Fragmento del Capítulo 1 de “El padre, el ausente inaceptable” de Claudio Risé
[En el primer
capítulo de su libro, Risé enseguida precisa el papel esencial de la figura
paterna en la formación del ser humano. Bastan los breves extractos que aquí
traduzco para tener una primera medida de la miseria de la ideología
antipaterna y de la pedagogía antiautoritaria estrechamente ligada a ésta, así
como de los daños inmensos que tales ideas están haciendo. En efecto la
demagogia progresista sigue ignorando, por motivos ideológicos, las
experiencias que indican los enormes daños producidos por la pedagogía
antiautoritaria y lamentablemente la educación hoy en día, y muy especialmente
en nuestro país, sigue basándose en gran medida en estas ideas fracasadas y
demostradamente dañinas.]
La huella del padre
¿Cuál
es la huella, la marca del padre? ¿Qué le falta al hijo que no ha vivido su
presencia? […] ¿Qué es lo que hace profundamente distinto a quien ha recibido
ese signo, que en él se ha imprimido, respecto al hijo al que esta experiencia
le falta?
La
huella del padre es la de la herida. El dolor, el golpe producido por la
pérdida. El escenario que lo expresa de manera completa, para todo individuo,
para todos los tiempos, es el evento que se produce en el Gólgota: el hijo que
es herido, en el nombre del Padre. El padre te conduce a la herida, te inicia
en el sentido del dolor […]
El
padre enseña que la vida no es sólo satisfacción, aprobación, ser tranquilizado,
sino también pérdida, privación, fatiga. Las experiencias más profundas,
empezando por el amor, tienen su origen y toman forma justamente partiendo de
esa pérdida. En la vida del hombre, el padre transmite la enseñanza de la
herida porque su función primaria psicológica y simbólica es la de organizar,
dar un objetivo, a la materia en la cual el hijo ha permanecido inmerso durante
la relación primaria con la madre, que por sí misma tendería simplemente a la
continuación de la situación existente. Por esto el padrre inflige la primera
herida, afectiva y psicológica, interrumpiendo la simbiosis con la madre […] Quien
ha recibido el signo del padre lleva en su organismo psicofísico la marca de la
pérdida, como herida profunda, bien visible aunque esté cicatrizada. Este
golpe, doloroso, hace a quien lo recibe más fuerte: cuando la pérdida llegue,
experiencia no evitable en la vida humana, no lo destruirá psicológicamente y
espiritualmente. Al contrario, sabrá extraer de ello el jugo más precioso: el
amor. Amor por sí mismo, amor por los demás: ambos de templan en la experiencia
de la pérdida, no en la vanidad del éxito, y tampoco en la ilusoria seguridad
de la posesión. […]
El
hijo que no ha recibido la enseñanza paterna, por ejemplo porque el padre, como
tantos hombres hoy en día, no quería saber nada de heridas […] no siente nada.
En él no se enciende jamás la conciencia de ningún dolor, si acaso sustituido
por una sorda, a veces oculta, depresión. Este hombre que se cree sin heridas,
de plástico como el juguete Big Jim, el hombre moderno, que no ha contemplado
nunca el misterio de la Pasión, no puede ser a su vez, profundamente, padre.
La
primera herida, que el padre trae consigo, y provoca en el hijo, es la
separación de la simbiosis con la madre. El hijo vive en una fusión con la
madre desde el momento de la concepción. Antes del nacimiento la simbiosis es
completa: se encuetra en el cuerpo de la madre y vive a través de sus órganos.
A partir de un cierto momento, sin embargo, la misma psique del niño comienza a
sentir esta simbiosis total como sofocante y anti-vital. Entonces empieza el
proceso de salida del cuerpo materno, que culmina con el momento del
nacimiento. Sin embargo el primer llanto sanciona solamente el fin en el
aspecto corporal, y sólo parcialmente (el niño por ejemplo debe seguir
alimentándose del cuerpo de la madre, con la leche materna) de la simbiosis
madre-hijo. Es necesario que esta unión vital continúe, de la manera más plena posible,
aún por mucho tiempo: plenamente hasta los tres años, de manera menos completa
hasta los cinco, para ser ulteriormente reducida hasta los siete. Durante todos
estos años, el primer septenio, la aportación de la madre a la existencia, y a
la misma formación psicológica del niño, es decisiva. En la relación con la madre
aprende a percibir el propio cuerpo, y a sí mismo como ser diferenciado […]
Además, del calor y del afecto que la madre siente por el hijo, y expresa a
través de la mirada y las caricias, en breve de cada gesto materno, dependerá
después el amor que el hijo sentirá por sí mismo, su capacidad de cuidar de sí
mismo, de “quererse bien”. Por tanto, también la capacidad de amar realmente a
los demás, que siempre se basa en esta experiencia primaria de un tranquilo
amor por sí mismo. Es la simbiosis madre-hijo, su centralidad en la vida del
individuo, lo que hace de la presencia, posiblemente feliz, de la madre en los
primeros años de vida un pilar de la existencia individual. Por la misma razón,
la prolongada o frecuente ausencia de la madre en la relación con el hijo en
esos años decisivos, hoy impuesta a menudo por las reglas y las costumbres de
la sociedad occidental postindustrial, produce después una serie de daños
constantemente observados en la experiencia clínica. Desde una carente
percepción de sí mismo como sujeto autónomo, a la falta de amor por sí mismo, a
un general debilitamiento del instinto vital, al desprecio por el propio cuerpo
y por el alimento destinado a mantenerlo en vida, etcétera.
El
enorme significado de la prolongada simbiosis con la madre, en la vida del
individuo, es lo que hace tan importante su terminación, decisiva la manera y
los tiempos en que tiene lugar. Si la separación no se realiza correctamente,
el individuo corre el riesgo de ser durante toda su vida un infante que llora
por el objeto amado del cual ha sido separado, y busca en una estéril petición
narcisista su mirada de aprobación.
[…]
La ruptura, también simbólica, de la unión que funde el niño con la madre ha
sido siempre considerada un momento decisivo. Un episodio que al mismo tiempo
funda la “nueva” personalidad adulta del individuo que abandona la infancia y
junto a ello “refunda” la misma sociedad en la que está destinado a participar,
gracias a las fuerzas nuevas que el adepto aporta al grupo. […]
Ser
arrancados de los brazos de la madre, como ciertos pueblos tradicionales
representan sus ritos iniciáticos, es ya (antes de cualquier otra herida, que
normalmente sigue a ese primer gesto) un dolor, y una pérdida decisiva. Sobre
ese dolor, y sobre esa pérdida, durante milenios han sido edificadas tanto la
personalidad adulta de quien la vivía como la sociedad de la que los
“iniciados” entraban a formar parte. La capacidad de soportar todos los dolores
sucesivos, y las pérdidas, se fundaba, para estos individuos que se encaminaban
a la edad adulta, sobre esta primera herida, sobre este primer dolor, que los
transformaba, convirtiendo a los hijos en hombres y en futuros padres.
La
sociedad occidental ha decicido, por primera vez en la historia del mundo,
prescindir de iniciaciones. Se quiere crecer sin heridas, sin pérdidas […]
Desde el punto de vista psicológico el precio pagado por el rechazo a la separación del hijo, que debe realizar el
padre, y su elevación hacia el cielo [como en aquellos ritos de iniciación] es
la renuncia a una sociedad de adultos. Hombres y mujeres no son más que
“eternos muchachos” y permanecen toda su vida en el plano horizontal de la
necesidad, prisioneros de una continua infancia, fatalmente marcada por la
depresión, y por la neurosis que castiga toda infracción a las leyes de la naturaleza.
[…]
El padre y la renuncia a la omnipotencia
EL
niño que entra en la relación con el padre, con el hombre adulto, portador de
la norma, experimenta que no es omnipotente, que está vinculado por unas reglas,
a veces penosas, que debe respetar. Esta aceptación, dolorosa, sin embargo
libera del ansia. Cualquier psicólogo, y cualquier educador, conoce bien el
ansia característica del niño mimado, al que se le ha intentado evitar la
experiencia del límite, de la prohibición, de la regla. El niño se vuelve cada
vez más rebelde, hasta desafiar incesantemente el mundo de los adultos y de la
autoridad. Aparentemente lo hace por descaro y prepotencia. A un nivel más
profundo, en realidad, busca desesperadamente recibir una contención, un freno,
una norma. Necesita que le digan: “Esto
no debes hacerlo”, y busca por todos los medios satisfacer su necesidad de
una Ley.
Una
experiencia de esta instintiva búsqueda de la norma se pudo observar, a menudo
con sorpresa por parte de los responsables, en muchos de aquellos “jardines de infancia antiautoritarios” que
florecieron, sobre todo en las metrópolis, en los años alrededor del 1968, como
parte de la búsqueda política y social de la época. Partiendo de la hipótesis
de que toda represión era “castrante”, inútil y dañina, se intentó poner a los
niños en condiciones de absoluta libertad. Los comportamientos que se
manifestaron entre los pequeños fueron esencialmente dos.
En
el mejor de los casos se observó una especie de general depresión: sin normas,
el niño no sabía qué hacer, incluso jugar se volvía difícil. Los niños
solicitaban directivas, estímulos, órdenes, prohibiciones.
A
menudo, sin embargo, donde el principio del “antiautoritarismo” fue aplicado de
manera más radical, coherente a su manera, fue constatado en los niños (que
normalmente entraban a partir de un año y medio de edad) una regresión hacia
una especie de marasmo psicótico, un deslizamiento hacia niveles de total
desorganización psicofísica, lo que convenció a los operadores mas responsables
a abandonar el método, o a cerrar la escuela. Aquella experiencia tuvo por lo
menos el mérito de una experimentacion radical, que demostró claramente la
impracticabilidad pedagógica del método antiautoritario. El principo de
autoridad es constitutivo de la personalidad, y una condición para su
desarrollo.
La
sociedad que continuó tras el ’68 es la misma que lo había precedido, contra
cuya hipocresía el movimiento confusamente intentaba reaccionar. Es la sociedad de la ausencia del
padre, esto es de la ausencia de la norma moral, progresivamente sustituida por
la multiplicación de los dispositivos judiciales, y de los reglamentos
burocráticos. En esta sociedad, el límite que el niño espera no se imparte
nunca claramente, francamente. El ansia del niño crece entonces hasta alcanzar
niveles muy peligrosos.
También
es esta ansia, que tiene su origen en una petición no satisfecha de normas, la
que genera el famoso ADHD, el síndrome de invención americana llamado “desorden
de atención por hiperactividad” (Attention
Deficit Hyperactivity Disorder). En todo el mundo occidental, pero
especialmente en Estados Unidos, se cura con el estimulante Ritalin (un metilfenidato, que es una
anfetamina, del tipo de las “prohibidas” a los chavales en la discoteca), y con
el antidepresivo Prozac, producidos
por dos de las más potentes multinacionales del sector. Hasta hace pocos años
el ADHD parecía estar difundido sólo en EEUU, mientras en Europa de frente a
estas manifestaciones infantiles aún había maestros dispuestos a recurrir a los
tradicionales métodos disciplinarios, que infligían “heridas” narcisistas las
cuales absorbian, cicatrizándose, las energías en exceso, y aplacaban el ansia,
a través de la contención normativa. En
los últimos años, en cambio, con los eslóganes de la political correctness penetrados también en la pedagogía, y el
creciente descrédito de la intervención disciplinaria (más gravoso para el
educador, y para los padres que deben confirmarlo en casa), el síndrome “desorden
de atención por hiperactividad” se ha difundido fuertemente también en Europa y
en Italia, así como el uso de las relativas drogas químicas para hacerle
frente.
Un
aspecto trágico de esta tendencia es que en muchos de estos casos,
apresuradamente clasificados como ADHD, la falta de normas ha provocado en el
individuo niveles de ansia y tan elevados, una falta de autoestima tal (además
de carencias culturales importantes) que no han permitido la constitución de un
sujeto que pueda afrontar la relación psicoterapéutica, y tampoco las
relaciones en la vida cotidiana. No habiendo un sujeto, ya no es posible
tampoco la relación, y el recurso a los fármacos, para contener los comportamientos
más destructivos, se hace entonces gradualmente inevitable. Tales desastres son
causados, sin embargo, en la grandísima mayoría de los casos, por la falta de
contención y direcciones formativas fundamentales en la experiencia afectiva y
educativa del niño.
La
ausencia de la experiencia de la pérdida genera en efecto ansia.
Mientras
en cambio es precisamente el conocimiento, la vivencia consciente de la pérdida,
lo que quita cualquier temor, y finalmente solvit
metus [disuelve la ansiedad]. Es justamente
la conciencia de lo “perdido” para siempre, que en la vida humana está
representado por la unidad omnipotente madre-hijo, lo que libera de toda ansia
de omnipotencia. Y hoy en día, también de inmortalidad. Delirio angustioso el
de la muerte aplazada para siempre, cada vez más frecuente hoy, y en línea con
el estilo de la cultura dominante, con sus pretensiones paranoicas de decidir
sobre la vida y la muerte. […]
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