[Seguimos con los textos de Massimo Fini y éste habla de cómo el dinero nos condiciona por dentro en nuestra manera de vivir. Complementa, como todo este ciclo de Fini, la serie "El Reino del Dinero" y especialmente la quinta parte El Reino del Dinero (V): El estiércol del demonio que concluye la serie]
Massimo Fini
Del libro "IL denaro, sterco del demonio", Marsilio, 1998
Cuando
el dinero se separa definitivamente de la materia, llegando a ser una simple
abstracción, alcanza su máximo poder, que no ha tenido en ningún período
histórico anterior. […] El dinero no ha estado nunca tan presente en nuestra
existencia como hoy en día que físicamente está ausente. No sólo ha subordinado
a sí la economía y la política sino que, sin que nos demos bien cuenta,
impregna nuestra mentalidad, modela nuestras conciencias, determina nuestros
estilos de vida.
El
dinero ha acelerado hasta el paroxismo todos los ritmos de la existencia.
Mientras el centro de la sociedad y de la economía fue la tierra, el dinero no
existía o jugaba un papel marginal, la vida seguía los tiempos lentos, largos,
cíclicos, de la naturaleza. Es suficiente comparar la capacidad de circulación
de la propiedad de la tierra con la del dinero para comprender la abismal
diferencia de ritmo. El dinero, sobre todo desde que se ha independizado de la
moneda-mercancía, ha tenido siempre mucha movilidad, pero sus sucesivos
refinamientos, entre los que es fundamental el papel moneda, lo han acelerado
cada vez más y ahora que se ha desmaterializado del todo su velocidad es
superior a la de la luz porque se desplaza sin moverse […] El dinero financiero
lo ha acelerado ulteriormente. No siendo en efecto dinero que compra
mercancías, que necesitan algún tiempo para desplazarse, sino que compra otro
dinero, la velocidad afecta a los dos lados del intercambio: a la del medio que
compra se añade la de lo comprado. En fin, la aceleración progresiva está en el
mismo mecanismo del dinero que para mantenerse y funcionar debe permanecer
siempre en movimiento, y cada vez más rápidamente, de manera que la ilusión que
en realidad es, pasando frenéticamente de mano en mano, rebotando por las
cuatro esquinas del planeta, no se revele como tal.
[…] Evidentes
y exasperados son el estrés, la fibrilación, las presiones que dan el ritmo a
la existencia de todos aquellos que viven al interno de la actual economía
monetaria. Ello explica también la aparente paradoja, experiencia común y
cotidiana, por la cual el hombre moderno, que justamente para ahorrar tiempo
dispone de medios velocísimos para desplazarse y comunicar (automóviles,
aviones, teléfonos, móviles, fax, ordenadores) nunca tiene tiempo, vive en un
ansia perpetua, con los ojos siempre fijos en el reloj. Es el ritmo a que nos
obliga la lógica del dinero lo que se lleva nuestro tiempo.
[…] El
dinero en su esencia más profunda es futuro.
Estamos demasiado ocupados en hacer proyecciones, proyectar, planificar
para gozar el “aquí y ahora”. No tenemos tiempo para vivir el presente porque
nos lo roba el futuro.
El
hombre de la sociedad premonetaria, el campesino, el artesano, ignora el futuro
y vive en el presente, un tiempo no sincopado, extendido, amplio, fluido,
armónico, que es el tiempo de la natura –tan distinto del tiempo abstracto,
intelectualizado y nurótico del dinero- tiene de él una concepción vaga y no
ansiosa que hoy diríamos “árabe” y lo derrocha con la misma tranquilidad con la
que lo nobles dilapidaban sus riquezas.
El
dinero es número. Introduce la necesidad de continuas operaciones matemáticas
en la vida cotidiana. La vida se ha convertido en un continuo hacer cuentas,
sopesar, calcular, medir los costes y los ingresos de nuestras acciones y las
de los demás. Todo se traduce y valora en términos de dinero. Todo es business.
No escapan a ello las actividades más espirituales y los sentimientos más
sagrados, que a menudo son arruinados. La fiesta de los muertos ya no es
simplemente el día en que nos reunimos para conmemorar a los difuntos sino “un business de 100.000 milllones [de liras]”.
La fiesta americana de Halloween ya no es una mágica noche de duendes y
brujas sino “un business de mil millones
de dólares”. Y lo mismo con la Navidad, la Pascua, el día de la madre, del
padre, de San Valentín, de la mujer.
[…]
La
obesidad es una enfermedad que hay que prevenir no porque sea causa de graves
sufrimientos sino porque curarla “es un coste económico”. Y más en
general, todas las enfermedades se miden no en dramas sino en dinero. Ni
siquiera los fenómenos naturales son ya simplemente fenómenos naturales o, por
lo menos, han cambiado de aspecto. Si en Italia unos días de lluvia mitigan el
inicio de un verano que se anuncia tórrido no nos podemos sentir aliviados
porque los alemanes pueden cancelar sus reservas; televisiones y periódicos se
apresuran a cuantificar, precisar, monetizar el riesgo. Si nieva a destiempo no
es un daño para la agricultura y una molestia para los humanos sino un negocio
para las estaciones de esquí.
Ni
siquiera la vejez es ya la vejez sino el “riesgo vejez”, en el sentido de que
si uno no se da prisa en palmarla existe el peligro de que en edad avanzada le
falte el elemento sin el cual hoy nadie puede vivir: el dinero. En épocas
preindustriales, en economías menos monetarias, quizás se moría algunos años
antes pero a nadie se le ocurría hablar de un “riesgo vejez” (al mismo nivel que
el “riesgo de robo” o el “riesgo de incendio”) porque los ancianos no eran
abandonados a al fría lógica del dinero sino a la cura de la familia, de las
mujeres, de los niños, de los miembros adultos, los parientes, lo siervos.
Además el desolado abandono en que viven nuestros viejos y la escasísima
consideración de que gozan, a diferencia de la civilización que nos ha
precedido, dependen de una compleja serie de factores, de los cuales dos tienen
origen directamente en el dinero.
Ha
sido el dinero lo que ha desintegrado la familia patriarcal. Escribe Simmel: “La forma-dinero plasma la familia de manera
diametralmente opuesta a la estructura que la propiedad colectiva, en
particular de la tierra, le confería. Esta última creaba una solidaridad de
intereses que se presentaba sociológicamente como continuidad de lazos entre
los miembros de la familia, mientras la economía monetaria hace posible una
distancia recíproca, es más la impone”. Además los viejos son ciudadanos de
segunda clase porque son débiles consumidores. Para ser aceptados deben agitarse
impúdicamente, satisfacer necesidades que no necesitan, no tienen ni siquiera
la libertad de abandonarse a su edad, deben fingir que son jóvenes y
económicamente activos, útiles en el único sentido que hoy en día es reconocido
socialmente.
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