"Hubo un tiempo en que el pensamiento era divino, luego se hizo hombre, y ahora se ha hecho plebe. Un siglo más de lectores y el Espíritu se pudrirá, apestará"

Friedrich Nietzsche

jueves, 25 de abril de 2013

LA SOCIEDAD SIN PADRE (I): La huella del padre



Fragmento del Capítulo 1 de “El padre, el ausente inaceptable” de Claudio Risé

[En el primer capítulo de su libro, Risé enseguida precisa el papel esencial de la figura paterna en la formación del ser humano. Bastan los breves extractos que aquí traduzco para tener una primera medida de la miseria de la ideología antipaterna y de la pedagogía antiautoritaria estrechamente ligada a ésta, así como de los daños inmensos que tales ideas están haciendo. En efecto la demagogia progresista sigue ignorando, por motivos ideológicos, las experiencias que indican los enormes daños producidos por la pedagogía antiautoritaria y lamentablemente la educación hoy en día, y muy especialmente en nuestro país, sigue basándose en gran medida en estas ideas fracasadas y demostradamente dañinas.]


La huella del padre

¿Cuál es la huella, la marca del padre? ¿Qué le falta al hijo que no ha vivido su presencia? […] ¿Qué es lo que hace profundamente distinto a quien ha recibido ese signo, que en él se ha imprimido, respecto al hijo al que esta experiencia le falta?

La huella del padre es la de la herida. El dolor, el golpe producido por la pérdida. El escenario que lo expresa de manera completa, para todo individuo, para todos los tiempos, es el evento que se produce en el Gólgota: el hijo que es herido, en el nombre del Padre. El padre te conduce a la herida, te inicia en el sentido del dolor […]

El padre enseña que la vida no es sólo satisfacción, aprobación, ser tranquilizado, sino también pérdida, privación, fatiga. Las experiencias más profundas, empezando por el amor, tienen su origen y toman forma justamente partiendo de esa pérdida. En la vida del hombre, el padre transmite la enseñanza de la herida porque su función primaria psicológica y simbólica es la de organizar, dar un objetivo, a la materia en la cual el hijo ha permanecido inmerso durante la relación primaria con la madre, que por sí misma tendería simplemente a la continuación de la situación existente. Por esto el padrre inflige la primera herida, afectiva y psicológica, interrumpiendo la simbiosis con la madre […] Quien ha recibido el signo del padre lleva en su organismo psicofísico la marca de la pérdida, como herida profunda, bien visible aunque esté cicatrizada. Este golpe, doloroso, hace a quien lo recibe más fuerte: cuando la pérdida llegue, experiencia no evitable en la vida humana, no lo destruirá psicológicamente y espiritualmente. Al contrario, sabrá extraer de ello el jugo más precioso: el amor. Amor por sí mismo, amor por los demás: ambos de templan en la experiencia de la pérdida, no en la vanidad del éxito, y tampoco en la ilusoria seguridad de la posesión. […]

El hijo que no ha recibido la enseñanza paterna, por ejemplo porque el padre, como tantos hombres hoy en día, no quería saber nada de heridas […] no siente nada. En él no se enciende jamás la conciencia de ningún dolor, si acaso sustituido por una sorda, a veces oculta, depresión. Este hombre que se cree sin heridas, de plástico como el juguete Big Jim, el hombre moderno, que no ha contemplado nunca el misterio de la Pasión, no puede ser a su vez, profundamente, padre.

La primera herida, que el padre trae consigo, y provoca en el hijo, es la separación de la simbiosis con la madre. El hijo vive en una fusión con la madre desde el momento de la concepción. Antes del nacimiento la simbiosis es completa: se encuetra en el cuerpo de la madre y vive a través de sus órganos. A partir de un cierto momento, sin embargo, la misma psique del niño comienza a sentir esta simbiosis total como sofocante y anti-vital. Entonces empieza el proceso de salida del cuerpo materno, que culmina con el momento del nacimiento. Sin embargo el primer llanto sanciona solamente el fin en el aspecto corporal, y sólo parcialmente (el niño por ejemplo debe seguir alimentándose del cuerpo de la madre, con la leche materna) de la simbiosis madre-hijo. Es necesario que esta unión vital continúe, de la manera más plena posible, aún por mucho tiempo: plenamente hasta los tres años, de manera menos completa hasta los cinco, para ser ulteriormente reducida hasta los siete. Durante todos estos años, el primer septenio, la aportación de la madre a la existencia, y a la misma formación psicológica del niño, es decisiva. En la relación con la madre aprende a percibir el propio cuerpo, y a sí mismo como ser diferenciado […] Además, del calor y del afecto que la madre siente por el hijo, y expresa a través de la mirada y las caricias, en breve de cada gesto materno, dependerá después el amor que el hijo sentirá por sí mismo, su capacidad de cuidar de sí mismo, de “quererse bien”. Por tanto, también la capacidad de amar realmente a los demás, que siempre se basa en esta experiencia primaria de un tranquilo amor por sí mismo. Es la simbiosis madre-hijo, su centralidad en la vida del individuo, lo que hace de la presencia, posiblemente feliz, de la madre en los primeros años de vida un pilar de la existencia individual. Por la misma razón, la prolongada o frecuente ausencia de la madre en la relación con el hijo en esos años decisivos, hoy impuesta a menudo por las reglas y las costumbres de la sociedad occidental postindustrial, produce después una serie de daños constantemente observados en la experiencia clínica. Desde una carente percepción de sí mismo como sujeto autónomo, a la falta de amor por sí mismo, a un general debilitamiento del instinto vital, al desprecio por el propio cuerpo y por el alimento destinado a mantenerlo en vida, etcétera.

El enorme significado de la prolongada simbiosis con la madre, en la vida del individuo, es lo que hace tan importante su terminación, decisiva la manera y los tiempos en que tiene lugar. Si la separación no se realiza correctamente, el individuo corre el riesgo de ser durante toda su vida un infante que llora por el objeto amado del cual ha sido separado, y busca en una estéril petición narcisista su mirada de aprobación.

[…] La ruptura, también simbólica, de la unión que funde el niño con la madre ha sido siempre considerada un momento decisivo. Un episodio que al mismo tiempo funda la “nueva” personalidad adulta del individuo que abandona la infancia y junto a ello “refunda” la misma sociedad en la que está destinado a participar, gracias a las fuerzas nuevas que el adepto aporta al grupo. […]

Ser arrancados de los brazos de la madre, como ciertos pueblos tradicionales representan sus ritos iniciáticos, es ya (antes de cualquier otra herida, que normalmente sigue a ese primer gesto) un dolor, y una pérdida decisiva. Sobre ese dolor, y sobre esa pérdida, durante milenios han sido edificadas tanto la personalidad adulta de quien la vivía como la sociedad de la que los “iniciados” entraban a formar parte. La capacidad de soportar todos los dolores sucesivos, y las pérdidas, se fundaba, para estos individuos que se encaminaban a la edad adulta, sobre esta primera herida, sobre este primer dolor, que los transformaba, convirtiendo a los hijos en hombres y en futuros padres.

La sociedad occidental ha decicido, por primera vez en la historia del mundo, prescindir de iniciaciones. Se quiere crecer sin heridas, sin pérdidas […] Desde el punto de vista psicológico el precio pagado por el rechazo a  la separación del hijo, que debe realizar el padre, y su elevación hacia el cielo [como en aquellos ritos de iniciación] es la renuncia a una sociedad de adultos. Hombres y mujeres no son más que “eternos muchachos” y permanecen toda su vida en el plano horizontal de la necesidad, prisioneros de una continua infancia, fatalmente marcada por la depresión, y por la neurosis que castiga toda infracción a las leyes de la naturaleza. […]


El padre y la renuncia a la omnipotencia

EL niño que entra en la relación con el padre, con el hombre adulto, portador de la norma, experimenta que no es omnipotente, que está vinculado por unas reglas, a veces penosas, que debe respetar. Esta aceptación, dolorosa, sin embargo libera del ansia. Cualquier psicólogo, y cualquier educador, conoce bien el ansia característica del niño mimado, al que se le ha intentado evitar la experiencia del límite, de la prohibición, de la regla. El niño se vuelve cada vez más rebelde, hasta desafiar incesantemente el mundo de los adultos y de la autoridad. Aparentemente lo hace por descaro y prepotencia. A un nivel más profundo, en realidad, busca desesperadamente recibir una contención, un freno, una norma. Necesita que le digan: “Esto no debes hacerlo”, y busca por todos los medios satisfacer su necesidad de una Ley.

Una experiencia de esta instintiva búsqueda de la norma se pudo observar, a menudo con sorpresa por parte de los responsables, en muchos de aquellos “jardines de infancia antiautoritarios” que florecieron, sobre todo en las metrópolis, en los años alrededor del 1968, como parte de la búsqueda política y social de la época. Partiendo de la hipótesis de que toda represión era “castrante”, inútil y dañina, se intentó poner a los niños en condiciones de absoluta libertad. Los comportamientos que se manifestaron entre los pequeños fueron esencialmente dos.

En el mejor de los casos se observó una especie de general depresión: sin normas, el niño no sabía qué hacer, incluso jugar se volvía difícil. Los niños solicitaban directivas, estímulos, órdenes, prohibiciones.

A menudo, sin embargo, donde el principio del “antiautoritarismo” fue aplicado de manera más radical, coherente a su manera, fue constatado en los niños (que normalmente entraban a partir de un año y medio de edad) una regresión hacia una especie de marasmo psicótico, un deslizamiento hacia niveles de total desorganización psicofísica, lo que convenció a los operadores mas responsables a abandonar el método, o a cerrar la escuela. Aquella experiencia tuvo por lo menos el mérito de una experimentacion radical, que demostró claramente la impracticabilidad pedagógica del método antiautoritario. El principo de autoridad es constitutivo de la personalidad, y una condición para su desarrollo.

La sociedad que continuó tras el ’68 es la misma que lo había precedido, contra cuya hipocresía el movimiento confusamente intentaba  reaccionar. Es la sociedad de la ausencia del padre, esto es de la ausencia de la norma moral, progresivamente sustituida por la multiplicación de los dispositivos judiciales, y de los reglamentos burocráticos. En esta sociedad, el límite que el niño espera no se imparte nunca claramente, francamente. El ansia del niño crece entonces hasta alcanzar niveles muy peligrosos.

También es esta ansia, que tiene su origen en una petición no satisfecha de normas, la que genera el famoso ADHD, el síndrome de invención americana llamado “desorden de atención por hiperactividad” (Attention Deficit Hyperactivity Disorder). En todo el mundo occidental, pero especialmente en Estados Unidos, se cura con el estimulante Ritalin (un metilfenidato, que es una anfetamina, del tipo de las “prohibidas” a los chavales en la discoteca), y con el antidepresivo Prozac, producidos por dos de las más potentes multinacionales del sector. Hasta hace pocos años el ADHD parecía estar difundido sólo en EEUU, mientras en Europa de frente a estas manifestaciones infantiles aún había maestros dispuestos a recurrir a los tradicionales métodos disciplinarios, que infligían “heridas” narcisistas las cuales absorbian, cicatrizándose, las energías en exceso, y aplacaban el ansia, a través de la contención normativa. En los últimos años, en cambio, con los eslóganes de la political correctness penetrados también en la pedagogía, y el creciente descrédito de la intervención disciplinaria (más gravoso para el educador, y para los padres que deben confirmarlo en casa), el síndrome “desorden de atención por hiperactividad” se ha difundido fuertemente también en Europa y en Italia, así como el uso de las relativas drogas químicas para hacerle frente.

Un aspecto trágico de esta tendencia es que en muchos de estos casos, apresuradamente clasificados como ADHD, la falta de normas ha provocado en el individuo niveles de ansia y tan elevados, una falta de autoestima tal (además de carencias culturales importantes) que no han permitido la constitución de un sujeto que pueda afrontar la relación psicoterapéutica, y tampoco las relaciones en la vida cotidiana. No habiendo un sujeto, ya no es posible tampoco la relación, y el recurso a los fármacos, para contener los comportamientos más destructivos, se hace entonces gradualmente inevitable. Tales desastres son causados, sin embargo, en la grandísima mayoría de los casos, por la falta de contención y direcciones formativas fundamentales en la experiencia afectiva y educativa del niño.

La ausencia de la experiencia de la pérdida genera en efecto ansia.

Mientras en cambio es precisamente el conocimiento, la vivencia consciente de la pérdida, lo que quita cualquier temor, y finalmente solvit metus [disuelve la ansiedad]. Es justamente la conciencia de lo “perdido” para siempre, que en la vida humana está representado por la unidad omnipotente madre-hijo, lo que libera de toda ansia de omnipotencia. Y hoy en día, también de inmortalidad. Delirio angustioso el de la muerte aplazada para siempre, cada vez más frecuente hoy, y en línea con el estilo de la cultura dominante, con sus pretensiones paranoicas de decidir sobre la vida y la muerte. […]

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