarlo, ciertamente, y entonces se convierte en un poeta, un predicador, o un iluso.

Puede intentarlo, y entonces se convierte en un héroe, un santo, o un suicida.

Pero el poeta, el santo, el héroe –como el iluso o el suicida- si bien están fuera de la media estadística de los fenotipos humanos, están dentro de los límites de las potencialidades del programa genético de nuestra especie.

Cualquier cumbre que el hombre conquiste, cualquier profundidad que desafíe, cualquier abismo que atraviese, todo ello lo hace y lo puede hacer porque su ADN tiene prevista esa potencialidad. Puede suceder que alguna de estas potencialidades permanezca inexpresada, o se exprese sólo excepcionalmente. Pero no puede nunca suceder lo contrario, que un hombre sea o haga algo que en las potencialidades genéticas de la especie, o de su grupo, no esté ya contenido.

¿Y entonces? Entonces hay mucha más nobleza, y belleza, y valentía, y dignidad, en aceptarnos como somos.

En afrontar la Verdad.
Cierto, es una verdad que produce temor. Basta dirigir los ojos al futuro, al mañana de la especie, a la precariedad de nuestro existir proyectado en la soledad del Espacio, a la cósmica explosión que inició hace doce o quince mil millones de años –dando origen a “nuestro” Universo- y que nos está arrastrando hacia los insondables confines de lo Sin-Confines, y se siente temor.

Es cierto. Yo también, si abro el pensamiento a las sobrecogedoras dimensiones de este vacío ilimitado que rodea mi finitud, siento que tengo miedo. Pero después yo también, como el Primer Hombre, advierto en mí una repentina rebelión: yo también, como él, me avergüenzo de tener miedo.

Entonces, pienso en los hijos de mis hijos, y en sus hijos, y en los de los hijos de mis hermanos. Y les veo: hombres como yo. Como mi padre y mi abuelo, y los otros antes que ellos. Como ellos, como yo. De mi misma sangre, con mis genes en la sangre.

Veo sus largas piernas, las hermosas espaldas rectas, los fríos ojos serenos. Los veo caminar sobre las antiguas piedras de las vías trazadas por los padres, de las escaleras gastadas por el polvo de los milenios, de las bellas plazas resonantes con el eco de los siglos, de los muelles erigidos contra el mar por el orgullo de los antepasados. Los veo crecer y reír, pensar y penar, amar y lanzar desafíos; los veo lanzar canciones al viento, alzar banderas al sol; los veo engendrar hijos y batirse, y vencer y perder. Veo algunos de ellos caer, pero otros envejecer serenos con los nietos en las rodillas. Los veo todos, uno por uno. Y son hermosos.

Entonces, no siento ya ningún temor.

Mientras orgulloso un dios se erige dentro de mí.

Que se ríe. De frente al Cosmos.

Sergio Gozzoli

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