"Hubo un tiempo en que el pensamiento era divino, luego se hizo hombre, y ahora se ha hecho plebe. Un siglo más de lectores y el Espíritu se pudrirá, apestará"

Friedrich Nietzsche

viernes, 25 de noviembre de 2011

EDUCACIÓN


Maurizio Blondet

Este artículo trata de la situación educativa y la universidad en Italia, pero todo lo que dice es aplicable igualmente a nuestro país y a todos aquellos en los cuales la pedagogía progresista ha devastado el sistema educativo.

La Universidad en Italia: un aparcamiento donde se mata cualquier deseo por el conocimiento.

Quien me acusa de violencia verbal contra la Casta quizás aquí tendrá una explicación: no sólo violencia verbal, urge la violencia física para liberar la Universidad de los parásitos que atestan las cátedras, resultados de una larga selección de lameculos, mediocridades que matan a la juventud, espiritualmente e intelectualmente. […]

Un proverbio americano dice: enseñar no significa llenar un saco, significa encender un fuego. En el liceo de mis tiempos aún encendían este fuego. No nos evitaban las dificultades, no nos facilitaban; también ésta era una manera de encender el fuego, las nociones fáciles lo apagan. No era un buen estudiante (muchas malas notas en latín, griego, álgebra) pero he aprendido cómo aprender para toda la vida. Como estudiar sin comprender todo desde el principio.

A un joven inquieto yo aconsejaría “El Arte Descentrado” de Hans Sedlmayr: libro capital, que explica el arte contemporáneo como síntoma de la enfermedad espiritual de Occidente. Pero es un libro difícil. Sono casi apuntes de las lecciones del gran crítico de arte vienés. Es un libro que uno debe resignarse a entender a trozos, por frases iluminantes: pero éstas ya valen por sí solas la fatiga y la lectura. ¿Se les ha capacitado, a los jóvenes, para la concentración? ¿Para leer con esfuerzo y no abandonar una lectura que no comprenden del todo, tan “frustrante”? A la frustración se la vence con la curiosidad, con el fuego del saber. Pero estas ganas deben ser creadas. ¿Cómo?

Creando el hábito mental del aventurero, del explorador. En efecto la cultura es una exploración, más arriesgada que internarse en las selvas del Mato Grosso a la búsqueda del arca perdida. No es algo para catedráticos y eruditos, sino para Indiana Jones. Requiere valor, tenacidad, apertura hacia verdades perturbadoras que te harán para siempre distinto de lo que eres; debes estar preparado para perder la fe en Dios o encontrarla, condenar tu alma o salvarla para siempre, ser devorado por dragones y superar pruebas iniciáticas. Requiere el espíritu del buscador de esmeraldas que criba toneladas de desechos para buscar una gema, el alma del pirata que roba tesoros de galeones ajenos.

La cultura es aventura, riesgo a voluntad: si no lo es, aburre, no es cultura…pero hay qe aprender a distinguir el aburrimiento académico, erudito, de la esmeralda bruta que vale el esfuerzo. Y también esto se aprende con la cultura. El habitus del pirata hay que crearlo desde antes de la escuela.

Si alguna madre me está leyendo, una sugerencia: que lean cuentos a los niños aún analfabetos. Pero no los relatos modernos, inventados por pedagogistas, que hablan de contables y administradores. Los cuentos que hacen falta son los antiguos. Los recopilados por los hermanos Grimm pueden bastar. Son parte de un repertorio invariable que se remonta a la edad de la piedra, transmitido hasta nuestros días.

Esos cuentos, en su tiempo, eran mitos de fundación, y ritos terribles: niños enviados a que se perdiesen en el bosque, caperucitas rojas devoradas por lobos-totem, brujas con casas de mazapán que guisan a los niños, princesas envenenadas por el huso que se clavan, orcos que sienten su olor y los buscan…historias que dan miedo.

Madres, dejad que los niños tengan miedo de los cuentos que les fascinan. La voz con la que se los leéis, la voz de mamá, basta para tranquilizarlos, no hay peligro. Pero leédselos esos cuentos con libros ilustrados, con ilustraciones antiguas: nada de muñequitos de Disney, sino el Gato con Botas inquietante como es, la bruja cocinera que parece de verdad.

Sobre todo, no intentéis explicarles los símbolos que hay detrás, de “racionalizar”. Un niño de cinco años no tiene necesidad de “razones” sino de ejemplos fascinantes e incitantes. De saber que en los libros hay cosas tremendas y misteriosas, casi incomprensibles, pero que “atrapan” y hacen venir ganas de entrar con Pulgarcito en el bosque espantoso, de subir en la judía que llega hasta el cielo…y que todo esto es de verdad posible. Es más, que es necesario hacerlo.

Así hacía la pedagogía antigua: narraba acerca de Rómulo y Remo que chupaban la sangre de la loba (¿La misma loba-totem de Caperucita Roja? ¿U otra más atroz y misteriosa, que criaba guerreros-lobo?), la guerra de Troya por el amor de una mujer, con guerreros que se destripaban unos a otros; Homero describe la sangre real vertida por el moribundo. ¿Os parece una lectura para niños? […]

Las vidas de hombres ilustres, verdaderas o no (o más verídicas que la realidad), las vidas de los héroes: modelos a imitar, ejemplos que encienden una llama para las cosas altas y nobles, al riesgo, al misterio, al misterio que no se entiende.

Cuando yo era niño, en el Corriere dei Piccoli debía haber alguien que pensaba así, porque empezó a contar por capítulos la historia de Sigurd. Es la historia más bárbara y atroz que existe, el oro de los Nibelungos, la saga germánica. Sigurd, me enteré más tarde,  es tambien conocido como Sigfrido. La historia era en formato de tebeo, bien ilustrada.

Recuerdo el joven rubio que misteriosamente el mago hizo dormir, y se despertó adulto; de la espada rota, que a él y no a otro estaba destinada, y que fue reconstruida por los enanos que trabajaban el metal. Recuerdo el guerrero que mata al dragón Fafnir, y se baña en su sangre para ser así invulnerable; recuerdo al hoja que se posó en su hombro, y lo hizo mortal sólo en ese punto (Sigurd es el Aquiles alemán con su talón vulnerable), recuerdo Brunnhilde durmiente entre muros de fuego, y la esposa que marca con un recamo el punto vulnerable de Sigfrido, y su muerte, y los Hunos…No se nos ahorraba nada, en la sangrienta historia de una inmortalidad física casi alcanzada pero traicionada, sin embargo casi casi posible.

Mi madre me leyó también un libro ilustrado con figuras de guerreros aqueos, desnudos con el yelmo adoprnado por crines y la espada corta, creo que se llamaba “las más antiguas historias del mundo”: también la historia de los Átridas, Clitemnestra que de acuerdo con su amante le da de comer al marido Agamenón sus propios hijos, la caden ade venganzas. No se me ahorró Edipo, la Esfinge y su profecía, el parricido, el incesto con la madre.

Decidme, ¿Eran lecturas para niños?

No lo eran. Uno puede decir que mo madre ha hecho de mí un inadaptado asocial. Y en efecto no he terminado la universidad, no he ido a la Bocconi [Nota: prestigiosa universidad privada italiana donde se enseña economía y empresa] no he triunfado en una brillante carrera y del último periódico donde he trabajado me han despedido: un fracasado. Pero no me lamento, al contrario estoy agradecido a mi madre.

He aprendido que en el mundo y en los libros suceden cosas tremendas e incomprensibles, que la vida es un camino para el cual Sigurd es un modelo, que vale la pena querer la inmortalidad: he aprendido que existe el Destino inescrutable, que lo importante, lo que cuenta, es combatir noblemente, no vivir. No digo que yo viva noblemente: pero por lo menos es el modelo que tengo.

Cuentos, cuentos: para los niños que aún no tienen una mente, pero tienen ya un corazón que se puede encender, es más tienen el corazón como órgano de comprensión; es la única manera de impartir enseñanzas. Se llama, o se llamaba, educación de los sentimientos.

La escuela hace lo contrario, hoy. Esencialmente porque sigue una pedagogía de matriz radical, iluminista, de un iluminismo además residual, hecho de dogmas mínimos, que los maestros aceptan sin mayor consideración (quitando alguna excepción).

El dogma fundamental de esta pseudo-pedagogía es el de Rousseau: “El hombre nace bueno y la sociedad lo corrompe”. La realidad es evidentemente la opuesta: el niño nace no sólo salvaje, que hay que civilizar, sino también inclinado al mal. Como sucede para todos, hacer el mal sale más fácil que hacer el bien.

El niño debe ser adiestrado al esfuerzo necesario, para que no piense que lo que haría espontáneamente en la vida sea “bueno”. Todo lo bueno es resultado de esfuerzo, fatiga y estudio.

El niño nace privado de lo que Freud llamaba “principio de realidad”: piensa que tl mundo entero está a su servicio, dócil frente a su imperio de pequeño megalómano bárbaro y a todos sus deseos. Una pedagogía concreta, no ideológica, lo debe desengañar lo antes posible, haciéndole “sentir” que la realidad no está a sus órdenes y resiste a sus deseos e impulsos. De otra manera con 20 años será un grandullón megalómano y bárbaro, que asesina a sua novia porque se le resiste y manifiesta una voluntad distinta a la suya.

La pseudo-pedagogía ideológica comete aún otro error ridículo: piensa que cada alumno tiene, por derecho democrático, un “Yo”. Y en consecuencia lo trata como un pequeño adulto, como un ciudadano de baja estatura. Si se comporta de manera prepotente, recurren a la “educación para la legalidad”.

El iluminismo de saldo cree que basta enseñar “educación cívica” para que surjan sentimientos de honradez. La lectura de la Constitución es el instrumento educativo primario.

Obviamente el chaval comprende enseguida una cosa: que los “grandes” son los primeros que violan la Constitución y no practican la “legalidad”, empezando por los políticos y el gobierno, la magistratura y el parlamento; y concluye que la “legalidad” no es más que hipocresía y falsedad. No es casualidad que los chicos de hoy sean al mismo tiempo cínicos, desinformados y atraídos –como revelan las encuestas- por modelos dictatoriales y autoritarios. Que por lo menos “funcionan” y son menos hipócritas.

La pedagogía democrática obtiene el resultado opuesto al que aspira: como a menudo ha sucedido al ilumunismo progresista. Se llama ”heterogénesis de los fines”. Un “yo” no existe como dotación natural. El “yo”, la personalidad, se forma con la educación, el  choque con la realidad y las experiencias dolorosas. Y quien no tenga los ojos vendados por la ideología ve que el “yo” se forma “desde fuera hacia dentro”.

Al principio se quiere, siente y piensa lo que siente, quiere y pensa el grupo, la banda de coetáneos; uno no tiene deseos propios, sino los deseos de “todos los demás de mi edad”: quiere la misma ropa, los mismos signos de prestigio y reconocimiento que “tienen los demás”.

Privado de una personalidad, el chaval –sobre todo el adolescente- es dolorosamente conformista. Es también falso, porque no tiene un yo. La niña buena de la familia va con doce años a zorrear en una discoteca, el niño normal entra en la banda, se conviete en uno de la banda  y comete las acciones odiosas y autodestructivas de la banda. Tienen por lo menos dos “yo”, ambos postizos y provisionales.

Una pedagogía seria debe “unificar” los “yo” falsos y múltiples del chico. En otras palabras ayudarle a ser “auténtico”. Capaz de preguntarse llegado el momento: ¿Qué es lo que realmente quiero? ¿de verdad quiero “como todos los demás”?

Es el descubrimiento de la soledad radical, soledad fecunda, de la cual todo puede surgir: un Leonardo da Vinci o un obrero metalúrgico orgulloso de su oficio.

También por esto la escuela, antes de la pedagogía ideológica, imponía el uniforme: para ocultar los signos de la riqueza, de la diversidad social. Era más educativo que le educación cívica, era educación cívica en la práctica: para el poder público, todos son iguales. Es extraño que esta elemental práctica de democracia sea rechazada por los “democráticos”.

 Puesto que no tiene un “yo” el niño es impermeable a los conceptos. No los entiende. La comprensión del cncepto, es decir el pensamiento, es una conquista relativamente tardía (personalmente fui consciente de ello hacia los 16 años cuando un estudiante que me daba clases me introdujo a la lectura de Thomas Mann, novelista filosófico de base) y para muchos no llega nunca. La pseudo-pedagogía escolástica quiere impartir conceptos y se muestra ridícula.

Una madre me cuenta que su hija, de 9 años, vuelve del colegio y pronuncia palabras como “autótrofo” y “heterótrofo”. ¿Qué es eso? Pregunta la madre. “Son las algas azules” los autótrofos que sintetizan su alimento no de otros seres vivos, sino de la fotosíntesis.

Pero la niña no sabe qué hacer con esas nociones, prematuras, que se le quedan pegadas junto con la falsa idea de haber “aprendido”, de “saber”. La misma niña vuelve del colegio y pregunta: “¿Mamá, nosotros somos ricos? Me lo han preguntado los compañeros”. O vuelve de la catequesis y pregunta: “¿Mamá, yo soy virgen?”

Espero que sí, piensa la madre. Pero se trata simplemente del cura que ha contado algo de María Virgen, sin explicar bien -¿cómo hacerlo?- la virginidad.

A los niños no hay que impartir conceptos. Hay que educarles no el cerebro (que aún no tienen) sino el corazón. Con los grandes ejemplos. Por esto toda la pedagogía clásica consistía en aprender el griego leyendo la Ilíada y las historias de los héroes, en dividir la clase entre Aqueos y Troyanos.

Los textos de enseñanza se llamaban “Vidas de Hombres Ilustres” y “Vidas Paralelas”: ejemplos de abnegación, de valor heroico por el Estado. En la Edad Media, esta función la tenían las historias de caballerías: educaban a la nobleza de ánimo, a la magnanimidad, con el ejemplo.

Ejemplos “bellos” ante todo: estéticos antes que éticos (la ética es burocrática o moralista, y los chavales del moralismo se burlan, con razón, cuando quien imparte la lección se comporta de otra manera…)

Y en fin, la escuela de hoy facilita demasiado. También por culpa de los padres: la escuela pública, que nació para unificar un país de cien dialectos y proporcionar las nociones primarias para la supervivencia de una civilización ya bastante avanzada, ahora se vive –en primer lugar por parte de los padres- como un aparcamiento para los insoportables pequeños dictadores que ellos mismos han creado a base de golosinas, teléfonos móviles y zapatillas de marca. Cinco o siete horas de tranquilidad.

La misión de la escuela hay que repensarla: y ante todo hay que restituirle autoridad. El maestro es un oficial público, el padre o madre que lo agrede porque da malas notas a su gamberrito, comete un delito preciso contra el Estado. Cierto es que debería abstenerse de maltratar o ridiculizar al profesor por otros motivos: ante todo por vergüenza. Pero puesto que los padres no han conocido la Caballería, ni Sigfrido y las vidas de hombres ilustres, no se puede esperar de ellos que hayan desarrollado el noble, estético sentido de la vergüenza.

Para ellos es “vergüenza” no dar al niño la mochila de marca y el móvil de último modelo. Sus referencias y modelos son los varios listillos de barrio, los divos baratos de la TV, los “ejemplos” de quien hace dinero sin esfuerzo, ni cultura, ni estudio. Lo dejo aquí para no aburrir.

Perp como hay quien me acusa de “no dar esperanzas” con mis diagnósticos despiadados, replico: como podéis ver, puedo dar recetas para una pedagogía mejor que la imperante actualmente.

En este campo no hay nada que inventar. El obstáculo viene de otro lugar, de la sociedad. Intentad proponer una restauración de la autoridad, de la pedagogía basada en ejemplos heroicos, y dos italianos de cada tres, tres profesores de cada cuatro, gritarán: esto es “fascismo”, reaccionarios católicos, encuadramiento autoritario.

Entonces sigamos teniendo las zorritas de doce años y los veinteañeros que matan a sus novias y ni siquiera se avergüenzan de ello. Dejemos que nuestro hijos sean educados por los publicistas, los variedades de televisión y los gestores de discotecas.

No querría dejar “sin esperanza” las madres que se preocupan y se alarman, que entienden el problema. ¿Se puede hacer algo, a pesar de esta escuela y de todo?

En Estados Unidos, 600.000 familias han retirado a sus hijos de las escuelas, para evitarles la pseudo-pedagogía, y les imparten la enseñanza en casa. Se llama “homeschooling”.

El fenómeno ha comenzado con grupos muy solidarios y unidos (los Amish) pero se ha difundido bastante. Obviamente el “homeschooling” no es fácil si no se es Amish,  o sea si no se vive en familias ampliadas y solidarias, que ayudan a soportar la carga de los niños. Y sin embargo hay familias americanas normales -no ampliadas- que hacen “homeschooling” afrontando los inevitables sacrificios, entre ellos el de coger otra vez los libros y pensar otra vez desde el pprincipio, a la raíz, cómo educar.

La dificultad se hace más llevadera sin embargo, en EEUU, por un interesante fenómeno: basta poner “homeschooling” en Internet y se descubre que hay profesores que ofrecen “paquetes educativos”, dan consejos, y madres o padres que se intercambian experiencias.

Cito solamente algunas.

La primera: las madres han descubierto que, completada la educación primaria, hay que enseñar el latín. Lo han descubierto por sí mismas: la lengua muerta, fuertemente estructurada, enseña el pensamiento lógico, tan necesario en la modernidad técnica y científica.

La madres del “homeschooling” han descubierto que le enseñamza elemental debe ser “inactual”. Las bases perennes de la civilización, en resumen. Precisamente es en Estados Unidos saben que sin estas bases, esencialmente míticas, literarias y lingüísticas, no se forman más que monstruos que quizás sean buenos en una técnica, pero inciviles en el resto.

Saben también que un adulto de Wall Street ya no va a leer Shakespeare (o Dante o Cervantes) y que el colegio es para muchos la única ocasión de entrar en contacto con los pilares de la cultura, sobre la cual la civilización occidental se funda.

Hay otro consejo que las madres se dan entre ellas: encontrar en los mercadillos del libro usado enciclopedias para jóvenes “de los años 70”. Es decir viejas. ¿Por qué?

Porque las enciclopedias más recientes o son ultrafacilitadas, con test y respuestas preconfeccionadas, o son enciclopedias llenas de “autótrofos”, de “archaeopterix” y de ilustraciones naturales, pero poquísima historia y ciencias humanas. Las mejores son las que se consultan como un diccionario. Pero hay que ser ya adultos y con una cierta cultura para consultar una enciclopedia de verdad. […]

Las enciclopedias de los años 70 en cambio son historias y narraciones. Su hablan de ciencia, lo hacen contando la vida de Pasteur, de Mendeleiev y de Madame Curie: los “hombres ilustres” sobre los cuales nos fundamos. Son enciclopedias narrativas, que fascinan con  historias humanas, que enseñan a hablar y escribir de manera articulada.

Madres italianas, por lo menos esto se puede hacer: y es incluso económico.

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