Massimo Fini
Del libro "IL denaro, sterco del demonio", Marsilio, 1998
El
industrialismo, a diferencia del comercio, no se limita a transferir bienes,
los crea. Y una vez creados tiene
necesidad de colocarlos. Se descubre la Ley de Say: “La oferta crea la demanda”. Se descubre la naturaleza ilimitada de
las necesidades o, más bien, la facilidad con que los seres humanos se dejan
influenciar. Se descubre esto es que las necesidades pueden ser
heterodirigidas, suscitadas artificialmente y desde el exterior. Nace el
consumidor y con él la producción de masa de lo fútil y también de lo inútil.
El primero en darse cuenta de esta forzadura fue quizás Sismondi que, en 1819,
cuando la Revolución Industrial llevaba algo más de medio siglo, escribe: “Puesto que la division del trabajo y el
perfeccionamiento permiten realizar cada vez más trabajo, todos, dándose cuenta
de que ya han satisfecho las necesidades del consumo, se las ingenian para
suscitar nuevos gustos y estimular nuevos caprichos para poderlos satisfacer”.
Un
siglo después Werner Sombart dirá: “Esta
lucha convulsa para ensanchar la esfera de las ventas y aumentar la cantidad de
mercancía vendida (que parece ser la más potente fuerza motriz del capitalismo
moderno) trae consigo toda una serie de principios que tienen como único objeto
inducir el público a comprar. El primero es la búsqueda del cliente o, se
podría decir también la agresión hacia el cliente…El medio es la publicidad. Es
inútil decir que la persecución de este objetivo por fuerza tiene que destruir
cualquier sentimiento de decoro, de gusto, de conveniencia y de dignidad. Que
la publicidad moderna sea, en sus extremas consecuencias, estéticamente
repugnante y moralmente desvergonzada es algo tan claro que no hay necesidad de
palabras para demostrarlo”.
Con
la Revolución Industrial el mercado es invadido por una inmensa y variada
cantidad de bienes. Llegados a este punto la necesidad del individuo de
conseguir dinero se hace total. Si antes le era necesario sólo para la
subsistencia o para aquella parte de la subsistencia que no conseguía
procurarse directamente, ahora para todo se necesita el dinero.
Pero
si con la industrialización el dinero es necesario al final del ciclo
productivo lo es aún más al inicio. Las complejas maquinarias de la industria
requieren en efecto previsiones e inversiones a largo y larguísimo plazo que
son técnicamente posibles solamente con
capital monetario. Además, como nota Simmel con su habitual sutileza, el dinero
es indispensable para la técnica porque es el vehículo que une todas las
técnicas ”sin el cual las técnicas
particulares de nuestra civilización no podrían subsistir, el dinero las liga
entre sí como el medio de medios, como la técnica más general”.
Pero
el dinero juega también otro papel, no ya técnico sino psicológico, en el
despegue industrial. Las inversiones a largo plazo presuponen una gran
confianza en el futuro, el dinero es el puente entre presente y futuro, es
confianza en el futuro, es lo que permite a este futuro imaginario e imaginado
actuar retroactivamente sobre el presente, es él mismo futuro. En el fondo la
“fiebre del oro” que hubo en Estados Unidos a mitad del siglo XIX y que vio
decenas de millares de americanos, europeos, chinos precipitarse hacia
California puede ser vista como una carrera hacia el futuro, como repentina
confianza en el futuro para vidas que se estancaban en un inerte presente. Que
luego este futuro, si dejamos de lado los pocos que se enriquecieron (como
siempre los primeros, los que habían iniciado la cadena), cuando se materializó
como presente haya dejado sobre el terreno miles de muertos y gente tan
miserable como antes, es parte de la eterna historia del dinero que enciende
efímeras llamas de confianza y regularmente las traiciona, excepto para
poquísimos. Pero la fortuna de esos
pocos basta para que, pasado algún tiempo, el incendio vuelva a declararse, el
futuro haga de Hada Morgana y que comience de nuevo la incansable e
interminable “fiebre del oro”.
Es
lo que se ha verificado también recientemente. No obstante los batacazos del Gran Crack de la Bolsa de Nueva York en
el 19 de octubre de 1987 y la bancarrota mejicana del 1995-96 que llevó el
sistema económico al borde del colapso mundial, los operadores, los inversores,
los ahorradores y en definitiva todos aquellos que trafican con el dinero se
habían convencido de que habíamos entrado en una Nueva Era, en un New Paradigm
“en el cual la globalización y las nuevas tecnologías habrían garantizado un
crecimiento continuo de los beneficios de las empresas y con ello nuevos
triunfos en la Bolsa”. Las euforias de la New Era naufragaron después miserablemente, en menos de dos años,
con el colapso de los “pequeños tigres” en 1997-1998.
[NOTA: La primera edición de esta obra de
Fini es del 1998. Desde entonces hemos tenido otros dos grandes colapsos financieros
o burbujas que han reventado: el de la ‘New Economy’ llamado también ‘dot-com
bubble’ en el año 2000, y el que comenzó en 2007 con las famosas hipotecas
‘subprime’]
Advierte
Gianni Agnelli que es uno del oficio: “Las
generaciones pierden rápidamente la memoria financiera, de vez en cuando
necesitan una ducha fría para curarse de la euforia”. Pero el mito de la
multiplicación del dinero, del crecimiento infinito, no muere nunca y cuando
pasa un poco de tiempo todos están dispuestos a empezar de nuevo.
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