"Hubo un tiempo en que el pensamiento era divino, luego se hizo hombre, y ahora se ha hecho plebe. Un siglo más de lectores y el Espíritu se pudrirá, apestará"

Friedrich Nietzsche

viernes, 11 de enero de 2013

EL ANCIANO EN EL BAR ESTROPEA LA IMAGEN


Massimo Fini

Il Gazzettino, 27 aprile 2012

La otra tarde, en un hermoso día de sol, estaba sentado en mi bar habitual, en una mesa al aire libre, bebiendo un vaso de vino blanco en perfecta soledad. No es un bar “trendy”, comolos de Corso Como para quien conoce un poco Milán, pero intenta de todos modos darse un cierto tono, pues está rodeado de locales de lujo (a pocas decenas de metros hay uno donde van los jugadores del Milán, gente del fútbol, Paolo Berlusconi, periodistas, chicas guapas, la fauna habitual). Yo lo paso bien mirando el ajetreo a la hora de salida de las oficinas: managers entre los cuarenta y los sesenta con uniforme de ordenanza (chaqueta, pantalones y maletín), otros también con aires de jefe pero más jóvenes, vestidos de manera más informal, “contables llenos de estrés” como dice Max Pezzali y mujeres que, en cuanto son un poco monas, marchan sobre sus tacones o enfundadas en sus botas, seguras de sí mismas y con un aire vagamente despreciativo, como si sólo ellas lo tuvieran.

Se me acerca un anciano distinguido que me ha reconocido. Nos ponemos a charlar. Como estaba ahí tieso, de pie, le digo que se siente.

“No puedo”. “¿Tiene alguna deuda en el bar?. “No, por suerte mi madre me ha dejado un discreto patrimonio”. “¿Y entonces?”. “Es que los del bar me han dado a entender que no les agrada mi presencia”. “¿Por qué?”. “Vea usted, este es un sitio donde vienen los jóvenes y yo soy viejo”. “No me parece que tenga muchos años más que yo”. “Tengo 70. Pero usted es una persona conocida y a menudo viene aquí con chicas, mientras yo estoy siempre solo. Naturalmente no me dicen en la car que soy viejo. El pretexto es que a veces, por soledad, me pongo a hablar con algún cliente. Pero no lo hago de manera invasiva, si él o ella me hacen entender que no quieren les dejo en paz enseguida. Y este veto, llamémoslo así, vale no sólo aquí sino también en los demás locales de la zona”.

En definitiva, el viejo estropea la coreografía.

En realidad la cosa no es nueva. Hace un par de años he narrado, en Il Gazzettino, el episodio de Tellaro, pueblecito en Liguria muy exclusivo al que van los VIP, donde la población se opuso al proyecto del alcalde de utilizar una de las casas en la célebre plazoleta como residencia de ancianos: la presencia de los viejos dañaría el turismo, el business.

Un tiempo, por lo menos en Milán, las cosas no estaban así. Ciudad interclasista, antes de que los estratos populares fueran empujados a las ciudades dormitorio, cada barrio tenía un bar donde por la noche, jóvenes y viejos bajaban a jugar al billar, a la petanca y, en la parte de atrás, al poker. El encuentro entre las generaciones tenía lugar de manera natural y, creo, fecunda. Nada que ver con esa pía y dolorosa práctica actual en la que jóvenes voluntarios van a casa de viejos solos para hacerles compañía durante unas horas, algo más humillante que la propia soledad.

Entonces llevé a mi amigo M.C. a lo que yo llamo “el bar de la rabia”. Es un lugar singular que está a mitad de camino entre el lujoso hotel Príncipe y Saboya y la “movida” de Corso Como, pero no tiene nada que ver ni con uno no con otro. Un enclave que ha permanecido milagrosamente intacto donde se reúnen los desechos, los vencidos de la vida, y a nadie se le ocurriría echar a dos ancianos porque están solos y son viejos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario