Massimo Fini
Il Gazzettino, 27
aprile 2012
La otra tarde, en un
hermoso día de sol, estaba sentado en mi bar habitual, en una mesa al aire
libre, bebiendo un vaso de vino blanco en perfecta soledad. No es un bar “trendy”,
comolos de Corso Como para quien conoce un poco Milán, pero intenta de
todos modos darse un cierto tono, pues está rodeado de locales de lujo (a pocas
decenas de metros hay uno donde van los jugadores del Milán, gente del fútbol,
Paolo Berlusconi, periodistas, chicas guapas, la fauna habitual). Yo lo paso
bien mirando el ajetreo a la hora de salida de las oficinas: managers entre los cuarenta y los
sesenta con uniforme de ordenanza (chaqueta, pantalones y maletín), otros también
con aires de jefe pero más jóvenes, vestidos de manera más informal, “contables
llenos de estrés” como dice Max Pezzali y mujeres que, en cuanto son un poco
monas, marchan sobre sus tacones o enfundadas en sus botas, seguras de sí
mismas y con un aire vagamente despreciativo, como si sólo ellas lo tuvieran.
Se me acerca un anciano distinguido que me ha
reconocido. Nos ponemos a charlar. Como estaba ahí tieso, de pie, le digo que
se siente.
“No puedo”. “¿Tiene alguna
deuda en el bar?. “No, por suerte mi madre me ha dejado un discreto
patrimonio”. “¿Y entonces?”. “Es que los del bar me han dado a entender que no
les agrada mi presencia”. “¿Por qué?”. “Vea usted, este es un sitio donde
vienen los jóvenes y yo soy viejo”. “No me parece que tenga muchos años más que
yo”. “Tengo 70. Pero usted es una persona conocida y a menudo viene aquí con
chicas, mientras yo estoy siempre solo. Naturalmente no me dicen en la car que
soy viejo. El pretexto es que a veces, por soledad, me pongo a hablar con algún
cliente. Pero no lo hago de manera invasiva, si él o ella me hacen entender que
no quieren les dejo en paz enseguida. Y este veto, llamémoslo así, vale no sólo
aquí sino también en los demás locales de la zona”.
En definitiva, el viejo
estropea la coreografía.
En realidad la cosa no es nueva. Hace un par de
años he narrado, en Il Gazzettino, el
episodio de Tellaro, pueblecito en Liguria muy exclusivo al que van los VIP,
donde la población se opuso al proyecto del alcalde de utilizar una de las
casas en la célebre plazoleta como residencia de ancianos: la presencia de los
viejos dañaría el turismo, el business.
Un tiempo, por lo menos en Milán, las cosas no
estaban así. Ciudad interclasista, antes de que los estratos populares fueran
empujados a las ciudades dormitorio, cada barrio tenía un bar donde por la
noche, jóvenes y viejos bajaban a jugar al billar, a la petanca y, en la parte
de atrás, al poker. El encuentro entre las generaciones tenía lugar de manera
natural y, creo, fecunda. Nada que ver con esa pía y dolorosa práctica actual
en la que jóvenes voluntarios van a casa de viejos solos para hacerles compañía
durante unas horas, algo más humillante que la propia soledad.
Entonces llevé a mi amigo M.C. a lo que yo llamo
“el bar de la rabia”. Es un lugar singular que está a mitad de camino entre el
lujoso hotel Príncipe y Saboya y la “movida” de Corso Como, pero no tiene nada
que ver ni con uno no con otro. Un enclave que ha permanecido milagrosamente
intacto donde se reúnen los desechos, los vencidos de la vida, y a nadie se le
ocurriría echar a dos ancianos porque están solos y son viejos.
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