[Antes de empezar ciclos nuevos, publicaré algunos breves artículos de Massimo Fini sobre temas variados.]
Massimo Fini
Il Gazzettino, 31 marzo 2012
Hoy se habla tranquilamente e impunemente
de “mercado del trabajo”. Ni siquiera los sindicatos se escandalizan de que el
hombre (sus energías físicas e intelectuales) sea considerado una mercancía.
Pero antes de la Revolución industrial, en la sociedad de campesinos y
artesanos, el hombre no había sido nunca una mercancía. Es el diverso modo de
pensar, de concebir y de sentir al trabajador lo que marca la diferencia entre
las sociedades llamadas “tradicionales” y la que se afirma con la Revolución
Industrial. El señor, el maestro artesano, el amo del taller no consideran a
sus dependientes una mercancía ni ellos se sienten tales. Las relaciones son tan
totalmente entrelazadas, complejas y personales que el valor económico de las
recíprocas prestaciones está englobado en ello y no puede ser separado. El
feudatario puede considerar el siervo de su casa incluso una propiedad suya,
pero siempre como una persona, no como cosa, objeto, mercancía. La actividad
del dependiente está incorporada en su persona.
Cuando con la Revolución Industrial se
separa conceptualmente y ficticiamente el trabajo (esto es la energía humana)
de la persona que lo realiza y se objetiviza aquél, entonces el trabajo se
convierte efectivamente en una mercancía que puede ser comprada y vendida, o
también considerada caducada como todas las demás, y que como las otras está
sometida a los mecanismos y las reglas del mercado. Entre ellas está, muy
actual en tiempos de “despidos por motivos económicos”, la llamada
“productividad marginal del trabajo” que es el valor añadido al producto por la
incorporación de un trabajador más.
En la actual economía si este valor es
nulo o insuficiente, al trabajador antes o después se le expulsa y tiene que
buscarse otro sitio, donde su productividad marginal sea remunerativa. ¿Qué
habría sucedido en la economía tradicional si en un campo, del cual diez
personas vivían, alguien se hubiera dado cuenta de que el trabajo de dos de
ellos era superfluo, siendo suficiente el de los otros ocho para mantenerlos a
todos? ¿Habrían expulsado a los dos a patadas? De ninguna manera.
Se habrían dividido el trabajo entre los
diez, aprovechando el mayor tiempo disponible para ir al bar, jugar a los
bolos, cortejar a la futura esposa. A aquellos hombres les importaba satisfacer
sus necesidades; cuando éstas estaban cubiertas, tanto mejor si repartiéndose
el trabajo entre muchos se podían dedicar a otra cosa. Era gente generalmente ligada
por vínculos de parentela y de cualquier manera por relaciones estrechísimas,
que estaban juntos sobre la base de un proyecto existencial común donde “lo
económico”, mientras la subsistencia estuviese garantizada, tenía una
importancia secundaria respecto a los demás elementos de la vida. (P. Fitoussi, “El debate prohibido”).
Hoy somos unos “esclavos asalariados”,
unos objetos, unas mercancías. No dependemos ya de hombres sino de empresas que
dependen de bancos que dependen del dinero. Y en conjunto dependemos todos,
también las moscas de los caballos que tiran del carro; piensan que son ellas
quienes lo conducen y simplemente son quienes sacan tajada, en la más
despiadada de las dictaduras y sin que ello provoque la menor inquietud; la
dictadura de un mecanismo anónimo, sin rostro al que se llama “mercado”, es más
“los mercados”.
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