"Hubo un tiempo en que el pensamiento era divino, luego se hizo hombre, y ahora se ha hecho plebe. Un siglo más de lectores y el Espíritu se pudrirá, apestará"

Friedrich Nietzsche

sábado, 17 de septiembre de 2011

DIGNIDAD


Massimo Fini

Extraído de “El rebelde de la A a la Z”

Si por casualidad un día de éstos transmitieran en la televisión imágenes del funeral de Fausto Coppi [Nota: famoso ciclista italiano fallecido en 1960], funeral que tuvo una gran participación popular, veríamos una multitud modestamente vestida pero decorosa y compuesta. Los rostros son intensos, casi hermosos en su esencialidad, los gestos medidos, no desprovistos de una cierta gracia natural. Ningún desgarbado aplauso se oye cuando el ataúd sale de la iglesia, se honra al muerto con el silencio. Los carabineros son apuestos muchachos italianos, del pueblo, amables, educados, que sin esfuerzo consiguen tener a raya a esta inmensa muchedumbre ordenada, y se limitan a asistir a alguna anciana. Hay mucha dignidad en ese fragmento de pueblo italiano que asiste a los funerales del gran campeón y que es un espejo bastante fiel de cómo éramos entonces. La guerra nos había hecho adelgazar, en todos los sentidos, y éramos más simples. El boom económico no había aún explotado, aunque estaba a punto de hacerlo.

El hombre de hoy, en Italia, como en todo el mundo desarrollado, esa dignidad la ha perdido. Es ante todo una falta de dignidad física, antropológica. Somos incurablemente vulgares. La vulgaridad, como el ridículo, viene de un contraste, de algo que desentona, de una disparidad. Disparidad entre el interior y el exterior, entre lo que se tiene y lo que se es, entre lo que somos y cómo nos presentamos. Es un no estar en el propio papel. En el mundo de la apariencia y de la imagen el hombre tiene la necesidad –o cree tenerla- de presentarse de manera distinta a como es. Se pone una máscara. En el habla, en el comportamiento, en el vestir, en el habitar. Es un make-up para esconder una verdad interior, su debilidad o su ausencia.

Esta disparidad y esta falta de armonía son particularmente evidentes en prácticamente todas las protagonistas del show business televisivo, lugar privilegiado y emblemático de la sociedad moderna, que puede ser tomado como paradigma de la mujer de hoy. En ellas hay siempre algo falso, construido, artifical, plastificado, inverosímil, un énfasis, una exageracion, una retórica del cuerpo.

Otro elemento que contribuye a nuestra vulgaridad es la abismal distancia que nos separa de los sofisticados instrumentos que usamos cotidianamente. El hombre de ayer, ya se tratase de un “salvaje” o del campesino o el artesano de Europa preindustrial, tenía un conocimiento perfecto de los instrumentos que utilizaba aun cuando no estuvieran construidos por él. Estaba en armonía con ellos, de alguna manera formaban parte de su persona.

El hombre de hoy no sabe nada del funcionamiento de la compleja tecnología que hay en un frigorífico, un televisor, un ordenador, un teléfono, un avión e incluso en un aparentemente simple cenicero de plástico. Sabemos sólo que podemos hacer uso de ellos. Pero también un tontorrón cualquiera puede hacerlo. Vivimos gracias a prótesis mucho más sofisticadas que nosotros –porque son el concentrado de un altísimo saber científico y tecnológico elaborado en otro sitio- que, precisamente mientras nos alejan aparentemente de la naturaleza animal, de la que queremos separarnos, en cambio la subrayan y recalcan. Esto lo podemos constatar observando una persona por la calle mientras habla con el móvil: parece un simio vestido y amaestrado.

Pero esta vulgaridad interior no es más que el reflejo de una falta de dignidad, de sentido de sí mismo, interior. En la sociedad opulenta el hombre vive rodeado de una infinidad de gadget, de fascinantes juguetes. Su energía emotiva se dispersa inevitablemente en una multitud de objetos, de pseudo-intereses, de pseudo-necesidades, de pseudo-conocimientos cuya masa obstaculiza las necesidades esenciales, los sentimientos esenciales, fuertes, profundos, duraderos, de los cuales el hommbre moderno –se trata de un dato de la experiencia cotidiana- se demuestra incapaz. Sus pasiones son mediocres como sus vicios. Es sentimentalmente un impotente. En esta orgía de “juegos” retrocede al estadio infantil y, como un niño, protegido, acariciado, malcriado, extenuado, desvirilizado; a diferencia de quien tiene que lidiar con las duras pero pedagógicas necesidades de la vida, no sabe ya darse una jerarquía de valores.

El bienestar nos ha quitado la vitalidad. Ha hecho que nuestra vida nos sea tan querida que estamos dispuestos a soportar cualquier cosa, hasta las más feroces humillaciones, con tal de no arriesgarla. Ahora bien, dar un valor excesivo a la vida conduce a devaluarla. A no vivirla dignamente. A no vivirla con dignidad.

En dos espléndidas páginas de El Antiguo Régimen y la Revolución Alexis de Tocqueville explica cuál era la relación de los súbditos con el poder del rey. Escribe que podían acatar su autoridad con la más sumisa obediencia sin perder la propia libertad interior y el sentimiento de la propia dignidad. Porque creían profundamente en la legitimidad e incluso en la sacralidad de aquel poder. Había en cambio un tipo de obediencia que no les pertenecía: “No sabían lo que era doblegarse ante un poder ilegítimo, rechazado, poco respetado o despreciado. Esta forma de servidumbre degradante les era deconocida”. Aquellos hombres en definitiva obedecían por una convicción profunda, pero no estaban dispuestos a someterse al primer prepotente que llegara. Conservaban el sentido de la propia libertad y dignidad, lo suficiente para oponerse al arbitrio y al atropello cuando los consideraban tales. Y podían hacerlo. Porque en aquellos tiempos el derecho era en gran medida consuetudinario (codificar la vida y poner normas hasta en los mínimos detalles es una obsesión burguesa y democrática). El Estado no tenía aún el monopolio absoluto de la violencia y quedaba un amplio espacio para la autodefensa privada. Además, en la época premoderna cada cual formaba parte de un grupo: de la familia ampliada, de un clan, de una orden, de una corporación, de la comunidad de la aldea, que constituían una disuasión, un dique y una defensa contra los abusos y los atropellos de los varios poderes, legales o arbitrarios.

En la sociedad moderna, como sabemos, cada ciudadano delega el propio “quantum” de violencia al Estado, que se convierte en el único sujeto con derecho a utilizarla. La premisa es naturalmente que el Estado defienda a todos los ciudadanos de la misma manera. Pero no es así. Tampoco -quizás incluso menos- en una democracia. En un sistema democrático sucede que en la práctica se adueñan del estado minorías organizadas, oligarquías políticas, partidos. Estas oligarquías por una parte ejercitan el poder de manera, almenos formalmente, legal, ya que se sirven de las Instituciones del Estado. Por otra parte pueden perpetrar con total tranquilidad varias formas de agravios y atropellos que no se basan ya, como en otros tiempos, en la violencia física o en las amenazas, sino en abusos y prepotencias de frente a los cuales el ciudadano está completamente indefenso, porque ha perdido cualquier posibilidad de autodefensa privada, individual o colectiva. Además el carácter poco definido y escurridizo de estos desmanes le impide también –o hace inútil- la reacción legal, el recurso a la ley. Obedece por tanto al poder, también cuando asume las formas del abuso y el atropello, no porque lo considere, como el súbdito del Rey, legítimo –sabe perfectamente que es arbitrario- sino porque no puede hacer otra cosa. Pero siente esta obediencia como lo que es. Una sumisión humillante, una servidumbre degradante. Obedece pero desprecia y se desprecia.

Todo ello contribuye a crear e el ciudadano democrático una particular actitud y forma mentis en virtud de la cual, a fuerza de agachar la cabeza, al final está dispuesto a obedecer a cualquier poder, aunque sea “rechazado, poco respetado o despreciado”, por usar las palabras de Tocqueville, aunque sea abiertamente ilegítimo, con tal de que sea suficientemente fuerte para ser temido o para dispensar favores (recibir beneficios y ventajas indebidas es la otra cara de la sumisión). La verdadera marca del ciudadano democrático no es el respeto por la Autoridad, a la que desprecia pero teme, o de la ley, que viola en cuanto puede, sino el servilismo.

Si consideramos además que en democracia las clases dirigentes son particularmente corruptas (también en los otros regímenes, obviamente, lo son, pero en democracia, por el mecanismo de selección de representantes y gobernantes, el nivel de corrupción es, como norma, más alto, como está demostrado histórica y estadísticamente) y que en este tipo de sistema, organizado alrederor de la economía, del mercado, del beneficio, de la riqueza, del éxito no importa con qué medios obtenido, no existen valores realmente compartidos distintos del “Dios Dinero”, se comprende bien cómo el hundimiento de la ética pública arrastra consigo, inevitablemente, también la privada.

En Afganistán los americanos prometieron 50 millones de dólares a quien les entregase el Mullah Omar. Con una cifra así, allí se compra todo el país y un trozo de Pakistán. Pero hasta hoy no han encontrado nadie dispuesto a tracicionar al Mullah. Aquí la gente está dispuesta a venderse, junto con su dignidad, por unos pocos euros o dólares.

1 comentario:

  1. Me gusta mucho tu nueva página, la seguiré sin dudarlo.
    Ya conocia un poco la obra de Fini y ahora la conoceré y conoceremos más.
    Resulta chocante para nosotros que este tipo de autores, y otros, sean tan poco conocidos, obviamente no interesa que lo sean y la masa ya se sabe como es, irreflexiva, miedosa y vaga mentalmente, que no le "rompan" mucho los esquemas.
    Un saludo.

    ResponderEliminar