[Seguimos con los textos de Gozzoli en los cuales afronta un punto crucial: el carácter dañino, utópico y de negación de la realidad que tiene la cultura hoy dominante]
A
todas las motivadas razones para sentir aprensión por el futuro del hombre que
hasta ahora hemos rápidamente examinado, hay que añadir otra, quizás la más
seria de todas: la inadecuación interiordel
hombre de hoy para afrontar las realidades que lo amenazan, su ceguera intelectual.
Puntualicemos
enseguida para evitar cualquier ambigüedad.
Hablando
del hombre de hoy, no queremos
referirnos a todos los hombres
actuales: hay en todo caso muchos –individuos desperdigados o enteras
sociedades- que conservan íntegramente la capacidad de conexión intuitiva y
cognoscitiva con las verdades esenciales de
lo real, dentro y fuera del hombre. Nos referimos, como se verá claramente en
las próximas líneas, a las masas y a las clases dirigentes actuales –políticas,
culturales y técnicas- de aquella parte de la humanidad que está
preparando el destino de toda la
humanidad: en otras palabras, las así llamadas sociedades “avanzadas”.
Y
hablando de inadecuación, no nos
referimos aquí a la divergencia entre la realidad
social –como el hombre la ha creada- y la naturaleza humana –como ha sido modelada en el crisol
filogenético-: de este problema, que también pesa y exige una solución, nos
ocuparemos más adelante.
Nos
referimos al tipo de cultura del que
se nutren y del que están embebidos los hombres que viven en el mundo del
bienestar y la potencia tecnológica.
Ya
Monod hizo una advertencia a este mundo y dio en el blanco. [Nota: la referencia es al conocido libro
del biólogo Jacques Monod “El Azar y la necesidad”]
Y
sin embargo, aun concordando con Monod en la localización interior y cultural del mal oscuro de las sociedades
“avanzadas” , discrepamos de Monod -y de
otros después de él, aun cuando hayan sabido captar lúcidamente los signos del
mal- en la etiología del mal mismo, esto es la causa primera.
La
causa primera, el germen infectante, no hay que buscarlo en las raíces
religiosas –que Monod y otros han llamado judeocristianas- de la cultura
actual: en el fondo bastará reflexionar que sobre tales raíces se fundaba un
entero mundo que poseía límpido y pleno el sentido
de lo real en cuanto a la relación entre el hombre y el ambiente, el hombre y la
historia, el hombre y el cosmos. Y ese mundo -durante por lo menos quince
siglos- no conoció ningún mal oscuro.
Esta
cultura actual, que la ciencia ve y declara “enferma” tiene en verdad raíces suyas propias, que no tienen nada que
ver con la tradición religiosa europea: la cual, si ciertamente absorbió algo
del espíritu hebraico a través de la herencia bíblica, es sustancialmente una
tradición latina, germánica y eslava. ¿Y cómo habría podido tan fácilmente
encarnarse en la realidad histórica
del hombre europeo durante casi dos mil años, si no hubiese realmente interpretado su naturaleza,
los anhelos, las inclinaciones?
La
enfermedad profunda de esta cultura está en un vicio original, una connotación
única y del todo nueva en la historia: la
contradicción de fondo que consiste en la pretensión de fundarse totalmente
sobre la ciencia, y la incapacidad de liberarse de los valores utópicos que la
permean.
Se
trata de una cultura que nació con la revolución científica, pero siguió el
camino de la ciencia solo en sus primeros, inciertos pasos y se quedó allí para siempre; una cultura que
confundió la ciencia con una nueva religión, que tomó por nuevos milagros los
primeros apasionantes descubrimientos, y con supersticioso fervor se lanzó a
interpretar las primeras hipótesis científicas como las Promesas de una Nueva
Alianza.
Desde
la época de la Paleociencia –la de los primeros pasos, nobilísimos pero aún
inciertos- el Conocimiento ha recorrido un larguísimo camino: esta cultura en
cambio está aún en la línea de salida […] [con su] incapacidad de mantener el paso
fatigoso del procedimiento objetivo, su falta de valor para enfrentar el ojo
despiadado de la Verdad, su pereza y presunción intelectuales desmesuradas, su
mediocre conformismo respecto a pocas nociones mal aprendidas y mal digeridas.
Provincialismo
cultural, en el fondo. Porque no ser capaz de interpretar Darwin y Freud –sólo
como ejemplos- a la luz de las insuficiencias cognoscitivas de su tiempo, y no
saber hoy reinterpretar su genio a la luz de las conquistas actuales, no puede
ser más que provincialismo cultural.
Y es
este provincialismo cultural que dio a luz los falsos mitos y los pseudovalores
de que se nutre la gran Utopía que es la enfermedad del mundo moderno: el
finalismo, la omnipotencia de la razón, el igualitarismo, la bondad natural del
hombre, el progresismo, el determinismo.
Hablamos de falsos mitos,
de pseudovalores: porque no se apoyan en ninguna realidad objetiva ni en
ninguna ventaja adaptativa, sino que son solamente abstracciones
intelectualistas que coartan al hombre en su verdadera naturaleza, que lo llevan contra la realidad de las cosas, con la consecuencia de que cada
día sufre un castigo.
El
conocimiento científico hace tiempo ha condenado estos falsos mitos y estos
pseudovalores.
La
ciencia en efecto no nos muestra, en el conjunto de la realidad, ningún fin, sino que al contrario demuestra la
contingencia de los eventos y de nuestro mismo origen; no afirma
ninguna omnipotencia de la razón humana, sino que fija sus límites y
condicionamientos; la ciencia no encuentra igualdad,
sino desigualdades entre individuos y grupos; no descubre
ninguna bondad natural en el hombre,
sino agresividad sólo templada por el solidarismo al interno del grupo; la ciencia no
halla ningún progreso biológico en el
ámbito de una especie individual, sino que afirma la invariancia como la misma
esencia de la lógica de lo viviente; no reconoce ningún rígido determinismo en los eventos y
situaciones de la realidad, sino un indeterminismo que deja espacio al azar, en
una combinación de causalidad y accidentalidad.
Pero
la cultura de las sociedades avanzadas ignora todo esto. Afirma que los hombres
son todos iguales, que el hombre es por naturaleza bueno, que su razón está
destinada a dominar el cosmos, que el hombre puede mejorarse y de hecho siempre progresa.
[…]
En
el fondo es la misma idea de progreso humano que se revela sustancialmente equivocada
[…] La fuente de este error es la confusión entre el hombre y su actividad. Si se mira hacia atrás en los milenios, se ve al hombre pasar de la caverna a la
tienda, de ésta a la cabaña, a la casa, a la fortaleza, a la ciudad y al
Estado. Se ve al hombre pasar de la maza a la lanza, del tronco de árbol a la
barca, para llegar hoy al láser y la nave espacial: hay evidente crecimiento,
desarrollo y por tanto progreso en las cosas de que nos hemos ido sirviendo.
Traslando de manera simplista el concepto al hombre, se afirma que también los
hombres han progresado […] y sería así si quienes idearon y construyeron las
pirámides egipcias, el laberinto de Cnossos, el alcantarillado de las ciudades
etruscas o los acueductos romanos, hubieran tenido capacidades potenciales inferiores a las del hombre actual. Pero
esto está muy lejos de haber sido demostrado; al contrario, todo apunta a que la verdad es exactamente opuesta.
Por
otra parte la correcta interpretación léxica, también en sentido etimológico,
del vocablo “progreso” –pro-gedior, camino
hacia adelante- es propiamente la de un proceder temporal y espacial
sin implicaciones cualitativas. Cuando pensamos verdaderamente en una
mejora o un avance cualitativo, no
decimos y no pensamos ir hacia adelante
sino ir hacia arriba, crecer, elevarnos.
La
implicación semántica “cualitativa” del término “progreso” debemos atribuirla
totalmente y exclusivamente a la configuración mítica que este concepto asumió
en el ámbito de la cultura utopista.
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