"Hubo un tiempo en que el pensamiento era divino, luego se hizo hombre, y ahora se ha hecho plebe. Un siglo más de lectores y el Espíritu se pudrirá, apestará"

Friedrich Nietzsche

sábado, 11 de febrero de 2012

EL ÚLTIMO TABÚ


[A partir de la próxima semana empezará el ciclo de textos tomados de "Sobre el Problema de una Tracición Europea" de Adriano Romualdi. Serán unas diez entradas y serán publicadas concadencia semanal, con algún texto intercalado de otros autores. Esta semana tenemos un artículo sobre las nuevas generaciones de jóvenes y adolescentes, víctimas de un modelo educativo y social que les hace ser esclavos mientras creen ser más libres que nadie.]

DOMENICO SAVINO

EL ÚLTIMO TABÚ

NOTA: El artículo parte del comentario de un suceso en Italia. Un chico que agredió a otro y prendió fuego a sus cabellos. A raíz de esto los medios empezaron a hablar de agresión neonazi porque el agresor exhibía el símbolo de la esvástica.

Si un periódico como el Corriere della Sera dedica una página completa al chaval de 14 años que ha quemado el pelo de un coetáneo, evocando el espectro de la “pista neonazi” entonces algo realmente no funciona.

No tiene nada que ver el neonazismo con ese estúpido adolescente.

No porque falten las referencias o porque los hechos no sean de alguna manera reales, sino porque en vez de descargar las culpas sociales de tanta estupidez gratuita sobre el fantasma del “hombre del bigote”, estas vestales del periodismo deberían mirarse en el espejo y preguntarse si la inaudita carga de violencia que está plagando la psique enferma de un número cada vez mayor de jóvenes y adolescentes es debida al infernal “nacionalsocialismo de vuelta”, o al contrario se debe al mundo paradisíaco al cual, como siervos necios, cantan periódicamente sus alabanzas.

Deberían preguntarse si por casualidad esa educación devastante, por culpa de la cual nunca se les pone frenos a los niños, en nombre de la dignidad y el respeto de la creatividad infantil, nunca se les dice “no”, nunca se les impide hacer lo que quieran, nunca se les regaña o abronca, castiga o –pardiez, si es necesario- corregidos con un sano cachete, esa educación no es la causa primera y el origen de todos o muchos de estos males.

Deberían preguntarse –estas virgencitas de la información- si además de este círculo perverso, que hay quien todvía se empeña en llamar educativo, hay que buscar las raíces, en vez que en el doctor Goebbels, en un cierto fondo de permisivismo y libertinismo, en el cual estamos y hemos sumergido a esos chavales.

Hay que preguntarse si años y años de dibujos animados japoneses, kilos y kilos de figuras de monstruos e imágines espectrales e infernales, horas y horas de series y películas con muertos y coitos a repetición, además de pornografía a espuertas en cada quiosco, tienen algo que ver con la violencia que se difunde.

Porque nos habían enseñado que enseñar la violencia a los niños sirve para exorcizarla. Lástima que se les haya olvidado leer el capítulo sobre los efectos emulativos de la violencia. Y aquí estamos…

Nos habían contado también que la pornografía era liberadora y reduciría el nivel de violencia de las relaciones humanas y sexuales.

Y en cambio hasta un niño puede comprender (y en efecto lo entienden, desgraciadamente) que a fuerza de machacarse con masturbaciones, después alguno intenta transformar en realidad sus sueños eróticos y si la chica de turno no consiente, lo que hay que hacer lo han aprendido en las películas que deberían exorcizar la violencia.

Tanta estulticia no es casual, sino la consecuencia final, científicamente buscada, de un proceso, que tiene como intérprete quien hace de la disolución de los individuos y del cuerpo social el propio insidioso proyecto de construcción de un “mundo nuevo”.

Está claro para todo el mundo que los modelos educativos y comunicativos no son para nada el fruto casual de la libre elaboración teórica de los individuos, sino el producto seleccionado de líneas culturales claramente identificables.

Esta contra-educación tiene el objetivo final de eliminar en la estructura misma de la formación de la personalidad el principio, esencialmente paterno y viril, de autoridad, para convertir los individuos en esclavos, esclavos ante todo en el alma. Autoridad –tengámoslo presente- tanto soportada como ejercitada, anulando por concecuencia el principio de la responsabilidad y por tanto toda posibilidad de cultivar en el espíritu de las personas la libertad de las propias decisiones, la fuerza de vivirlas y proponerlas.

Todo ello para implantar un modelo pseudo-educativo de tipo matriarcal, en el cual el niño absorbe casi por vía parenteral cada cosa del mundo que le rodea, simplemente viviendo las experiencias, sin filtro, sin fatiga, sin contrastes y sin esfuerzo, sin aceptación y por tanto sin rechazo: enorme y anormal feto, que nunca llega al final de la gestación, y así destinado inevitablemente a nacer a la voda lacerando con violencia el contenedor amniótico pseudo-uterino, formado por la civilización de las madres, de las abuelas, de las maestras, de las catequistas, de las profesoras, de las educadoras, las asistentes sociales, las pediatras, que se han esforzado para que –único valor- el “nenazo” no se convierta en un violento. Este “modelo líquido” encuentra en la modalidad del “parto en el agua” una especie de signo.

Nacido sin esfuerzo, de aguas en aguas, el “niño de agua dulce” crece en el acuario de la vida que ha sido preparado para él, nutrido abundantemente con todo tipo de alimentos, sin poder probar jamás el sabor acre del mar abierto.

Está claro que la violencia, en estas condiciones, se convierte en algo necesario, porque para quien la ejercita aparece como mayéutica y liberadora: bien lo saben los que proyectan estos modelos educativos y comunicativos, pero saben también que. Mientras la violencia se descargue sólo a nivel individual, en vez de hacer entrar en crisis el sistema, lo refuerza.

Después de la violencia, en efecto, todos piensan que es evidentemente necesario inculcar en los “niños de agua dulce” ulteriores dosis de dulzura, explicando que la violencia hay que achacarla al resurgir de una agresividad ancestral que debe ser domesticada, por culpa de la supervivencia del “modelo autoritario”.

Al final, de dulzura en dulzura llegamos a una especie de “diabetes pedagógico”.

De esta manera los creadores de la “matriz de agua dulce” usan el instrumento, por ellos mismos generado y alimentado, para reforzar la propia hegemonía cultural, culpando al modelo antagonista las consecuencias que la misma matriz genera.

Realmente una técnica genial y diabólica.

Por tanto aquella violencia no hay que condenarla por sí misma, porque manifiesta pradójicamente un anhelo opuesto, el de una resistencia, en la cual el individuo encuentre ante todo en la lucha, es decir en la capacidad de confrontarse con lo que le es extraño y adverso, la identidad de sí mismo, la capacidad de ser señor y dueño de sí, hasta el punto de vencerse y de donarse totalmente a la muerte para no responder a la violencia con la violencia: es la tipología del asceta, que habiendo vencido por dentro la batalla contra sí mismo, se deja dominar por la violencia, para no permitir que lo asimile. Es la figura del Cristo que se deja desgarrar por la violencia y la impotencia de los hombres; no tiene necesidad de mostrar con una ostentación de potencia la propia omnipotencia. Aparentemente vencido por la violencia, él mismo la vence, atravesando su fruto extremo –la muerte- y resurgiendo.

En cualquier caso la violencia inquietante que se extiende es una señal, más allá de una condena moralista, un problema serio, un grito desesperado de vida auténtica: es en cierto sentido un modo extremo y primordial de nacer a la vida, de afirmar una existencia autónoma, de volver a ser salvajes, como se debería ser un poco cuando se es niño, libres de trepar, ensuciarse, arañarse las rodillas, tirar piedras y jugar a la guerra, para ser de mayores hombres libres y ciudadanos. En cambio, ocupados por todo tipo de lecciones, catequesis, entrenamientos, cursos, actividades extraescolares, cumpleaños, los niños se deforman, se vuelven obesos, asumen las mismas, pérfidas expresiones y miradas de sus obscenos y modernos cartoons, multiplican los caprichos como una forma impotente de rebelión pero –ay- no encuentran la orilla.

Nadie está dispuesto a enfrentarse con ellos, a tomarles en serio: nadie les grita, les reprende, les corrige, les zurra, si es necesario.

Se les contenta o ignora, más a menudo se les chantajea.

Algunos enferman, se vuelven anoréxicos, se encierran en sí mismos.

Otros, al contrario, viven para el vientre y se vuelven bulímicos.

Otros deciden de alguna manera convertirse en salvajes de mayores, echarse al monte desde el punto de vista del modelo de perfección en el que se les obliga a vivir: se convierten en una banda.

Lo padres, para liberarse de ellos y vivir su vida, sus amistades, sus transgresiones, les han dado, después de la televisión, el instrumento perfecto: el teléfono móvil.

Con él ya desde pequeños los chavales se construyen un mundo paralelo, cuya existencia los padres descubren quizás cuando van a retirar del depçosito de cadáveres los efectos personales de sus hijos algunos años después.

Allí, en las llamadas y los archivos de esos móviles, descubren las obscenidades de sus hijos, la cara oscura de sus monstruosas “caras de ángel”.

Y se desesperan.

Es lo que ha sucedido en tantas historias terribles que hemos leído en los periódicos y recientemente el bárbaro crimen de Lorena Cultraro, la muchacha de catorce años de Agrigento asesinada por sus coetáneos, porque quizás estaba embarazada de una de ellos, al cual estaba quizás pidiendo ayuda para “resolver el problema”.

Lo que significa que también ella era parte de ese mismo mundo.

Con catorce años muchas chicas probablemente ya han estado con más de un chico y se preguntan qué hacer con esa vida nacida desntro de un cuerpo, cuerpo que los jóvenes están acostumbrados a usar como una riñonera que se rellena y se vacía según las necesidades y las ganas.

Nadie les ha enseñado a “sentir” el cuerpo: si les duele algo (y muy a menudo niños y chavales ya sufren dolores de cabeza) tienen disponible enseguida un analgésico, el mismo que toma la mamá, incapaz de sostener los mil papeles que está obligada a asumir en esta sociedad, delicia de libertades.

Estos progenitores, a la deriva, confundidos, malsanos en el cuerpo y más a menudo en el espíritu, ésos que hablan de la psicología de sus hijos sin entender de ella un pimiento, ésos que repiten de memoria las letanías de su juventud fracasada y las actualizaciones que ven en televisión, ésos que por primera vez en la historia han copulado con autoconciencia, tenido hijos con autoconciencia, elegido con autoconciencia, elaborado, discutido, sometido a crítica, a análisis y autoanálisis, al final son los que han confiado a la televisión, a la escuela, a las instituciones el cuidado de sus hijos.

Por sus frutos los conoceréis: son los hijos de la primera generación moderna, los hijos de las flores y de la contestación, los hijos de la primavera del Concilio y del 68, los hijos de este espíritu de modernidad que estaba llamado a rejuvenecer y cambiar el mundo.

Y en efecto el mundo lo han cambiado: teleguiados, como les ha sido sugerido por aquéllos que les han utilizado para abatir el “viejo mundo”.

Este es el nuevo mundo, el mundo de ellos, ésta es su “revolución”.

Son ellos la primera generación producida por la programación psíquica, ellos mismos incapaces de darse cuenta de que ese modelo cultural, de relación, educativo y social que han tomado como base para su ostentada modernidad, está centrado en el método de la persuasión taimada, de la reiteración continua de ese mismo modelo y está orientado a la creación de mentes y psicologías de esclavos, tan refinado que incluye un aespecie de servofreno, capaz de activarse para oponerse a cualquier forma solar, consciente, libre y determinada del existir.

En resumen a cualquier Autoridad verdadera.

Y es precisamente partiendo de esta “trama de conciencia” inconsciente y lunar que comprendemos cómo a veces basta una nadería para activar en la psique individual o de grupo el “relámpago” de locura destructiva, de frente al cual no se puede oponer más que una estúpida desesperación o la retórica vacía de alguna homilía en los funerales.

Los padres lo experimentaron en aquellos años de plomo y heroína.

Los hijos en estos años de plástico y cocaína.

Y no pensemos que se trata de una casualidad: quien elabora estos modelos sabe -repito- que la elaboración de la violencia, del luto, de la sangre en el interior de una matriz sirve para nutrir la matriz misma. Porque de ello se trata: detrás de la moderna pedagogía, la cultura dominante, la psicología dominante está precisamente el diseño de forjar una matriz psíquica que responda constantemente a precisos estímulos emocionales, manteniendo la conciencia en un perenne estado de excitación y vibración, sintonizada en ciertas frecuencias, estimuladas continuamente con imágenes, sonidos, emociones, símbolos, palabras, gestos, estilos: toda una colección de pulsiones, incluso activables a distancia, de manera más o menos subliminal.

Entre la exasperación mediática de los partidos, la violencia en los estadios, el luto y la condena de esta violencia y su representación en un ciclo continuo, se trata del  mismo mecanismo de reproducción que existe entre la imagen obscena, la violencia sexual, la condena de la violencia. Todo dentro de este circuito se vuelve multiplicativo.

Esa misma matriz está al mismo tiempo programada para rechazar como opresivo cualquier tipo de regla, de norma, ley, ethos.

¡No escucharéis a ninguno de los maitre à penser que para frenar la violencia habría que impedir la proyección de determinadas películas, impedir que ciertos programas sean ofrecidos a chavales y adultos (“adulto y con su consentimiento” es la frase clave), que habría que prohibir ciertos programas demenciales, inhibir cierta información escandalosa!

Aún menos alguien admitirá que si se quiere realmente reducir la difusión de la violencia sexual, se debe dejar de excitar continuamente a la gente con desnudeces cada vez más húmedas, con imágenes cada vez más refinadas, detalles fetichistas, sonidos jadeantes, provocaciones cada vez más frecuentes, por todas partes: desde la cerveza, al yogur, al station wagon, hay siempre un muslo, un glúteo, un seno, un pectoral, una mirada asesina, un respiro entrecortado, una lengua que te acaricia el hipotálamo. Quien tiene el poder de control sobre las matrices culturales sabe que su poder está estrechamente ligado a la expansión del “foeminino”, porque actuando sobre los impulsos primarios en ausencia de personalidades estructuradas, lúcidas y volitivas se manejan los movimientos del ánimo, como se mueven los hilos para manejar una marioneta.

Por esto la matriz genera y graba en las mentes como valor supremo el de la libertad, entendida como libertad de gestionarse a sí mismo, que en la acepción vulgar quiere decir esencialmente el propio cuerpo: en una palabra libertad es sustancialmente libertad de gozar de todos los placeres, especialmente de todo placer sexual, en cuanto primordial.

Ahí está todo Freud: es inútil, además de injusto, poner trabas a lo que es incontenible, el subconsciente. Por tanto la libertad no puede tener límites, ni siquiera los que derivan de la aberración de los propios abusos.

De esta manera se domina a las personas, haciéndoles creer que son libres.

Y esto empezando por las familias. Hasta un cierto momento la cosa parece funcionar: si prestamos oídos a los padres, sus hijos son todos genios y angelitos.

No necesitan que se les corrija, comprenden, son responsables, bien en el colegio, se divierten, están bien, son felices. Las mamás hablan con ellos, son amigas. Los papás en su mayor parte no están, o si están, son inútiles, son “mammos”. Ninguna mancha, ninguna sombra, ningún problema.

Todo es fluido, dulce, hasta el punto de que los padres se convierten en cómplices de los hijos: los defienden contra los profesores si éstos les regañan.

El método hasta el inicio de la pubertad (por lo demás cada vez más precoz) parece funcionar. Lástima que sean precisamente los años decisivos…

Este funcionalismo evita ante todo, a padres y educadores, asumir las dimensiones del conflicto generacional y es por ellos aceptado porque por lo menos durante la infancia parece más simple y eficaz en las relaciones con los chicos: pero también se basa en un código implícito, el del chantaje sutil, del premio/sanción, como sucede en el adiestramiento de los perros. Resultado: tras el aparente buenismo de los padres y superiores se desarrolla la más tiránica forma de relación interpersonal.

Pero en cuanto pueden los chavales se escaquean: a menudo, aparentemente, fingen seguir el juego, pero solo para recibir los premios y evitar las sanciones, construyendo en otra parte una identidad opuesta.

Desprogramados metodológicamente y por tanto científicamente a la aceptación de cualquier forma de orden constituido, de manera que quien ose proponer de forma clara, directa, transparente, un principio o una regla sea rechazado impulsivamente, siguen su condicionamiento y se rebelan cuando el progenitor empieza a ser percibido, aun de una manera “suave”, como conflictivo: suavemente ellos se retiran, desaparecen en su mundo, donde viven toda la libertad y las transgresiones para las que han sido educados.

Programados para absorber casi por ósmosis cualquier impulso inconsciente que se les transmita a través de una serie de códigos y símbolos teledirigidos, a menudo los chavales tienen una sola salida para liberarse de esta jaula de bondad que les rodea: hacer exactamente lo que los otros jamás se esperarían, vioalr en el propio cuerpo o en el de otros el dolor de una opresión suave que se soporta y la impotencia de rebelarse a los propios “superiores/opresores”.

El asesinato, la violación, la sexualidad desviada, los maltratos, la violencia gratuita, son el signo simbólico, como la autodestrucción del propio cuerpo, con la droga, la anorexia o la bulimia, o la velocidad…es lo mismo.

Es de todos modos un modo de evadirse, desaparecer, regresar a la amniótica relación que libera de la responsabilidad.

El hecho es que sin conflicto no hay crecimiento: la violencia gratuita no es más que una forma de conflicto desviado.

A medida que el tiempo pase y las generaciones programadas de esa manera vayan creciendo, la necesidad imperiosa de violencia se difundirá, en edades más tardías y también más tempranas: es decir llegará a edades cada vez menores, y no sólo adolescentes o jóvenes sino también jóvenes maduros.

En todos aquellos episodios en que la violencia sirve como marca de la propia existencia, buscar una clave externa y encontrarla en una esvástica prueba que no se ha entendido nada o –más probablemente- la mala fe. En la sociedad en la cual está prohibido prohibir y cualquier ethos ha sido abolido en el nombre de la reivindición progresiva de espacios de libertad cada vez más amplios, no hay que asombrarse si alguien decide interpretar la propia libertad incendiando el cabello de un coetáneo. ¡Qué nazismo ni qué ocho cuartos!

Paradójicamente, si el nazismo se convirtiese para alguno de estos pequeños monstruos una razón de vida nos podríamos hasta alegrar.

Esa violencia por lo menos sería comprensible, de alguna manera estaría al  menos “nobilitada” por una visión del mundo.

Al contrario, en el caso del chaval de catorce años el nazismo tiene que ver sólo como un ulterior exhibicionismo, para mostrarse a sí y a los demás como malote de un modo más extremo.

Sin embargo, la violencia gratuita de la cual capas de jóvenes cada vez más amplias se nutren, no puede aparecer suficiente en sí  misma ni siquiera a las mentes enfermas de quienes la cometen. También ellos podrían sentir la necesidad de validar el impotente delirio de depravación de sus corazones refiriéndose a una instancia superior, de ligar sus gestos a una “visión del mundo”.

Ese estúpido chaval de Viterbo, que se nutre de manera fetichista con imágenes y símbolos probablemente descargados de Internet y de los cuales no conoce el significado, es el testigo viviente de que el límite de la transgresión ha superado lo que los inmoralistas tolerantes habían imaginado.

Creían ellos saciar el abismo de la conciencia arrojando a los ojos de los chicos las imágenes de cuerpos maltratados, la pornografía de imágenes cada vez más extremas, el uso cada vez más precoz de sustancias capaces de alterar el estado de conciencia. Se equivocaban.

Será inevitable que en la mente de las personas y sobre todo de los chavales aparezca cada vez con mayor frecuencia la necesidad de alguna forma de orden, de estructura, que reintegre el caos de la disolución inducida y de las conciencias líquidas, de manera que acostumbrados a la transgresión como método, podría suceder que el mecanismo se activase contra sus mismos creadores, donde no estaba previsto, y que se dirigiese a la última transgresión que queda: el nazismo.

Es éste el último tabú, capaz de seducir con su mitologías y sus oscuras pero deslumbrantes simbologías un entero mundo juvenil, en búsqueda de una transgresión extrema a la “libertad del caos”.

Y he aquí que la fascinación oscura de la Orden Negra, el ángel de la muerte con su espada flamígera como el símbolo deslumbrante y vengador de una vida que parece insoportable y estúpida.

La Orden Negra, alguna forma nueva de Orden Negra quizás pigmentada de otra forma, podría parecer el refugio, el lugar acogedor en que el instinto encuentra un camino y la violencia gratuita adquiere en el laberinto hipnótico del subconsciente una cierta forma de significado y satisfacción.

Esto debería sin embargo asustar a quienes tienen las palancas con las que manipular el mundo y las conciencias.

Poe ello surge una duda: que la evocación actual de la Orden Negra, mucho más allá de sus dimensiones reales, sea el enésimo recurso de quien, gnósticamente, sabe que no puede seguir existiendo más que nutriéndose de las larvas de conciencias atrofiadas y erosionadas, a través de espectros que resurgen continuamente para perpetuar el propio “Orden Caótico”.

Que, en resumidas cuentas, la enfatización de un espectro, el nazi, sirva para desviar las contradicciones del propio sistema, descargando las propias culpas y así purificando el propio mundo de toda responsabilidad en la violencia.

Tengan cuidado éstos de no exagerar, de no llegar al punto en que esta sociedad aparezca tan podrida a muchas personas como en los tiempos de Weimar. Estos aprendices de brujo, que no evoquen fuerzas que luego no consiguen controlar.

O al menos que después no se hagan las víctimas.

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