"Hubo un tiempo en que el pensamiento era divino, luego se hizo hombre, y ahora se ha hecho plebe. Un siglo más de lectores y el Espíritu se pudrirá, apestará"

Friedrich Nietzsche

sábado, 20 de julio de 2013

PLEGARIA DEL PARACAIDISTA



[Como he hecho en el Blog del Oso, publico algunos artículos que tenía pendientes y me despido de los lectores hasta Septiembre, cuando retomaré la actividad de este blog. Me parece oportuno como última entrada antes del verano la "plegaria del paracaidista", hermoso y formativo texto en esta época de mediocridad y flojera. Seguramente más de un lector la conocerá y no es un texto inédito en español, pero como en otros casos análogos pienso que vale la pena publicarla aquí. La "plegaria" fue encontrada en un papel, cuidadosamente doblado, en el bolsillo de la guerrera de André Zirnheld, soldado del SAS británico muerto en combate en Abril de 1942 en el desierto libio.] 


Me dirijo a ti, mi Dios, porque sólo tú puedes dar lo que uno lleva dentro.


Dame, Dios mío, lo que te sobra


Dame lo que nadie te pide nunca


No te pido el reposo


Ni la tranquilidad


Ni la del alma, ni la del cuerpo


No te pido la riqueza


Ni el éxito, ni siquiera la salud.


Todo eso te lo piden tanto


Que ya no debes tener más.


Dame, Dios mío, lo que te sobra


 Dame lo que los demás rechazan


Yo quiero la inseguridad y la inquietud


La tormenta y la pelea


Y te pido que me lo des, Dios mío, definitivamente.


Que yo pueda estar seguro de tenerlo siempre.


Porque no siempre tendré coraje


Para pedírtelo


Dame, Dios mío, lo que te sobra


Dame lo que nadie quiere.


Pero dame también el coraje


Y la fuerza y la fe


Porque sólo tú puedes dar lo que uno lleva dentro.

EL DEFECTO FUNDAMENTAL DE LA MUJER



El defecto fundamental de la mujer no es la injusticia sino la sed de poder

Francesco Lamendola

Para Schopenhauer, autor de un libelo de diecisiete capítulos sobre “El arte de tratar a las mujeres”, el defecto fundamental de la mujer es la injusticia, porque siendo más débil que el varón, para prevalecer no puede recurrir a la fuerza, sino que debe recurrir a la astucia.

Esta nos parece una tesis bastante débil, por lo menos por dos razones. La primera es que, en cualquier contienda, cada uno lucha como puede y con las armas que tiene; sería muy distinto, y algo mucho más interesante, preguntarse porqué la relación entre el hombre y la mujer deba degenerar sistemáticamente en una confrontación que debe terminar con un vencedor y un vencido. Pregunta incómoda, pero que valdría la pena plantearse, en vez de declarar que la mujer se sirve de una estrategia basada sobre la astucia. Sería también interesante preguntarse si la relación de la mujer con las demás mujeres está basada esencialmente en un espíritu de competición; porque si así fuera –como creemos y hemos sostenido otras veces- entonces habría que reflexionar sobre la enraizada tendencia agresiva y prevaricadora de la mujer, independientemente de que se encuentre de frente a un varón o a otra persona de su sexo.

La segunda razón es que la falta de sentido de la justicia no es, nos parece, una consecuencia del uso de medios taimados en la lucha sino, acaso, es la causa: el sentido de la justicia o se posee o no se posee. En el primer caso se tiende a actuar siempre lealmente con el prójimo y también con el adversario; en el segundo se tiende a un comportamiento taimado y desleal, para alcanzar el objetivo prefijado. Por tanto, si la mujer está privada del sentido de la justicia o lo tiene en medida insuficiente, ello no deriva de su presunta “debilidad” de frente al sexo masculino. ¿Quién dice, además, que la mujer sea más débil?

¿A nivel físico? Para nada: se ha observado repetidas veces, por ejemplo cuando una caravana de emigrantes debía pasar el invierno en el corazón de las montañas, sin provisiones y sin la posibilidad de alimentar el fuego (como sucedió en la trágica expedición Donner, diezmada por el hielo en Sierra Nevada en 1846-1847), que las mujeres conseguían sobrevivir más que los varones, demostrando poserr un físico más robusto y adaptable, aunque generalmente menos musculoso: pero la musculatura no es sinónimo de la fuerza global.

¿A nivel moral? También aquí se podrían citar muchos ejemplos para mostrar que, en tema de fuerza de ánimo y capacidad de afrontar las más duras adversidades de la vida, la mujer, hablando en general, está mucho más dotada que el hombre y se las sabe arreglar mucho mejor. Es ella el sexo fuerte, no el masculino.

Por tanto habría que darle la vuelta al razonamiento de Schopenhauer (en verdad no puede decirse que haya dado lo mejor de sí mismo como pensador en este librito, aunque también es pueril acusarlo de misoginia, sólo porque hablaba de las mujeres sin temor reverencial o, como dicen los psicoanalistas, sólo porque tuvo una relación difícil con la madre). La mujer siendo el sexo fuerte no teme medirse con el hombre. Sabe que en paridad de condiciones muy probablemente terminará venciendo, también porque el varón, en su inmensa ingenuidad, considera poco decoroso querer prevalecer sobre una criatura débil e indefensa, y a menudo baja las armas resignándose a a la derrota por pura caballerosidad.

Sobre la falta de sentido de la justicia, puede que Schopenhauer, no obstante lo ilógico de su razonamiento, haya dado en el clavo cuando llega a sus conclusiones; quizás la mujer adolece más que el hombre de esta falta, considerando la extremada desenvoltura con que la mujer pasa por encima de las promesas más apasionadas y reconstruye la propia vida tras las separaciones más dolorosas, con una falta de escrúpulos y de remordimientos que dejan estupefactos a muchos hombres (es inútil apuntar que también algunos hombres muestran el mismo comportamiento, sin embargo estamos convencidos de que no es típicamente masculino, mientras sí es típicamente femenino).

Si mantener las promesas o considerar sacro un juramento es índice de sentido de la justicia; si lo es aborrecer las malas acciones, como conquistar la confianza de otro ser humano y luego usarlo según la propia conveniencia, dejándolo cuando ya no sirve, entonces este defecto es ciertamente más típico de la mujer que del varón. Y ello se puede observar tanto en las relaciones de la mujer con el hombre, como en las relaciones de la mujer con las otras mujeres, y particularmente con las que parecían ser sus amigas más íntimas.

Lo repetimos: hay también hombres que se comportan así con sus amantes, con sus amigas y sus amigos, sin sentir remordimientos ni vergüenza: pero esta no es la norma, por lo menos para un verdadero hombre; para un hombre de verdad, comportarse así es inconcebible. Cuando actúa de tal manera, quizá también recurra a calumnias, murmuraciones e insinuaciones para atacar a sus adversarios, y todo ello significa que en él está presente una fortísima componente femenina. Y como es evidente, no se trata de la mejor y la más digna de admiración.

De cualquier manera, no nos parece que la injusticia sea el defecto esencial de las mujeres, aun siendo ciertamente uno de sus defectos más marcados; y siempre con las debidas excepciones, como demuestra el caso de la Antígona de Sófocles que arriesga la vida en su desafío contra una ley moralmente injusta, para dar dignos honores fúnebres al cuerpo del hermano Polínice. Pero Antígona es, precisamente, la excepción que confirma la regla.

No. El defecto fundamental de las mujeres es a nuestro parecer la firme, tenaz, aunque generalmente bien disimulada, voluntad de dominio, de ejercer un control sobre los demás, de imponer su paso y el ritmo que ellas deciden, recurriendo a todas las estrategias posbles para alcanzar este fin. El disimulo, la ocultación, la mentira, la traición a la palabra dada, son por ellas utilizadas –sin el menor escrúpulo y con rarísimas manifestacones de arrepentimiento- en la medida en que pueden conducir al  resultado deseado.

La mujer, más que el hombre, está devorada por una abrasadora sed de poder: expresión que hay que tomar en su significado más amplio y general, no sólo en el campo de la política. Aunque por otra parte los ejemplos de Zenobia, de Marozia, de Isabel de Inglaterra, de Golda Meir e Indira Gandhi, sólo por nombrar algunas, muestran suficientemente cúan lejos de la verdad están los que afirman que el genio de la mujer no es esencialmente político o, en cualquier caso, lo es en medida infinitamente menor que el del hombre.

El poder político es sólo un aspecto, es verdad que el más aparente, pero en nuestra opinión no el que más a fondo llega e impregna la vida y la sociedad. Si nos preguntamos quién tiene el poder en muchísimas parejas, en muchísimas familias, en muchísimas oficinas, en muchísimas instituciones, sean públicas o privadas, se terminará constatando cómo la mujer, actuando de manera menos llamativa y evidente, pero mucho más sutil y determinada que el hombre, ha conseguido conquistar posiciones de absoluta preeminencia, que a menudo son prácticamente inexpugnables. La gran mayoría de las mujeres no aman una relación de paridad: desean prevalecer. Pero son lo bastante listas para no dejarlo ver, por lo cual actúan con extremada habilidad para disimular su objetivo, que es el de conquistar una posición de poder, generalmente afectivo, desde la cual imponer a la otra parte –hijos, maridos, amigos, amigas, colegas, amantes, etcétera- la línea de conducta más ventajosa para ellas. En particular reservándose la posibilidad de concederse o negarse cuando y cómo lo desean y sin que a la otra parte le sea reconocido un análogo derecho.

Así, lo que ellas ni conceden ni perdonan a los demás, se lo reservan para ellas mismas con total tranquilidad y, casi se diría, con total inocencia, si fuese posible usar sin sonrojarse la palabra en este contexto; consideran natural, e incluso un deber, que los demás se adapten con paciencia a todos sus humores, a su avanzar y retroceder; pero no aceptarían nunca, ellas, tener que adaptarse a comportamientos análogos por parte de los demás.

La mayor parte de las mujeres están acostumbradas a no conceder nada, ni siquiera una sonrisa, sin que haya detrás un cálculo preciso, y siempre cuidando de que cualquier mínima concesión por su parte tome la forma de un don generoso que los otros, si fuera por ellos, no se merecerían; así son propensas a retirar en cualquier momento todos aquellos gestos o comportamientos que han generado esperanzas o expectativas en los demás, y siempre con el mismo fin: evitar el ponerse en la posición de “deber” algo a alguien, evitar dejarse apresar en esquemas que se puedan preveer y menos aún dar por sentados.

En resumen, la mujer quiere ser siempre la que lleve la batuta en el juego, en cualquier juego, también en los que no quiere participar: porque raramente será tan directa que diga “no” y basta; muy probablemente mantendrá a los otros en la duda, dejando entreabierta la puerta tras de sí, sin decir de manerta categórica ni sí ni no. Lo que en los demás, y especialmente en el varón, juzgaría una intolerable descortesía, por su parte lo hace tranquilamente, y se sorprendería mucho si alguien le hiciera notar cúan ensordecedoras sean sus inesperadas desapariciones y cuán invasivas sus entradas, igualmente repentinas.

No hay nada de pérfido, de diabólico, en todo esto; y no hay nada de misógino en decir tales cosas. Las mujeres no son pérfidas o diabólicas porque persiguen el poder: probablemente lo hacen por un instinto ancestral, que tiene que ver con la maternidad y con la responsabilidad de proteger a los hijos y de asegurar la colaboración del padre.

Cierto, como todos los instintos también este habría que tenerlo controlado con la razón y con la voluntad, para evitar que llegue más lejos de lo que es necesario y justo, terminando por volverse destructivo, en el sentido de que llega a entrar en conflicto con los mismos objetivos que son su razón de ser.

Por ejemplo, una madre excesivamente celosa y posesiva terminará por inducir a los hijos a alejarse de ella; pero no del modo que es justo y natural, como los aguiluchos que cuando llega el momento levantan el vuelo y se van del nido; sino de manera negativa, con acritud y con ásperas recriminaciones por ambas partes.

Lo mismo vale para el instinto de la mujer que quiere retener consigo al propio hombre, el padre de sus hijos: si el juego se ve demasiado claramente, el hombre siente que se ahoga, se siente manipulado y encerrado en una jaula y termina, antes o después, por escapar de una relación que al final le parecerá una auténtica prisión.

La verdadera habilidad de la mujer está en perseguir sus finalidades de poder sin dejar que se note demasiado, es más sin que se vea mínimamente; de una mujer así se dice que tiene estilo, clase, etcétera.

Es casi inútil observar que la verdadera mujer de clase no es simplemente la que consigue disimular sus juegos de poder, sea en la pareja, en la familia o en el ambiente de trabajo, sino la que logra mantener su propio instinto de poder dentro de unos límites razonables, y a construir con las otras personas relaciones basadas en la medida de lo posible sobre la confianza, la justicia, la sinceridad de los sentimientos.

Sólo una mujer de este tipo conseguirá encontrar receptividad en personas de calidad, sean hijos o maridos o amigas o cualquier otro: porque lo similar atrae a lo similar y la tendencia a manipular funciona como catalizador de otras tendencias, no precisamente nobles, en el ánimo humano: la tendencia a comportarse de manera taimada, a intrigar, a engañar, a instrumentalizar al otro.

En breve, se cosecha lo que se ha sembrado; y querer ejercer un control egoísta sobre el otro no puede más que producir los frutos amargos de la falta de armonía y la infelicidad, que dejan tras de sí largas secuelas de decepción, rencor e incluso deseos de venganza. El tipo femenino mejor no es, por tanto, el que no conoce el instinto de dominio y de manipulación sobre los demás, sino el que lucha victoriosamente contra sus excesos y consigue transformar en virtudes admirables las que, de otra manera, se revelan inevitablemente como defectos más bien graves.

Sólo este tipo fermenino “superior” puede ser una madre amorosa, sin ser sofocante; una hija afectuosa, sin estar sometida; una colega de trabajo disponible y generosa, sin perder su personalidad; y una compañera leal y apasionada del hombre.

EL CORTOCIRCUITO DE LAS CULTURAS SUPERIORES


Massimo Fini
Il Gazzettino, 8 giugno 2012



Claude Lévi-Strauss, filósofo y antropólogo francés, dividía las sociedades en “frías” y “calientes”. Las primeras son tendencialmente estáticas y privilegian el equilibrio y la armonía en detrimento de la eficiencia económica y tecnológica. Las segundas, a las cuales pertenece la nuestra, son dinámicas y escogen la eficiencia y el desarrollo económico en perjuicio sin embargo del equilibrio, puesto que “producen entropía, desorden, conflictos sociales y luchas políticas, contra todo lo cual los primitivos se protegen y quizás de manera más consciente y sistemática de cuanto suponemos”. No existen por tanto “culturas inferiores” y “culturas superiores”. Se trata simplemente de sociedades diversas que parten de presupuestos diversos, cada una de las cuales desarrolla solamente algunas de las potencialidades, y no las otras, presentes en la naturaleza humana.



De cualquier manera el problema de las sociedades dinámicas es que terminan por ser ahogadas por su mismo dinamismo y por fracasar justamente en el terreno económico, que es donde han apostado todo, marginalizando las demás exigencias humanas. Estas sociedades en efecto no sólo no pueden dar marcha atrás sino que no pueden ni siquiera mantener la velocidad adquirida, deben siempre aumentarla. Cuando esto ya no es posible la cinta se rebobina hacia atrás con velocidad supersónica consumiendo en poquísimo tiempo lo que había sido adquirido en siglos de marcha triunfal. Este es el riesgo que corremos nosotros, hoy.



Hagamos un ejemplo mínimo que se refiere a la situación italiana, pero cuyo significado puede ser extendido a todo el modelo de desarrollo occidental, basado en el crecimiento infinito. La otra noche estaba participando en un debate con el diputado Roberto Rosso, del PdL [NOTA: Partido de Berlusconi] quien sostenía que los dependientes píublicos son una enormidad, tres millones y medio, y era necesario redimensionarlos drásticamente.



“De acuerdo”, repliqué. “Supongamos que sea posible quitar de enmedio un millón usando algún ‘amortizador social’. Pero este millón perderá mucha de su capacidad adquisitiva creando dificultades a las empresas, que se verán obligadas a prescindir de empleados y obreros quienes perderán, a su vez, poder adquisitivo y capacidad de consumo, originando por tanto ulteriores dificultades para las empresas, que deberán liberarse de más personal o cerrar, en un círculo del cual no se ve el final.”



Es solamente un ejemplo. Pero toda la situación actual está plagada de estos bloqueos, comenzando por el binomio inconciliable de rigor y crecimiento, evocado talmúdicamente en todos los discursos, por el gobierno, por políticos, economistas, sindicatos, cuando ya no se puede crecer más.



Y viene la hórrida sospecha de que quizá no se equivocasen totalmente aquellos primitivos que se han negado a entrar en el maravilloso mundo de la “cultura superior” y por lo menos se han ahorrado el estrés cotidiano del spread, del FTSI y el MIB, de la Bolsa, de los mercados, de la spending review, de los tipos de interés, las hipotecas, la BCE, la FED, el FMI, el IBAN, el ABE, el PIN, las contraseñas, el iPhone, el iPad, del tablet, de la TDT, del cable para la HDTV; y la frustración, sobre la cual el tinglado se sostiene, de ver pasar al vecino con el BMW mientras tú te tienes que conformar, como Fantozzi [NOTA: Personaje cómico italiano símbolo del pobre capullo, el empleado medio frustrado y desafortunado],  con un utilitario.

DEMOCRACIA Y VIOLENCIA



Massimo Fini

Il Fatto Quotidiano, 16 giugno 2012





El periódico “Il Foglio” nos informa de que la “filósofa feminista” Luisa Muraro en un panfleto que lleva el título de ’Dios es violento’ reflexiona sobre la legitimidad del uso de la violencia en una democracia, contra el mismo poder democrático. Ha surgido de esto un debate en el cual han intervenido, sobre todo, feministas más o menos históricas, que con gran desenvoltura han olvidado sus mantras sobre la ‘no violencia’ con la cual nos han inflado los cojones a todos durante decenios, tendiendo a dar una respuesta afirmativa, aunque en términos suficientemente retorcidos como para poder esconder la mano tras haber arrojado la piedra. 



En verdad esta cuestión yo la había planteado ya en 2004 con un libro, “Súbditos. Manifiesto contra la democracia” [NOTA: libro del cual han sido publicados amplios extractos en este blog] que tuvo buena aceptación entre el público (150.000 copias, a día de hoy) pero fue silenciado por la ‘intelligentsiya’. No entiendo (o quizás entiendo demasiado bien) porqué si ciertas cosas las dice la Muraro merecen consideración mientras que si las digo yo, incluso con una cierta antelación, no. Pero dejemos esto. Es un mérito indudable de la Muraro haber escogido el momento justo. Porque después de medio siglo de opresión partidocrática que nos ha llevado donde ahora estamos, y no sólo desde el punto de vista económico, hay en la calle –es inútil ignorarlo- muchas ganas de llegar a las manos.  



La cosa es obviamente delicadísima. Por razones ligadas a nuestra historia reciente y por cuestiones teóricas. Ya en el ’68 se sostenía que la violencia estaba legitimada por la ‘violencia del sistema’. Pero el ’68 ha sido algo ‘cómico y camorrístico’ por usar una expresión de Luigi Einaudi referida a la masonería, una cosa de hijos de la burguesía que se derramaban por las calles gritando “matar a un fascista no es delito”, “fascistas, burgueses, os quedan pocos meses”, pero que en realidad aspiraban sólo a llegar a ser directores de un gran periódico o presentadores de algún programa televisivo. Más serio ha sido el terrorismo pero, además de que como el ’68 se apoyaba en una ideología moribunda como el marxismo-leninismo, no es ciertamente este el tipo de violencia al que piensa la Muraro; ella piensa a una violencia de masa, una violencia popular.



Cuestión teórica. Las democracias no dudan de que sea legítimo abatir a los dictadores con la violencia (una cuestión que se ha planteado desde la antigüedad, ya Séneca se preguntaba si era lícito matar a un tirano). Es así que las ‘revueltas árabes’ han sido vistas muy favorablemente y en algunos casos (Libia) ayudadas también manumilitari y además de manera del todo arbitraria.



¿Pero en una democracia? ¿Qué necesidad hay de la violencia? Está el voto. La Muraro sostiene que la violencia es legítima porque, de hecho, se ha roto el ‘contrato social’. Interpelado yo mismo por “Il Foglio” he respondido que más que muerto el contrato social no ha existido nunca. Porque la democracia representativa no ha sido nunca, ya desde sus orígenes, democracia, sino un sistema de oligarquías, de aristocracias enmascaradas, de lobbies, de partidos, que pisotean al ciudadano que no se alinea, el que no besa los pies y se reduce al estado de súbdito. Por muy paradójico que pueda parecer precisamente la democracia ha traicionado el pensamiento liberal que pretendía valorizar capacidades, méritos, potencialidades de la persona individual, del hombre libre que no acepta estas subordinaciones feudales y que, si existiera realmente la democracia, sería el ciudadano ideal y en cambio se convierte en la víctima designada.



Contra esta estafa bien organizada es lícita la revuelta, también violenta si es necesario. Por lo demás las Democracias han nacido en medio de ríos de sangre y no se ve ninguna razón por la que, habiendo traicionado lo que debía ser su esencia, no se pueda y no se deba responder con la misma moneda.