"Hubo un tiempo en que el pensamiento era divino, luego se hizo hombre, y ahora se ha hecho plebe. Un siglo más de lectores y el Espíritu se pudrirá, apestará"

Friedrich Nietzsche

viernes, 9 de septiembre de 2011

EL REBELDE



Massimo Fini
Extraído de “El rebelde de la A a la Z”

El Rebelde es un hombre que dice no. ¿A qué? Al orden establecido, a creencias, valores, opiniones, reglas, comportamientos comunes en la sociedad en que vive, en los cuales no se identifica y no se reconoce. Ha nacido en un tiempo y lugar que no son suyos. Es un desplazado, un borderline. Pero no quiere dejarse normalizar, homologar, englobar. Por esto dice no. Es más, lo grita de manera que todos puedan oírlo. No se esconde. Y está dispuesto a asumir la responsabilidad y las consecuencias de su rechazo, adeudándolas sólo y exclusivamente a sí mismo. El Rebelde paga en primera persona. Detesta las medias tintas, las morales a mitad, los senderos retorcidos, las mediaciones. Ama el choque frontal. Es un combatiente a cara descubierta.

No tiene por tanto nada que ver con el conspirador, que para subvertir el orden establecido actúa en secreto y en la sombra, dispuesto a todo, al fraude, a la emboscada, al asesinato. Se complace del propio cinismo considerándolo la forma suprema de la inteligencia. En cambio es un ingenuo -aunque peligroso- narciso que se mira y remira en el espejo, estremeciéndose de placer desde el dedo gordo del pie hasta el ombligo, confundiendo el propio delirio de omnipotencia con la realidad.

El Rebelde no debe tampoco ser confundido con el revolucionario, que quiere sustituir un orden establecido con otro. En el fondo es un hombre de orden y un conformista que solamente ha cambiado el signo, porque no existe si no en el seno de una communis opinio o, si se prefiere, de una ideología compartida.

El Rebelde es en cambio un “chevalier seul”. No se propone objetivos políticos. Quiere sólo permanecer fiel a sí mismo, cumplir una especie de inconsciente promesa que se hizo cuando era un muchacho. “Defiende lo que él mismo es” como escribe Albert Camus en “El hombre rebelde”. Su orden moral es totalmente interior. Es su personalísima tabla de valores, el núcleo interno que lo constituye y al cual no está dispuesto a renunciar a ningún precio, de frente a las agresiones o a las tentaciones del orden establecido, dispuesto a defender este núcleo interno hasta las extremas consecuencias. El Rebelde es por tanto un hombre que dice no. Pero es también un hombre que dice . A sí mismo.

En su solitaria y dolorosa lucidez el Rebelde sin embargo sabe que, en ausencia de un Absoluto del que hacer descender una jerarquía entre lo que es Bien y lo que es Mal, los valores individuales en que cree y que se esfuerza por honorar, la lealtad, el respeto de la palabra dada, el donarse generosamente, el valor físico y moral, la dignidad, no son en sí mismos superiores a aquellos que desprecia. Como Iván Karamazov, sabe desesperadamente que en el silencio sideral de Dios, “todo es absurdo y por tanto todo está permitido”.

Sin embargo, aunque no tenga en realidad ningún sentido, el Rebelde, por la orgullosa percepción que tiene de sí, no quiere rendirse a este “todo está permitido”. Y se comporta de consecuencia como si existiese un Tribunal superior que lo juzga. El suyo. Tercamente, con cabezonería, no quiere traicionar la imagen que, con razón o sin ella, se ha hecho de sí mismo. Más que ética la suya es una coherencia y una rebelión estética.

El Rebelde es un hombre solo. La suya es antes que nada una soledad metafísica. Ha renunciado a Dios y a las consolaciones que le puede ofrecer una fe colectiva, religiosa o laica. De frente al misterio y a la angustia del ser no tiene otro compañero que sí mismo.

En segundo lugar es una soledad social. En su propia comunidad vive como un extranjero. Es un deraciné.

A la larga la soledad del Rebelde se convierte en existencial y en una especie de misoginia obligada. El Rebelde es un hombre que persigue Sueños. Las mujeres pueden amar a un hombre que persigue Sueños –es más en, general lo aman apasionadamente, sobre todo cuando son jóvenes y joven es el que sueña- pero no aman los Sueños (como no sean los de película, novelescos o en cualquier caso virtuales, que no las impliquen verdaderamente y simplemente las distraigan. El romanticismo de la mujer es una invención del siglo XIX alemán, como la “mujer angelical” es una creación literaria del amor cortese medieval). La mujer es un ser demasiado concreto y vital para perseguir Sueños. Persigue tener hijos; hoy en día por lo que parece ni siquiera eso, pero nunca, en cualquier caso, quimeras. A la larga, la relación entre el hombre que persigue Sueños y la mujer que pretende lo concreto se quiebra. Y el rebelde se queda solo. Totalmente y definitivamente solo. Pero no puede hacer nada. Es su historia. Ha nacido así.

Profundizando aún más se descubre que el rebelde tiene necesidad de la Autoridad. Porque sin ella su rebelión no tendría sentido. Pero no se trata solamente de una cuestión de contraste, que el rebelde necesita para poder manifestarse. En el fondo del corazón del Rebelde existe, inconsciente, secreto, inconfesado e inconfesable, un deseo que lo atormenta, el de encontrar una Autoridad que tenga a sus ojos la fuerza y el prestigio para someterle. Desobedece en la esperanza de encontrar a quien tenga la capacidad de hacerle obedecer. Si esto sucede el Rebelde deja de ser tal y se convierte en un “hombre de orden”, el más cumplidor de todos (es la historia del libertino que se hace monje).

El Rebelde tiene por tanto, en realidad, un profundo sentido del orden. Ante todo su orden interior que lo tensa y lo conduce a la lucha contra el orden establecido, que él ve como un desorden. La cosa se puede quedar así y entonces el Rebelde sigue siéndolo durante toda su vida, una especie de “puer aeternus”, un eterno adolescente. Pero puede haber un segundo estadio en el cual el rebelde, si encuentra a alguien capaz de doblegarlo, retorna al orden y combate con extremo rigor el desorden, es decir el antiguo sí mismo. Y es posible también una tercera fase en la cual, renunciando a la actitud prometeica, cesa de luchar por el desorden o por el orden y de vivirse a sí mismo en relación con los demás (aunque sea a favor del orden o del desorden no deja de ser contra algo o alguien). Esta según algunos sería la madurez.

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